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lunes, 7 de noviembre de 2011

5284.- MAHFÚD MASSÍS


Mahfúd Massís (Iquique, 1916-1990) fue un poeta y escritor chileno, de origen palestino. Su poesía tiene rasgos de la cultura latinoamericana al igual que de la árabe, por lo cual es considerado uno de los más innovadores de la poesía chilena del siglo XX. Además fue yerno de Pablo de Rokha, otro poeta importante en la historia literaria de Chile.
La crítica nacional lo considera de la Generación de 1938, aunque con esto sólo se relaciona su poética con un sentido social. Su poesía levanta un espíritu revolucionario con caracteres bíblicos, encontrándose como tópico fundamental la maldición y la pesadumbre.
Su producción literaria tomó como eje fundamental la poesía y el ensayo crítico. Aunque su constante labor por la cultura de Chile lo llevó a ser director de la revista "Polémica", también Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, presidente del Instituto Árabe en Chile y agregado cultural de Chile en Venezuela (1970).
Desarrollando este último cargo en Venezuela, en 1973 fue informado de que había sido exonerado de su ocupación y tenía prohibición de ingresar al país. En Venezuela siguió trabajando por la cultura, donde finalmente falleció cuando se preparaba para volver del exilio.

Obras
Las Bestias del Duelo (Poesía, 1942)
Ojo de Tormenta (Poesía, 1942)
Los sueños de Caín (Cuentos, 1953)
Walt Whitman, el visionario de Long Island (Ensayo, 1953)
Elegía bajo tierra (Poesía, 1955)
Sonatas del gallo negro (Poesía, 1958)
El libro de los astros apagados (Poesía, 1965)
Las leyendas del Cristo Negro (Poesía, 1967)
Testamento sobre la piedra (Poesía, 1971)
Llanto del Exiliado (Poesía, 1986)
Antología: poemas (1942-1988) (Poesía, 1990)
Papeles Quemados (Poesía, 2001) Póstumo










El brazo invisible

Te contemplo en mí, poderosa materia, funeral pá,pano,
fugaz y vulnerable en tu forma, indestructible en tu discurrir eterno,
descubre por una vez esta lúgubre quijada,
el tramo sepulcral de mi rostro aquilino.
Invita esta noche a Barrabás, al papa negro,
no quiero ser el ángel castrado, el hijo del inmigrante en derrota.
Recoge el velo de esta aventura:¡acompáñame, pordiosero!
Asesiné la alegría; cambié la luna por esta piedra que llevo sobre
el pecho.

Alguien destruyó mi familia cierta noche. Ignoran
que soy un faraón de piedra, un ave
patriarcal que limpia el legendario Río.
¿Quién me desgarró el hombro? ¿Quién
me mordió la quijada? ¿Quién destrozó la cabeza de mi vástago?
Unos cráneos grises me comen la hierba del corazón,
la pimienta de unos ojos muertos. Un brazo oscuro,
terrible, como el ojo de Tutankamón bajo la fosa,
señala el cuero miserable de mi cabellera,
el piojo que preside mi sueño invernal, mientras acepto
la limosna del asesino, del comerciante en carbón o piedras
preciosas.

¡Oh, magos! Si existís en algún lugar, debajo de la tierra,
acordáos de mí. ¡Largos brazos, buenas piernas en mis sueños!
Que pueda matar con la mirada abierta.
Sin que el gigante sentado sobre mi alma, sin que
los remordimientos
destruyan el acto espiritual. ¡Sin que las lágrimas
me partan en dos el caballo negro del pecho!







Elegía a Ernest Hemingway

Los que arrastramos un pescado, o una vaca negra,
como el Viejo Amargo del Mar de las Antillas,
los que apacentamos una gran culebra por el llano
arrojamos tu ataúd como un sauce de pelos.

¡Qué golondrina, que sueño sobrevolaba tu corazón
cuando mostrabas el pecho en armas,
como el dios-padre de los mitos desaparecidos !
porque, ciertamente, en la niebla coloquial, en el designio raro,
eras la almendra sobre el tizón negro,
cayendo en la eternidad, riente, inmemorial, con la bala llorando
en la piedra del ojo.

Puro de alcohol, profundo como el aroma del tabaco,
augur estupefacto sobre la tierra,
montaste a la vida como a un perro,
mordiendo su oreja verde, sonriendo en la tormenta como un búfalo,
y rendido
entre el vino y la mujer, tu barba
de macho perdurable, tu barba de poderoso velamen,
era la barca fenicia y roja en el rescoldo de los días.
Desde mi cojera invernal, yo, americano inerme,
hijo de extraviadas religiones, pusilánime y fatal,
estrecho tu brazo peludo de triunfador.






Incitación al vals de un poeta

Tus hijos bebían sangre de ganso salvaje.
Tu pobre corazón dormía entre las moscas.
Sin embargo,
un día
te colgaron un trozo de cuero
en la solapa. Se te puso la cresta roja.
Caminabas con paso de gamuza por los corredores.
Pero tuviste que vender tus dientes.
El traje destinado a tu propio entierro.

Soñabas con el gran premio.
Besabas a los jurados, acariciabas sus tetas,
mientras dormías en la posada
del gato nocturno.

Quisiera detenerte, morderte una oreja.
Pedirte que vuelvas a tu oficio de hombre,
Inventes el fuego y juntes piedras.
Y que estalles cuando aparezcan los enmascarados
de la noche, les vueles el trasero
antes de que lleguen los muchachos de la prensa.







Leyendas del Cristo Negro

1 Caminaba Jesús por la ciudad,
llevando un gran martillo.

2 Y uno había en medio de la turba,
el cual dijo: He ahí al Hijo del Carpintero.
Y le pellizcó la mejilla.

3 Acontecido lo cual Jesús descargó
el martillo en medio de su rostro. Y
enfrentando la turba, dijo: Varón soy
de verdad y de justicia, mas antaño fui
golpeado y pellizcado muchas veces. Y
como viese unos niños junto a él, dijo:

4 Cada uno de estos pequeños de grandes
ojos y pies desnudos, necesitará mañana
un martillo.

5 Entonces la plebe, y los borrachos, y
las prostitutas vestidas de rojo, rodearon
a Jesús.

6 Y una mujer de grandes labios, díjole:
has venido a predicar la violencia?
Y replicó Jesús: No predico la violencia,
porque la violencia está en la naturaleza
de las cosas, y yo no soy ajeno a la naturaleza
de las cosas.

7 Y un borracho que había muerto a
su hijo, dijo a Jesús: Hablas verdad, oh
extraño; pues he ahí que anoche escuché
el canto rojo del vino, y muerto he
al hijo de mi corazón.

8 Mas Jesús, escupiendo en el rostro
del borracho, habló en el lenguaje de
las parábolas, diciendo:

9 Un hombre había que construyó su
morada junto al mar, en el sitio más peligroso.

10 Y el tifón, y los animales del mar
entraban en la morada, y grande mal
había acarreado por su mano. Y él decía:
tengo yo la culpa de que el viento
y las bestias del mar asienten en mi
casa?

11 Y dormía en el umbral de la casa, y
holgábase en ella con las hijas de los
pescadores.

12 Mas la sal y la muerte habían invadido
el aire de la casa, y había putrefacción
en sus cimientos.

13 Y los días del hombre fueron contados.

14 Por lo cual os digo, que aquel que
buscare el peligro, lo hallará, y aquel
que caminare por entre pantanos,
perderá la vida.

15 Oído lo cual, el borracho comenzó a
azotar su cabeza contra las piedras.

16 Entonces uno de la turba dijo:
Homicida es, y quería llevarle ante los jueces.

17 Dícele Jesús: Desde la matriz de tu
madre vienes cargado de culpas, cómo
juzgarás a tu hermano?

18 De verdad te digo, que para este
oficio de perseguidor de hombres
necesitas nacer dos veces.

19 Porque entre el perseguidor y el
perseguido, qué hay sino la letra muerta?

20 Diciendo lo cual, Jesús fuese por el camino.
Y ninguno se atrevió a seguirle.








Mercado persa

Entre pordioseros vestidos de mariposas,
y piojos traídos del Himalaya,
contemplo el vuelo del vendedor de ensueños y huevos mágicos.
Hay una parca rodeada de flores,
un asesino, una piedra escarlata,
y yo, pobre, cubierto de manchas de resina,
compro un pájaro en medio de la tormenta,
un ave de pecho seco, como el mío.
Quiero escuchar su trémula voz de difunto,
su quimera en mi habitación, su madrigal de hueso ;
sentir cómo se quema su plumaje, mientras me agito en los escombros del sueño,
y levantarme a gritos, como si me hubieran desenterrado,
los ojos puestos al revés, bajo la sepultura.









EL DESENTERRADO

Ira, ira no más, en el terrible día,
ni amor, ni la gota fresca en la lengua;
apenas la vejiga rota al atardecer,
y aquella gran mirada inmemorial, amarilla,
todo cayendo detrás, en el desván silencioso.
Desenterrarán tus cartas, tus papiros helados.
Serás como Osiris; se disputarán tu traje desolado.
Sobre tus infolios y tus manchas errantes: la leyenda.
Serás al fin un escriba serio, descomunal, recién afeitado.
Un júbilo de espadas cubrirá la entrada de ese otoño;
pero estarás dormido sobre la delgada alfombra, siempre sonriendo,
estólido, feliz, oyendo otro oleaje.





De: EL LIBRO DE LOS ASTROS APAGADOS



Expedición al tiempo

Lo despistado, lo roto, me sigue detrás como un caballo muerto.
Lo que cayó en el paño de las indecisiones,
el agua terca, y quedó tirado en el camino.
En este vaso con un perro adentro, y que bebo solitario en esta noche,
frente a resoluciones quemadas, a un ángel como si fuese de hueso,
penetro otra vez en mí, desciendo en un largo viaje,
oliendo el camino, fumándome el tabaco del alma,
o interrogando al enano que vive a espaldas de mi rostro.

Pero hay una piel negra, un tiempo de labio leporino,
algo rasgado y esencial entre esta muerte de ahora y el candado seco de otras floraciones.
Partieron los días, como golondrinas de arena, o la amante de tristes ojos,
y cuanto intenté rescatar está como cuero tendido.
Yo te recuerdo atravesada por la jabalina del tiempo.
¡Qué largo andar ! ¡Qué largo viaje para este día !
Abarcabas el espacio negro, acariciabas el hocico de las horas, y yo, tenaz, ardiente, miserable,
retrotrayendo un azar temible, un velo despedazado en el estupor pretérito,
pero lejano, irremediable, como una nube entre la pierna abierta.








Nocturno del piano

El piano, con su quijada negra, con sus dientes blancos cruzados de gusanos,
canta como un papa melancólico. Sus notas
caen como los huevos del esturión muerto
sobre mi corazón en esta noche.
Mata al demonio del piano, amiga mía, ahoga en su vientre la furia escarlata.
Rompe su levita de caballero velado ;
pero déjame solo, ahorcado en la cama.
El virrey baila el tango mientras lloramos,
agita sus orejas como toneles,
evocando a Francisca, a Leonor, a otras luces devoradoras,
(doblando un pliego de su carne, realizando hechizos sobre el fuego),
pero el piano, mi niña, resuena imperial, desierto, triunfando siempre de la fatiga,
en tanto el virrey ríe, quimérico y hostil, mostrando su halcón de oro.
Mata al demonio del piano, amiga mía ;
escucha cómo resbala sobre los gladiolos, rompiendo
los sacos de la memoria, antiguas sombras, y vacila
como hembra preñada
encendiendo un candil, una muerte nueva en el ciervo blanco del pecho,
una segundo vida que desconozco, y que rechazo
como la horma negra a la nube.







Retorno

Como el salmón que torna a la grava de la muerte,
remonto el río, calvo, seco, desdentado,
roto ya el oro de las ensoñaciones,
desdichado, veloz, cabezabajo.
Atrás : la tierra, su macho de furores,
la tierra como una esponja negra,
y un collar de sombras y pedradas en los ojos.
Tú que bajaste conmigo y eras un castaño claro,
que descendías como la mano blanca sobre la tecla negra,
dime, ¿qué fue ? ¿Qué bestia
me apretó la cintura hasta derramarme,
vagabundo, ensimismado, con un hueso en el aire de la cabeza ?
Adorabas al sol, evocabas otro lenguaje,
pero yo estaba muerto, mutilado, vivía en Asia, en Oceanía,
ostentaba la filosofía redonda de los perros,
pero el mundo era cuadrado, amor mío, ¡era cuadrado !
y tenía un florete de pestaña roja.
Nunca pude explicar. ¡Todo es inexplicable !
Todo tangible, húmedo alrededor, y se escapa como la hembra del camello. Sólo
tú tienes forma. ¡Arrójame tu vestido,
ahora que los sueños buscan una extraviada deidad, un presagio encima de la muerte.
Esta noche remonto el río, como el salmón maldito que descendió al mar y vuelve
díscolo, envuelto en pálidas alucinaciones,
saltando sobre los rápidos, entre duelos y ráfagas verdes,
pero con el embrión muerto, el ojo muerto,
buscando para caer la piedra definitiva.








El rostro caído sobre la tecla

Impasible, como una reina de los ratones,
su diminuta cabeza que el sueño ha despojado,
se quiebra como un pez en la trama invisible,
mostrando la nuca blanca
sobre el algodón y sus dioses egipcios.
De su ojo cuelga el barmellón de las sombras atadas,
y la fina
guarida de su sexo es imperceptible temblor
de algo fija y tenaz en la tormenta.
Nadie la reconoce en sueño. Nadie llora.

Duerme sobre una quijada con el cuello esfumado,
y el negro toro del taller, el toro de las fuertes traslaciones,
empuja hacia un cielo de vapor el rostro cándido.
Los que estamos cubiertos de viruelas y mordemos
la cruda oreja de Dios, homicidas serenos,
besamos la dulce, navegante cabeza en los nocturnos mares ;
apenas una ola hincha su angosto pecho, y en el aire encendido
nace un toro nuevo en el ojo
de los toreros.



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