Marceline Desbordes-Valmore
Marceline Desbordes-Valmore (Douai, 20 de junio de 1786 – París, 23 de julio de 1859) fue una actriz, cantante y poetisa francesa del Romanticismo.
Era hija de un pintor de escudos nobiliarios arruinado por la Revolución francesa y convertido en actor y cantante cabaretier en Douai. Durante la Revolución se mudó con su madre al archipiélago de Guadalupe, rerpresentando pequeños papeles en los teatros de las ciudades por donde pasaba para pagar el pasaje, entre Douai y Burdeos. Al sucumbir su madre por la fiebre amarilla (1801), la hija continuó con su carrera dramática y fue contratada por la Ópera Cómica gracias a las recomedaciones de Guétry. Cantó El barbero de Sevilla en el Odeón y en la Moneda de Bruselas. Se enamoró de Henri de Latouche (1785-1851), de quien tuvo un hijo y le animó a escribir, y por último se casó en 1817 con el actor Prosper Lanchantin-Valmore y vivió una existencia mezquina con muchas desdichas. Publicó la primera edición de sus Élégies et Romances en 1818. Además hizo varias apariciones como actriz y cantante en el Teatro Nacional de la Opéra-Comique y en el teatro La Monnaie de Bruselas.
Con la ayuda de Madame de Récamier, Mademoiselle Mars, Alphonse Lamartine, Víctor Hugo y Dumas, así como más tarde de Baudelaire y Sainte-Beuve, publicó otras colecciones de versos. Se anticipa a Paul Verlaine y Arthur Rimbaud y abre caminos poéticos a Renée Vivien, Anna de Noailles y Marie Noël.
Su poesía es conocida por ser oscura y depresiva y sin complacencias estéticas. Es la única mujer incluida en una de las secciones del famoso libro Los poetas malditos de Paul Verlaine. Una copia de sus poesías fue encontrada en la biblioteca personal de Friedrich Nietzsche.
Obras
1816 — Chansonnier des grâces
1819 — Élégies et romances
1825 — Elégies et Poésies nouvelles
1829 — Album du jeune âge
1830 — Poésies Inédites
1833 — Les Pleurs
1839 — Pauvres Fleurs
1843 — Bouquets et prières
1860 — Poésies posthumes (póstuma)
Las rosas de Saadi
Esta mañana quise traerte rosas, rosas.
Mis fajas no pudieron ceñirlas, y abundosas
Derramáronse, tantas eran las que cogí.
Se rompieron los nudos y las rosas volaron
Por el viento a la mar, y allí se dispersaron.
Derivar en el agua y alejarse las vi.
Todo el mar parecía rojo, como encendido.
Pero esta noche aún guarda su aroma mi vestido:
Respira el perfumado recuerdo sobre mí.
VERSIÓN DE Enrique Díez Canedo
Les roses de Saadi
J'ai voulu ce matin te rapporter des roses ;
Mais j'en avais tant pris dans mes ceintures closes
Que les noeuds trop serrés n'ont pu les contenir.
Les noeuds ont éclaté. Les roses envolées
Dans le vent, à la mer s'en sont toutes allées.
Elles ont suivi l'eau pour ne plus revenir ;
La vague en a paru rouge et comme enflammée.
Ce soir, ma robe encore en est tout embaumée...
Respires-en sur moi l'odorant souvenir.
Marcelina Desbordes fue de aquellas a quienes los hombres perdonaron su gloria: porque la encontraban muy femenina en toda su inspiración, y, según la frase de Sainte Beuve, «se contentó con esa gloria discreta, templada, de misterio, la más hermosa para una mujer que poetiza». A pesar de la autoridad de Sainte Beuve, yo no puedo menos de pensar que no hay glorias especiales para cada sexo. Y, con lo más íntimo, con lo más lírico del sentir, cuando la mujer ha recibido el don y la consagración del genio, no es a una gloria discreta y templada, de misterio, sino a la vibrante gloria de Safo, a lo que aspira.
Arruinada por desgracias de familia, Marcelina Desbordes abrazó la carrera del teatro, para la cual tenía disposiciones y una hermosa voz. Casada ya con el actor Valmore, publicó, en 1818, su primer volumen, Elegías y romanzas, que justifican lo que ella dice de sí propia: «¡No he sabido sino amar y sufrir: mi lira es mi alma!».
Para definir en qué consistió el atractivo de esa poesía tan esencialmente femenil, nada mejor que recoger lo que de ella dijo Sainte Beuve. Este crítico eminentísimo y capaz de todos los aciertos, así como de algunas injusticias notorias, fue siempre muy favorable a los secundarios, y lejos de pensar, como han pensado y practicado grandes críticos que le sucedieron, que es preciso desescombrar la historia literaria, excesivamente rellena de nombres y obras, entendió que, en gran parte, esa historia la constituyen, en su tejido interior y vital, las producciones y, sobre todo, las personalidades de esos secundarios, todas significativas y dignas de interés. En la labor crítica de Sainte Beuve, los secundarios ocupan un lugar casi mayor que las grandes figuras. Dado este criterio del autor de los Lunes, no es de extrañar que desplegase con Marcelina Desbordes la mayor simpatía, y que le otorgase el elogio a manos llenas. Dice de la poetisa que es «un poeta tan tierno, tan instintivo, tan elegíaco, tan pronto y dispuesto a lágrimas y transportes, tan extraño al arte y a las escuelas, que, contemplándole, no hay medio de no considerar la poesía como cosa, sino como objeto alguno, como solamente un medio de llorar, de quejarse y de sufrir». Alabanza espléndida, la más grande tal vez que a un poeta cupiese tributar, y de la cual casi estoy tentada a decir que no conoció Sainte Beuve todo el alcance. Porque ese don de la espontaneidad, de la poesía como involuntaria, como efusión natural de un alma lírica, sería lo más alto que recibiese del cielo un vate, y le colocaría sin duda al frente de los más insignes de su tiempo, y de todos los tiempos. Pero, en Sainte Beuve, en medio de su sistema especial de comprender la historia literaria, vela el espíritu crítico, le inspira una duda: ¿se acordará el porvenir de madama Desbordes? Y añade: «No todo lo que ha escrito sobrenadará». De suerte que la incluye entre los poetas menores, y espera que, en una antología de estos poetas de segundo orden, se incluyan algunos idilios, romanzas y elegías de la divina Marcelina. Y hasta aquí bien podemos llegar, pero sin ir más allá, y reconociendo que su corazón dictaba su poesía.
Poemas.
Renunciamiento.
Perdonadme, Señor, mi semblante afligido;
bajo la feliz frente colocasteis las lágrimas:
de tus dones, Señor, es el que no he perdido.
Don menos codiciado, quizá sea el mejor.
Yo ya no he de morir en vínculos de encanto;
os los devuelvo todos, ¡ay, adorado Autor
para mí sólo tengo la sal que deja el llanto!
A los niños las flores, a la mujer la sal;
para que limpiéis mi vida he de entregaros,
cuando esta sal, Señor, lave mi alma, lustral,
volvedme el corazón, para siempre adoraros.
Toda extrañeza mía del mundo de ha extinguido
y se despidió el alma dispuesta a volar
para alcanzar el fruto, al misterio cogido,
que la púdica Muerte sólo ha de cosechar.
Señor, con otras madres sé tierno mientras tanto,
por la tuya y por lástima de esta pena que ves...
Bautízales los hijos con nuestro amargo llanto
y levanta a los míos caídos a tus pies.
Los sollozos.
¡El infierno está aquí! El otro no me asusta.
Empero, el purgatorio mi corazón disgusta.
De él me han hablado mucho y su nombre funesto
en mi corazón débil ha encontrado su puesto.
Cuando la ola de días va agostando mi flor,
el purgatorio veo al perder el color.
¡Si es cierto lo que dicen, es preciso ir allí,
Dios de toda existencia, para llegar a ti!
Allí habrá que bajar, sin más luna ni luz
que el peso del temor y del amor la cruz.
Para oír cómo gimen las almas condenadas
sin poderles decir “¡Estáis ya perdonadas!”
¡Dolor de los dolores; no poder agotar
los sollozos que intentan por doquiera brotar!
De noche tropezar en celdas intranquilas
que ningún alba tiñe con sus claras pupilas.
Ni poder decir al Señor incomprendido:
“¡Ay, Salvador de mi alma!, ¿es que aún no has venido?”
Me escondo; tengo miedo de tener miedo y frío,
como el ave caída teme por su albedrío.
A un recuerdo mis brazos vuelvo a abrir tristemente,
y mi alma más cercana el purgatorio siente.
Sueño que estoy en él, tras la muerte llevada,
como una esclava indócil, al fin de la jornada,
cubriendo con las manos el semblante abatido,
pisando el corazón, por tierra malherido.
Allí voy; precediéndome, mi llegada proclamo
y no oso desear nada de lo que amo.
Y este corazón mío no tendrá más dulzura
que los lejanos ecos de su antigua ventura.
Cielos, ¿adónde iré
sin pies para huir?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?
Mientras el fallo eterno rechace mi plegaria
no arderá ante mis ojos ninguna luminaria.
No he de ver más escenas mundanas y horrorosas
que abatan mis humildes miradas dolorosas.
¡No gozaré del sol! ¿Por qué?... La luz querida
para el mal en la tierra, empero, está encendida.
Ve el culpable que a la horca su delito conduce
el saludo del orbe que se divierte y luce.
¡En los aires no hay pájaros! ¡No hay fuego en el hogar!
¡Y ni un Ave María reza el aura al pasar!
Para el junco del lago no hay un soplo viviente
ni aire para que exista un átomo viviente.
Ni el zumo de las frutas que ofrecen su frescura
al ingrato, tendré en mi sed y calentura.
Del corazón ausente que me hará padecer
acumularé el llanto que no puedo verter.
Cielos, ¿adónde iré
sin pies para huir?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?
¡No más recuerdos de esos que me embargan de llanto
tan vivos, que viviera yo siempre de su encanto!
¡No más familia dulce, sentada en el umbral
que bendice cantando el sueño patriarcal!
¡Ni más voz adorada, cuya gracia invencible
hasta la Nada absurda tornaría sensible!
No más libros divinos desde el cielo exfoliados,
conciertos para el alma por la vista escuchados.
Y no osando morir tampoco oso vivir
ni buscar en la muerte quién me ha de redimir.
¿Por qué hay sobre las cunas, padres, la flor de un hijo
si al árbol y al arbusto siempre el cielo maldijo?
Cielos, ¿adónde iré
sin pies para huir?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?
¡Bajo la cruz se inclina el alma prosternada,
del dolor de nacer con morir castigada!
Mas no tengo en la muerte si me siento expirar
ni una lejana voz que aconseje esperar.
¡Si en el cielo apagado alguna estrella pálida
esta melancolía besara con luz cálida!
¡Si bajo las sombrías bóvedas del horror
viera cómo me ven dos ojos con amor!
¡Ay, sería mi madre, intrépida y bendita,
que bajaría a ver a su hija precita!
¡Sí; mi madre podría al Dios justo ablandar
y ella me sacaría del horrible lugar!
De la esperanza joven alzara el fuerte viento
al fruto derribado por tanto sufrimiento.
Sentiría sus brazos, dulces, fuertes y hermosos,
arrastrarme, abrazada con ímpetus briosos.
El aire auxiliaría a mis alas nacientes
como a las golondrinas libres e independientes.
Huiría para siempre, pues mi madre al partir
viva me llevaría hacia lo porvenir.
Mas antes de pasar las mortales fronteras
otras almas quisiéramos tener por compañeras.
Y en aquel campo fúnebre en que dejaba flores
y el aroma que exhalan los llantos de dolores
caeríamos, solícitas, entusiastas y ardientes,
gritando “¡Acompañadnos!” a las almas dolientes.
“¿Venís hacia el estío en que ha de retoñar
el amor en que no hay que morir ni llorar?
¡Con Dios y sus palomas venid en santos vuelos!
¡Dejad vuestros sudarios; no hay tumbas en los cielos!
¡El sepulcro está roto por la eterna pasión!
¡Mi madre nos concibe en la eterna mansión!”
Una carta de mujer.
Te escribo, aunque ya sé que ninguna mujer
debe escribir;
lo hago, para que lejos en mi alma puedas leer
cómo al partir.
No he de trazar un signo que en ti mejor grabado
no exista ya.
De quien se ama, el vocablo cien veces pronunciado
nuevo será.
La dicha sea contigo; yo solo he de esperar,
y aunque distante,
yo me diento ir a ti para ver y escuchar
tu paso errante.
¡Jamás la golondrina al cruzar el sendero
pueda atraparte!
Será mi fiel cariño que pasará ligero
para rozarte...
Tú te vas, como todo se va... Su éxodo emprenden
la luz, la flor;
el estío te sigue; las tormentas sorprenden
mi triste amor.
De esperanza y zozobra suspira mientras tanto
el que no ve...
Repartámoslo bien: a mi me queda el llanto,
a ti la fe.
Yo no quiero que sufras, que está muy arraigado
mi amor por ti.
Quien desea dolores para el ser adorado
guarda odio para si.
El amor.
Preguntáis si el amor hace feliz;
lo promete, creedle, aún por un día.
¡Ah! por un día de vida amorosa... ¿quién no moriría?
La vida está en el amor...
Sin él, tu corazón es un hogar sin llama;
él todo lo quema, dulce veneno.
He dicho en verdad como destroza un alma:
¡Preguntad pues si da la felicidad...!
Cuando se lo ha conocido, su ausencia es espantosa;
cuando vuelve, se tiembla noche y día...
A veces, en fin, la muerte está en el amor y sin embargo...
¡SÍ, EL AMOR HACE FELIZ!
y uno sin traducir, en francés
Les roses.
L'air était pur, la nuit régnait sans voiles ;
Elle riait du dépit de l'amour :
Il aime l'ombre, et le feu des étoiles,
En scintillant, formait un nouveau jour.
Tout s'y trompait. L'oiseau, dans le bocage,
Prenait minuit pour l'heure des concerts ;
Et les zéphyrs, surpris de ce ramage,
Plus mollement le portaient dans les airs.
Tandis qu'aux champs quelques jeunes abeilles
Volaient encore en tourbillons légers,
Le printemps en silence épanchait ses corbeilles
Et de ses doux présents embaumait nos vergers.
Ô ma mère ! On eût dit qu'une fête aux campagnes,
Dans cette belle nuit, se célébrait tout bas ;
On eût dit que de loin mes plus chères compagnes
Murmuraient des chansons pour attirer mes pas.
J'écoutais, j'entendais couler, parmi les roses,
Le ruisseau qui, baignant leurs couronnes écloses,
Oppose un voile humide aux brûlantes chaleurs ;
Et moi, cherchant le frais sur la mousse et les fleurs,
Je m'endormis. Ne grondez pas, ma mère !
Dans notre enclos qui pouvait pénétrer ?
Moutons et chiens, tout venait de rentrer.
Et j'avais vu Daphnis passer avec son père.
Au bruit de l'eau, je sentis le sommeil
Envelopper mon âme et mes yeux d'un nuage,
Et lentement s'évanouir l'image
Que je tremblais de revoir au réveil :
Je m'endormis. Mais l'image enhardie
Au bruit de l'eau se glissa dans mon coeur.
Le chant des bois, leur vague mélodie,
En la berçant, fait rêver la pudeur.
En vain pour m'éveiller mes compagnes chéries,
En me tendant leurs bras entrelacés,
Auraient fait de mon nom retentir les prairies ;
J'aurais dit : " Non ! Je dors, je veux dormir ! Dansez ! "
Calme, les yeux fermés, je me sentais sourire ;
Des songes prêts à fuir je retenais l'essor ;
Mais las de voltiger, (ma mère, j'en soupire,)
Ils disparurent tous ; un seul me trouble encor,
Un seul. Je vis Daphnis franchissant la clairière ;
Son ombre s'approcha de mon sein palpitant :
C'était une ombre, et j'avais peur pourtant,
Mais le sommeil enchaînait ma paupière.
Doucement, doucement, il m'appela deux fois ;
J'allais crier, j'étais tremblante ;
Je sentis sur ma bouche une rose brûlante,
Et la frayeur m'ôta la voix.
Depuis ce temps, ne grondez pas, ma mère,
Daphnis, qui chaque soir passait avec son père,
Daphnis me suit partout pensif et curieux :
Ô ma mère ! Il a vu mon rêve dans mes yeux !
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