ÁNGEL MANUEL GÓMEZ ESPADA. (Murcia, 1972). Actualmente reside en Badajoz. Co-director de la revista de cultura EL COLOQUIO DE LOS PERROS. Ha publicado Mediodía en la otra orilla (Murcia, 2000) y la plaqueta Alineación Indebida (Almería, 2007). Como narrador, Anales de la Casa Subterránea. Ha sido incluido en varias antologías localistas y ha ganado, entre otros, el Fernando Quiñones de poesía. Con gran sorpresa, se ha visto traducido al portugués, al italiano y al polaco. Responsable de los blogs RUA DOS ANJOS PRETOS (http://ruadosanjospretos.blogia.com/) y MUSEO DOS ANJOS PRETOS (http://museodosanjospretos.blogspot.com/), donde expone sus paseos fotográficos por París.
MENSAJERIA CELESTE
Un ángel checo pasea en bicicleta.
Pedalea despreocupado.
Le persiguen dos caballos.
Por unas cuantas monedas,
muchas menos de treinta,
lleva tu carta en la mano,
deja mi amor en tu puerta.
VIEJA ESTACIÓN
Con el vértigo que puede ofrecer
el vaivén de los raíles, la visión de la nada,
hemos abandonado la estación en la que trabajó
mi padre durante mi primera infancia.
Estaba lejos de casa y fuera del pueblo,
en mitad de un páramo sin dueño. Las horas
caían con la misma parsimonia
que los trenes o los viajeros pasaban.
Imagino a mi padre leyendo
en esas feas noches de invierno,
lo veo echándonos de menos,
lamentando no poder venir para arroparnos,
ponernos el pijama, calentarnos la leche.
En ocasiones,
muchas menos de las que me hubiera gustado,
cogíamos el tren para visitarlo.
De aquello quedan recuerdos vagos:
un perro negro con un collar de pulgas,
mis primas corriendo por el andén,
un banco siempre verde al que ascendíamos
para tocar la campana hasta reventar,
el olor a paella y algún que otro tren
perdido de mercancías al que saludábamos
entusiasmados y contando sus vagones.
Luego regresábamos y él seguía su rutina.
De aquellos días lo que más lamento
fue no haberle dicho nunca lo mucho
que lo quiero. Y ahora apenas me quedan
fuerzas. La vida ha ido edificando un muro
de silencios inciertos entre nosotros.
La vieja estación también se ha muerto.
Nada queda en ella sino silencio.
La primavera comienza a avisarnos
con sus trinos de su pronta venida.
Él estará, sin duda, esperándome en el andén.
Nos daremos un par de besos
y en pocas palabras, le resumiré mi viaje
mientras llegamos a casa. Después,
comeremos, y todo seguirá su curso natural.
LOS DÍAS DE SERENGETI
huíamos a Serengeti los sábados
estaba en los mapas
aprendimos a vivir en lugares exóticos
ella escribía y yo cazaba
siempre habíamos querido ver antílopes
luego vinieron las vacaciones
nos separaron el campamento
los primeros días en la playa
la primera bicicleta otras amistades
niños que no sabían cazar elefantes
ni extraer el marfil sin dañarlos
volvimos a encontrarnos en septiembre
ella ya no soñaba con antílopes
ni bebes elefantes azulados bañándose en barro
se refugiaba en perfumes caros
que alguien la llevara a conocer la costa
en la grupa de un ciclomotor rojo
crecía demasiado rápido
para cómo latía nuestro amor
y yo no quise mirar hacia el vértigo
que todo eso exigía
Maneras de no estar muerto (fragmentos)
(primera)
Subirse a los árboles y gritar,
romper cristales o jarrones de un pelotazo,
levantarle las faldas a las chicas,
bañarse desnudos en el río las mañanas de mayo,
hacer novillos en clase de Lengua los jueves,
robar caramelos de eucalipto en el quiosco,
dejarse media vida en los pedales de la bicicleta,
compartir tu bocadillo de nocilla en el recreo
y las ilusiones más estúpidas que se hayan visto,
llorar con la ternura de Stan Laurel y Oliver Hardy.
Volver a la infancia al menos dos veces por semana.
(séptima)
Pacta con el diablo de vez en cuando.
En estos días de locos, los súcubos se metamorfosean
en delicados y ceñidos pantalones vaqueros Levi's 501 de la talla 38
o en escotes Calvin Klein sin mesura ni censura.
Persíguelos. Conviértete en su sombra.
En sus rinconces está la vida.
(décima)
Coge, niña, el capullo de las rosas,
no aguardes a que florezcan
y estallen en todo su esplendor.
Arráncalos y sácale todo el partido.
En este mundo repleto de prisas
no merece la pena esperar tanto.
Tampoco la vida esperará a que tú decidas.
Cualquier otra puede llegar primero,
y entonces ya me dirás qué hacemos.
De Mediodía en la otra orilla