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sábado, 8 de enero de 2011

2983.- JUAN MANUEL MACÍAS


Juan Manuel Macías (Cartagena, Murcia, España1970) es filólogo, helenista, traductor y tipógrafo. Colabora en diversos medios escritos relacionados con el mundo clásico con artículos y traducciones de poesía griega. Tiene publicados el poemario Azul de enero (Vitruvio, 2003), la traducción y edición de las poesías de Safo (DVD Ediciones, 2007), Tránsito (DVD Ediciones, 2011) y CANTIGAS Y CÁRCELES (Ediciones de La Isla de Siltolá 2011).
Mantiene la página web de DVD Ediciones y coordina su sección de firmas invitadas.




ABRIL Y LA CHICA DE LA CANTIGA

E nulhas guardas migo non trago
ergas meus ollos que choran ambos.
Martín Códax

La lluvia en el tejado y tú lloviendo
de tus ojos, eterna, en la cantiga.
Abril. El mar sombrío. Y tú, la espiga
sola y frágil, tejiendo y destejiendo

por la encharcada noche. Yo te tiendo
todo mi espeso sueño y mi fatiga,
pero tú no me escuchas, alta amiga.
Tú, vigilante y sola. Yo cayendo.

Quien te soñó de cara al mar de Vigo
ha muerto, ha muerto igual que yo y que todos.
Quedan tus ojos rotos en mil gotas,

la sal de abril sonora de gaviotas.
Y tú lloviendo. Y yo por estos lodos
sé que nunca seré ―nadie― tu amigo.

(De Azul de enero, Madrid, 2003)







ALGUIEN

Es la noche infinita, como un ánfora,
donde el recuerdo se parece al vértigo;
donde las sombras quieren perfilarse
en cuerpo, en ola, en tempestad, en isla.
Este vago murmullo de silencio
forja de nuevo voces que callaron
para siempre en mi oído. Es la noche
desesperada por la exactitud.
La caverna del cíclope, su aliento
bañando en vino y sangre las palabras
pesadas como piedras sin edad.
El sabor en mis labios del naufragio.
El sabor en mis labios de los besos
de Calipso, en porfía de sus lunas.
El largo cielo de las travesías
que era espejo del mar, y el mismo mar,
inagotable espejo de ese cielo.
Los miembros y las vísceras trillados
por un monstruo de insomnios y leyendas;
los miembros y las vísceras que fueron
antes la voz riendo ante la hoguera
o la mano leal con una lanza.
El incesante coro de sirenas
cuya virtud reside en que, al dejarlo
de oír, vuelve y persiste en su tristeza
y teje de dolor la lejanía.
Los ojos de Nausícaa, que a menudo
se parecían al otoño joven.
Es la noche infinita, y ya no sé
si soy el viajero, el que recuerda,
si mi recuerdo es sueño, si yo mismo
acaso soy el sueño de algún otro;
y no encuentro mi nombre, y tengo miedo
de perderme en la noche para siempre.
Pero de pronto hay un atisbo, un trueno,
la lluvia que amartilla los tejados,
la humilde tierra, ebria de humedad,
tu cuerpo que palpita junto a mí,
tus ojos que no veo y que me miran
desde tu umbría, el remanso en tus labios
que recorren mis dedos, y los surcos
de tu cara, con todas las respuestas,
reconstruyéndome a la luz del tacto.
Esos surcos que dan por fin la forma
a la noche infinita como el mar.








CADENCIA

Vinieron los desiertos
gritando
para besar el filo de los párpados.

Pudiera ser la sangre
una partitura en blanco.
Y el corazón vagaba por sus márgenes
arrancándose las tardes una a una.

O tal vez la esperanza
un tardío paso de baile
desarbolado sobre el calendario.

Pudiera ser el miedo
la habitación de un hotel
momentos antes de mudar de ángel.

Era tanta la cólera o el llanto
que todas las agujas solidarias
marchaban como un sueño
a clavarse en los ojos del piano.

(De La noche acumulada, inédito)








ELEGÍA BLANCA

A este lado de mi cuerpo acontece un lamento,
fiel catástrofe, turbio mundo inacabado,
inacabado siempre,
donde nunca amanece, donde el hambre
se devana en su propio precipicio, allí, hasta el fondo,
y se desfonda sobre el hombre la sombra del niño, y gime
como un corazón oscuro, templado en su certeza,
desangrado en candiles suplicantes,
cavando oscuridad, oscuridad y entraña,
en galope arrojado de alta fiebre,
golpeando su voluntad contra la nada,
clamor sin márgenes o torrentera ciega.

A este lado de mi cuerpo
se muere lentamente,
y un temerario ejército de llanto
lentamente acomete sus gargantas.
Tempestad, tempestad desde su centro,
recomenzada siempre,
desde su centro, insomnio, carne terca
revuelta en su calor de mineral penumbra
y su afán de rozar el imposible cielo.

Hay un vasto paisaje sin esperanza y flores
que una luna desangelada aró toda la noche,
toda la noche larga de la vida,
dejando un haz de surcos o ventisca
donde la vida pasa sin remedio
y se rompe en mil cristales canallas en la espalda.
Oh, esa extraña claridad
que no viene del alba,
que se parece demasiado a la conciencia,
cuando un niño abre los ojos, y se ve solo,
en ese horrible lugar donde la noche finge amanecer,
y lo lleva descalzo, fatigando pasillos, inútil mobiliario,
hasta la última ventana en que no se respira
y sigue y sigue cayendo el tiempo sobre el mundo.

A este lado de mi cuerpo un íntimo latido,
una cadena de alas sin oriente,
una música sorda que no cesa en su fuga,
inexplicable serpiente que bajo la piel escribe laberintos
y se estira y se estira hasta el arrullo,
silbo arraigado en su compás sonámbulo.

El temblor y el coraje
de atesorar tu nombre, defenderlo
con un dolor de manos y letras encendidas,
en cada hirviente trazo enajenado
de esta llana caligrafía masculina.

Materia sola, donde el amor esculpe su presente
o se esculpe a sí mismo, inagotable.
Porque sólo el amor puede erigirse en materia
de tan puro ligero, de tan temible y solo.
Porque a este lado de mi cuerpo pasa el alma
en un río implacable de palomas vencidas,
melancólico curso sujeto a tus orígenes.

Esta pálida luz que rema en la fe de su querella,
asciende entre el sueño y la agonía
lejos de las cobardes madrigueras
o de la inútil mortaja que marchita los ojos;
y sólo quiere caer al horizonte, hacia todos los imperios
que repentinamente obedecen al dictamen del fuego,
en el perfil de silencio y de rocío,
en el ámbito del oro más humano,
en la ofrecida verdad que termina mi cuerpo,
donde tu cuerpo empieza para siempre.

(De La noche acumulada, inédito)








PARTENIO

El giro del tiovivo es algo más que una conjetura
apenas sustentada en un vago enjambre de mayo.
El giro del tiovivo es aire, aire
que se deshila largamente sobre el clamor de los párpados y el palpitar de las mejillas,
y se adelgaza en un silbo tembloroso para morir frente al mundo,
alegando pasado.
¿Quién conoce el secreto
guardado en el cuello vulnerable de un susurro al oído?

Hagesícora da vueltas en torno al fin del día
sobre un caballito del color fugaz del pensamiento,
y el tiovivo va más y más aprisa,
hacia un extasis perplejo de mudanzas, nube
que finge mil paisajes y máscaras, materia
sola que persigue ser silencio.
El tiovivo insiste en su empeño de no llegar a sitio alguno,
en huida perpetua del invierno,
y se comba sobre sí mismo como una interrogación.
Y Hagesícora da vueltas alrededor del miedo de los hombres:
amazona dorada que monta sobre un sueño,
dejando a sus espaldas un perfume de ruinas.
Hay quien dirá que el tiovivo es un embuste,
sólo un terco chirrido de cigarra atormentada
bajo los andamiajes ciegos de la escarcha.
Mas no lo pienses y contempla a Hagesícora dar vueltas
sobre la vida y la muerte, altiva en su inocencia,
con sus cabellos del color incomprensible que gravita en las despedidas.
Contempla a Hagesícora volverse un rumor para siempre
sobre el mundo tendido, ya amapola.
¿Quién conoce el secreto
guardado en el talle quebradizo de una carcajada?







ADAGIO-INVIERNO

Unánimes de arpegios, los ascensores sueñan
su noche vertical, desangelada y lúbrica,
febril de transparencias.
Sus entrañas
son engranajes de la pura ausencia,
geometrías desquiciadas
como un cristal de nieve o una postal del limbo.

(El tiempo, el tiempo, el tiempo. Los zapatos
con sus mapas de plazas y de tréboles.
La oscuridad antigua, que es el perfil de un gato,
muda esfinge, prefacio de tu espalda.
Las cisternas que gimen con la vida
que, soterraña, escapa a un lodazal lejano de promesas.
El tiempo, y esos valses de las antenas lánguidas,
y los sujetadores que gravitan como palomas rotas,
escarcha insomne de las mercerías.
El tiempo que se curva, terrible y femenino,
en los pechos azules
de la odalisca muerta.)

Pero la noche sigue, desde siempre,
derramándose en todas las escaleras,
y persevera en su alma de arrebatada cólera,
hasta que el sol declare en tu portal
el blanco del invierno y el miedo de los días,
y unas niñas de tristes, lentas trenzas
jugando a las ciudades encadenadas.







PUPITRE

A oscuras las palabras
hay que saber tocarlas
con la misma fe con que se toca un cuerpo.

A veces el viento del corazón las grita demasiado
para su débil condición de barro.
El viento del corazón pasa y confunde
y los labios se paran vencidos de pasado,
imperfecto cuando siempre,
cuando siempre era tarde y sin embargo nadie
terminaba de ponerle un collar de mansedumbre a ciertos verbos transitivos:
«yo tenía», «yo quería»
«yo sabía o podía»...
y sin embargo
un libro se iba pudriendo con todas sus horas ciertas,
con toda su rabia acumulada y triste,
con toda su gramática desconsolada,
abierto siempre por la misma escarcha
en el pupitre en que nunca te sentaste.

A veces las palabras
son sólo calles tendidas que conducen a la fiebre,
y la fiebre no es más que una bufanda tiznada de amarillo noviembre
en la garganta de los niños raros.

Y la lluvia, no olvidemos la lluvia, terca rueca de mundos sin moraleja,
y tanta historia vieja
dormida en los umbrales,
y tanta historia torpemente desprendida
de los catálogos de las diosas rotas,
sucias de ausencia, violeta y tiza.

Pero es la noche ahora, y las palabras
volverán a oscurecer como oscurece un cuerpo,
si las ciudades cierran sus párpados de lejos
y un delicado abismo se vierte en nuestras manos.
Porque sabemos que entre sombra y sombra puede caer una doctrina
y no hay un sí más rotundo que el de tu piel tocada, cantil preciso,
donde las dudas van quebrando, una tras otra, su estéril oleaje.
Y su mudanza.

No hay otra ciencia más clara y sin sordina
que las manos que escuchan y el corazón que toca.
La oscuridad establece su dictamen severo:
que todo puede ser cualquier cosa menos tu cuerpo
si se sabe llegar por el camino más corto,
el que va de alvargonzález a melancolía o nube
pasando por olvido, alberca, circe, berenice, cierzo.

Mira. Hemos llegado de muy lejos
al más difícil lugar de la sintaxis.
Hemos abierto las puertas más extrañas y vimos que ya no había nadie
sino la baraja inútil del tahur, los restos de algún lunes condenado, una verbena a medio hacer
y un podrido racimo de incertidumbre y miedo.
Todo estaba, finalmente, en nuestras manos.
Tu inventabas palabras cuando alguien apagaba los días
y yo las iba recogiendo para entender por qué una casa
sólo se dibuja con las manos de un niño y no de un arquitecto,
por qué una casa nunca dura para siempre,
por qué el tiempo y el modo y las personas,
y nadie inventó un paraíso para los juguetes rotos y los participios huérfanos de rima.

Mira.
He traído las palabras que inventaste a oscuras,
guardadas en su misma oscuridad.
Todas están aquí, ninguna falta,
incluso las que al mero roce duelen de sal y mar lejano
o aquellas, más indefensas, que si las acaricias demasiado
pueden confundirse fácilmente con una lágrima o un ángel.
Vamos a jugar a las palabras encadenadas.
Pero con el placer que sólo entienden los que juegan en serio.

Sí. En serio. Por favor. Es divertido.

Vamos a ponerlas una a tras otra, con la fe del capricho, con el tacto que inventa los caminos.
Una tras otra, las rescataremos de su lenta agonía de posibilidades,
les traeremos un hogar, una raigambre y un presente imperfecto para siempre,
una tras otra, hacia la luz del día.




La noche de Sietepicos

La noche de Sietepicos
se multiplica en cristales.
Esbelta noche esculpida
con su vigilia de alfanjes
en ángeles de granito
soñando en transparentarse.

Lento caudal de silencio
bajo los lentos umbrales.
Sietepicos en el cielo,
y el corazón en las calles
solitarias, donde rielan
estrellas de fino talle.
Silencio afinado y limpio,
relente de otras edades;
afianzada osamenta
de algo antiguo, innombrable.

La noche de Sietepicos
son siete aristas cabales.
No hay mudanza en su vigilia
ni cesa aquí el oleaje.
Porfiadas por subir
a mi centro, y desbordarse,
las olas del corazón
quieren volar a esos márgenes,
quieren darse a las razones
de aquellas piedras que arden.

(La noche de Sietepicos
son siete anhelos del aire.)

Si pudiese el corazón
de sus foscos muladares
volar a esas viejas piedras,
y en sus perfiles quebrarse.
Si pudiese en sus perfiles
quebrar este torpe lance
de máscaras de artificio
y acometidas de nadie.

(De Cantigas y cárceles)








ADESTE HENDECASILLABI QUOT ESTIS

Esta vez no
vendrán, Catulo,
los endecasílabos.

Aunque vacíes las botellas hasta el fondo de los ojos,
y persigas en todos los desaguaderos las últimas notas y la rúbrica aceitosa con que la noche se despide,
sólo obtendrás en respuesta tu propia saliva cayendo por el día,
el vacío, el deseo, el sutil infinito que media entre palabra y palabra
mientras las cosas te entregan su luminosa espalda ausente. Miedo. Miedo
o, sencillamente, el esbozo de una pantomima a punto de quebrarse
como el débil filamento de un recuerdo.

El beso, la caricia, la demora y la teta,
acaso una docena de naufragios, sueños enfermos de brea y acordeones malheridos,
la geometría intachable de la muerte en el sombrero de copa de Fred Astaire
—palabra y palabra—, y todo a la deriva en un puñado de islas desconocidas entre sí,
un vaivén de alas escoradas con un fondo elemental de ira,
sin remedio,
sin encontrar la tecla precisa, la trenza indispensable
que ponga en marcha, una vez más, ese pequeño y dulce y obediente animal retórico.

Hay un íntimo estruendo de máscara.

La certeza del mundo rendido a su intemperie.

El largo mundo donde llueve o lesbia.

Y en cada sílaba muerta, irreparable,
la perfumada culpa de su nomeolvides.






PAVANA

(Ravel)

Todo se queda atrás y acaba
con un tacto en la boca de oro impuro, amargo
sabor a distancia y abandono.

Y se derrama el final de la luz, sus fatigadas heces,
lo inútil, el miedo, la espera,
esa última miel que el sueño finge sobre la mano fría de pronto
cuando ya no puede, no sabe, no quiere sostener la danza,
trabada en otra mano
para engañar al aire,
y todo ya es silencio.

Y todo es frío
cuando las rodillas se abren en remordimientos
y se cierran los dedos que la noche va trenzando
sobre el turbio espesor del corazón,
que sólo busca sus confines para caer a solas.


La noche va poblando la nuca de ceniza y ansia,
y todo es vértigo
cuando la pavana, por un instante, duda.

Cuando la pavana duda de todo y de sí misma
y ya no encuentra el paso que la salve y que nos salve;
cuando los ojos se buscan en la mutua incertidumbre
y los pies ya no saben cómo recuperar la tierra
y los labios se acometen con oscuridad y rabia y todo
se queda atrás, irremediablemente, en un fondo de rosas que se apagan
sobre la piel legendaria de una infanta.

Pero es un instante.
Tan solo un parpadeo, y la pavana vuelve
primero a tientas, aprendiendo el vacío,
hasta encontrar, segura ya, su nuevo paso.
Y vuelve más nítida o más simple, desprendida
del ornamento que los días han ido acumulando,
del lastre innecesario de los cuerpos.

La gentil pavana,
adelgazada ya en su solo armazón de tiempo,
se despoja y nos despoja y sigue
sin nosotros.







SIRENA

Sigue tu voz labrando piel y tarde,
erizada de lluvia, laboriosa,
tejiendo el rojo tango de la cólera,
bebiéndose la vida en mis cristales,
arrojando a mis ojos viejos mapas
donde agonizan todos los veranos,
todo el amor, gritando por sus calles.

Tu voz oscura, madrigal de sueño,
¿con qué cuerda sutil o enajenado órgano
arrastra el mundo, barre, vientos, almas
y los ata a tu vientre desbordado?
Oscura cera hirviendo en el invierno,
sigue tu voz inventando mi nombre,
sigue llamándome desde tus brumas,
de tu llano horizonte impredecible.
Tu voz es lejanía, sal y tiempo.

Y tu canción tan simple, tan perfecta
como una uña nítida arañando la tarde,
como una niña de hielo licuada en el invierno,
como un sombrío escorzo por mi espalda
escribiendo postales sin firmar,
fatigadas de años,
enmohecidas de azar,
amarillas de puro pensamiento.

Y tu canción exige, quiere fondo,
y desfondarme el corazón, volverme
mi propio vértigo, mi fiel naufragio,
y ahogar tan dulcemente
los hombres que no he sido,
los perdidos ausentes convocados
con las últimas naves de la tarde.

Sigue y sigue tu voz, conmigo a solas,
dando vueltas al frío de la fuga,
tan razonablemente
parecida al silencio, tan igual
a la tenaz razón del oleaje,
a la ley que establece sus fronteras,
a un extraño país anochecido.

(De Tránsito)