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miércoles, 28 de diciembre de 2011

5714.- KELLY BANCROFT





Kelly Bancroft (Lemoore, California, 1964). Escritora, profesora, coordinadora de SMARTS, programa basado a Youngstown State University que ofrece educación en los artes a niños en Youngstown, Ohio. Recibió su licenciatura MA en 1992; actualmente estudiante en el programa MFA de nordeste Ohio. Ha ofrecido cursos a Youngstown State University y al Centro de Detención Juvenil en Youngstown. Sus poemas, ensayos, y cuentas han sido publicado en tan revistas como Cortland Review, Salt River Review, Mystic River Review, y Whiskey Island, entre otras.


EL UNIVERSO ES ADOLESCENTE


Poesía de Kelly Bancroft


La poesía que se escribe ahora mismo en Estados Unidos es tan 
variada y profusa como las propias bases histórico-demográficas 
de la nación que la produce. En Cuba conocemos poco de lo que 
en este instante mismo pugna por legitimarse en aquella heterogénea 
y vigorosa cultura, más allá de lo que ya dominamos de algún
que otro foco creador favorecido por determinados intereses o los 
clásicos de la beat generation que circulan con efusión entre algunos 
sectores poéticos nuestros como poesía de último minuto. 
Ofrecemos hoy a los lectores textos de la poetisa, ensayista, cuentista 
y profesora Kelly Brancoft (Lemoore, California, 1964), que vive y 
trabaja en Youngstown, Ohio. En el Centro Poético de la Universidad 
Estatal de Youngstown se ha nucleado un interesante grupo de 
creadores, que comparten la docencia, la labor artística, la extensión 
cultural, la música y la experimentación poética en su más amplio 
sentido. Centro irradiador de poesía, por sus espacios pasan autores 
de todas partes de los Estados Unidos y de otras partes del mundo. 
Philip Brady, William Greenway, Steven Reese, Kelly Brancoft, 
y otros poetas que trabajan y crean allí, han publicado numerosos 
libros de poesía y han recibido importantes premios. 
Resulta muy atractiva la vinculación que han establecido entre la
poesía, la música country y la céltica. Enorme es el trabajo comunitario 
que realizan, en el que Kelly Brancoft se ha destacado sobre todo 
con los jóvenes presos de Youngstown. La poesía de Kelly Brancoft se caracteriza por un lenguaje de una flexible modernidad, sintética 
y dinámica, que sabe captar plásticamente los instantes más raros 
de nuestra cotidaneidad.
ROBERTO MANZANO, CUBA






Supernova


A diez billones de años luz
el universo es adolescente.


Esta mañana estás delante
del lavamanos, indiferente


a mis sentimientos. A mano
estás, mi gustoso sosiego


vive de ti: guitarra y rotos
jeans, usados objetos


que a una galaxia blanca
me llevan de regreso,


a la inicial luz tuya
en mí, tu pelo entonces


de azabache y espeso
como la secreta energía


donde aprendí de súbito
el florecer del universo.


Esta mañana,
sólo los más potentes instrumentos


—el amor y el pasmoso brillo
de la memoria— pueden distinguir


tu antigua delicadeza.
El espejo refleja


tu faz brillante y la cuchilla,
tu beso incidental.


La supernova absorbe la materia
de su astro compañero,


neutraliza las más
íntimas fuerzas como


la gravedad. No hay fuerza
más inmediata a mí que ésta:


la fragancia del rasurado,
tu piel parecida a la miel,


mi estrella declinante.










Cuando era niña, me advirtieron


que como los anillos de un árbol
las líneas en el cuello


de una mujer pronto la delatan.
Una mujer era el vuelto


exacto y el carrito
de compras, pintarse los labios


en el tocador, la peluca
en el desván, inquirir


en alta voz si tú me fuiste
infiel. Y los colgantes


iridiscentes en una cajita
de joyas junto al lecho


para silenciar las sirenas
de sí misma, las voces


que provienen de mis
caras cremas que ahora


me incitan susurrando:
cubre, transforma, restablece.


Bajo la piel conservo
a la niña, una estrella brilla


desde mi pecho cada
mañana. Aunque la piel


se desgasta como un borde
y se fruncen los párpados


como la cinta
del ruedo de la falda,


yo he girado como una niña.








La canción del abuelo


Mi abuelo no está sordo, está medio sordo, lo que es peor según dice, nunca el
mundo está envuelto en un tejido en una caja en una cinta vistosa bajo un árbol.
Nunca estás dispuesto a preguntar. No, él no dijo esto, yo lo digo por él, y él lo
aprueba.


Mi abuelo está casi sordo por dos motivos, me dijeron. Primero, su esposa, la madre de mi madre. Muchas veces él pretendió no escuchar, se convenció de no prestarle atención a lo que escuchaba: Tu esposa es un bulto envuelto, sacudido a perpetuidad.
Segundo, las fábricas de acero. El oído del esposo de la madre de mi madre contiene el sonido de su trabajo como una concha al Pacífico. Roto en cien pedazos según
me contaron el trabajo destruyó a mi abuelo y cada fragmento aún contiene al mar.
El mar y mi abuelo nunca son libres.


La carne de mi abuelo es roja como una rosa, tan roja como el centro de unos maliciosos ojos de perro. Toqué una vez su mejilla y me quemó. Su piel es muy roja por
dos razones, me dijeron. Primero, es medio indio por parte de padre, quien robó a
su novia, la madre de la madre de mi suegra, cuando ella se detuvo en un arroyo a
limpiar las manchas de sangre de una caída. Él la robó, ellos dicen, y no la devolvería. Él no escucha: Indio dador, indio ladrón.


Segundo, las fábricas de acero. ¿Qué diferencia, le dije a mi abuelo, hay entre tu 
sangre que mira una novia que doblada lava en el horizonte y la sangre tuya que enfrenta al fuego que atizas y atizas hasta que mueres?


Tu abuelo está medio muerto, me dijeron. Tengo trece años y he visto a mi abuelo
diez veces, pero recuerdo su color. Lo sé, dije. No, Kelly, casi muerto. Oh. Vivimos a
un océano de distancia. El mensaje de su muerte cercana es encubierto, embotellado. Mi madre toma un avión, atraviesa millas de agua que tiemblan con la resonancia de sus latidos.


Después él está muerto y yo molesta, me dijeron. Deberías haber llorado, ¿por qué
no lo hiciste: no lo querías? Me puse roja, pretendí no oír y no oí. Me convencí de
no prestarle atención a lo que escuchaba. Toda mi vida esto ha resultado ser mi 
trabajo, mi rostro, mi acero.








Poema del tiempo


La señora sin hijos
que he conocido ahora
me dice que podría ajustar su reloj
por mi ritmo biológico.


El golfish de una niña parpadea
en una bolsa. Con su esposa un marido
discute porque ella contempla el reloj
—No tienes otra cosa qué hacer?
Presos fosforescentes mueven
con palancas el suelo
junto a la carretera.
En el polvo que alzan
me imagino pequeños niños,
dentaduras rosáceas, cuerdas brunas,
frágiles como tallos de noviembre.
Algunos días son así.


Otros días yo soy mi Tía Edna,
la sangre de su corazón cosido
y recosido circuló
gracias a válvulas de cerdo
hasta su muerte. Una vez en la mesa
de la cocina me dijo que atendiera bien:
¿Oyes la diminuta, la floreciente ex-
halación, la clausura, el golpe seco?


En mí el Big Ben no existe,
ni Abuelo, ni activada
carga de dinamita.
Pero a veces lo oigo
—un barato cronómetro con el que juega un niño.


Manecilla deshecha de cartón
o clepsidra: Un minuto para hallar
la respuesta, un minuto para hallar
algún sentido, un minuto para mover
tu tarjeta, un minuto para
brincar un muro.











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