Gerardo Guinea Diez (Ciudad de Guatemala, 13 de septiembre de 1955) es un poeta, escritor, periodista y editor guatemalteco.
Empezó con los oficios de escritura alrededor de 1972, su primera novela aparece en 1984 con el título de El Amargo Afán de la Desmuerte y paralelamente se estrena también con su libro de poesía Horarios de lo Efímero y lo Perdurable.
Estuvo exiliado en México donde realizó estudios de Derecho, Sistemas y Sociología. Estudió Derecho antes de su partida, en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tuvo a su cargo la coordinación de la Casa de Chile en México y fue secretario de redacción del periódico El Financiero, del Distrito Federal, México.
En Guatemala trabajó en la revista Crónica y en los periódicos Prensa Libre y Siglo Veintuno. Además es editor de la casa Magna Terra donde busca promover la literatura nacional tanto dentro como fuera del país. Cuenta a la fecha con más de 18 libros publicados y cuyos temas van desde el periodismo, la narrativa y el ensayo.
Premios
Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón (2006).
Premio Nacional de Poesía César Brañas (2000).
Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (2009).
Obras
El Amargo Afán de la Desmuerte, novela, México 1993.
Horarios de la Efímero y lo Perdurable, libro de poesía, Guatemala 1995.
Las Criaturas del Aire, libro de cuentos, México 1994.
Pasión de la Memoria, Guatemala ante el fin de Siglo, ensayo, México 1994.
Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
Qué te doy
¿Qué te doy de mi cuerpo?,
prestado a otros cuerpos,a otras vidas.
¿Qué puedo darte de estas frases?,
préstamo de otras.
¿Cómo te doy del sueño y color de
otras manos, mis flores?
¿Cómo te doy mis brasas para no arderte?
¿Cómo recoges mi polvo?
¿Cómo darte mi viento, si la
humedad coronó su tiempo?
¿Cómo te doy mi almohada, si
ya no hay madrugada?
¿Como te doy la nada?
¿Acaso tú,heredera del silencio
puedes darme otro cuerpo?
Raíz del cielo (I)
Honda la mano que no perdió su antiguo ánimo y en el
coraje empuña la espada que hiere al polvo y éste que se
esparce y niega el agua.
Honda la mano hiriente que en su embriaguez se hace río y
después de tantos años aún nos asombra porque ostenta un
oleaje y un canto marinero.
Honda la mano perezosa,
ligera como el tamarindo,
aroma de litorales que turban la sangre más antigua y el
hombre quieto en la cintura de la luz lamiéndose como si
fuera una victoria o una derrota.
Honda la mano que anticipa las ausencias:
la tierra prometida,
el deseo de un sueño deslumbrante,
la sensación de estar atrapados,
el abismo que abjura de la gloria,
el oro que surca los idus de marzo.
Honda la mano del tiempo,
igual a sí mismo, sin viento,
a la una de la tarde,
mientras el hombre bebe cerveza en la tienda de la esquina
y en sus ojos se acumula una espera de cartero y una
esperanza que no desciende.
Honda la mano al sostener con firmeza la ventana para que
los albatros culminaran su vuelo,
honda, honda la mano indecible al descifrar las cerraduras
y apurar el paso de los hastíos,
aunque la vastedad de los perfumes no impidió que los
manicomios se llenaran y todos creyeran que estaban a
salvo,
mientras las serpientes lucen su condición de víctimas
extasiadas
y la fatalidad data el hecho con la clarividencia de un pozo
profundo al traer el recuerdo de Fenicia y sus
delgados muros que desvanecen los errores cometidos.
Tanto que los espejos siembran crepúsculos donde fluirá la
vida y los ríos,
porque no todo en la vida es supermercados en California ni
esas delgadeces que atraviesan la pupila como un rayo
súbito bajo un cielo pesado,
que a cada paso enrojece la verdad de hombres y mujeres
que se desvanecieron entre trivialidades,
porque ni el aquelarre bastó para detener las blasfemias ni
las maldiciones,
no bastó ni basta,
a pesar de los Te Deum
ni que miles de mujeres iluminen el aire con oraciones
y se laven las manos en aguamaniles decorados con
suficiente paciencia.
Hércules lo sabe:
los sudarios se desgarraron hasta erigir un crucifijo para
aherrojar los bordes de una eternidad que comienza en las
grandes temporadas de oferta,
al poniente de las cotizaciones del petróleo del mar de Brent
o las acciones de Microsoft,
y la rabieta es tanta que la agudeza resulta en suelo yermo
y lo ganado en el camino se olvida.
Ya los griegos no siguen a Herodes porque los hombres
esperan el alumbramiento de un mundo nuevo,
pero éste parece una efigie con ojos de eternidad cansada
y es que no todo es Houston, Madrid, París o Londres.
No.
Lo demás puede ser una larga noche o una hermosa
mañana donde se abate el flamígero carro del día,
y Febo no podrá aplacar su furia contra Faetón.
Honda la mano al desenmascarar la densidad de nuestras
edades,
llama bebida a sorbos,
como un vino de eternidad.
Honda la mano al abrir sus dedos y mostrar las raíces
obedientes,
tanto como la linde que a torrentes derrama las mañanas
de diciembre,
mientras el vaso de agua descansa la noche y doma a la
chicharra y a alguien se le olvida tomar las píldoras contra
el stress,
pero poco importa si el tiempo cesante ingiere suficientes
dosis de tristeza grande y el pescuezo de la realidad prospera
en certidumbres de Dow Jones y alzas súbitas en los
rendimientos,
y las antiguas preguntas,
las de siempre,
son una cal que nos pinta el alba color de membrillo,
Pretexto para olvidar,
en un pequeño segundo,
el declive de la muerte hasta que la imagen de una puerta
amarilla nos enrosca en su luminosa obediencia,
y traspasamos casi de inmediato un derrotero que
se desmorona frente a la anémona,
flor del viento y asombro de Venus,
pero el fruto es sólo aparente,
y es que los hombres no pueden improvisar la savia y en un
lento cerrar de ojos,
se engendra la imagen de Naomi Campbell,
quien se contorsiona y nos recuerda a Lotis,
huyendo de nuestro desbarajuste.
La afortunada escena no sana ni nos salva de la
misantropía porque el mundo sigue igual:
cuarteándose en paredes de suites de cinco estrellas,
en el hambre de los niños,
en la ingenuidad de las prostitutas.
¿Igual? No, similar, pronuncia alguien,
al percibir el fétido olor de las certezas completas,
las que visten a la vida de números y niños felices,
de las que amonestan al fuego con aflicciones añadidas y
postizas.
No sirve apelar porque el esmero resulta insuficiente porque
el color del olvido prorroga más y más la comprensión,
esa que nos brinca al rostro,
a la par de los botes de basura y hombres sin pan,
sin cuerpos disponibles para el buen uso de bronceadores y
lentes de marca.
Sí, en ese jardín de las Hespérides,
donde Midas desviste los siglos y los muchachos malos se
muelen a golpes o los asaltantes son linchados y quemados
como una nueva ofrenda a Marte,
sucede la vida.
El apóstol en sus iras guarda el corazón de la tarde para
quemar la cintura angosta del pasto donde el círculo del
agravio danza,
en tanto el culto y las ofrendas esperan que el olor de las
uvas indignen a la piedra que roe el cuarto de los hombres.
Honda la mano al sonreír ante la raíz que se muta en río,
ninfa bañándose en Alfeo sin saber que caerá sobre ella la
viga útil de un tiempo inoportuno,
aunque ahora la proteja la liposucción;
y es que el tiempo,
orilla del mar y filo del aire,
lo vive y lo muere
un alfabeto envejecido,
árbol que serena los tanteos y un norte que apesadumbra
cualquier insinuación mañanera.
Honda la mano al exclamar:
en este lugar y la aquiescencia clavó su igniscente dedo en
una esquina poco alumbrada donde duerme el indigente y
la joven mujer,
con su pequeño álbum fotográfico entre las manos,
ve el mástil del día diluirse entre sombras mientras se allega
a sus muslos el candelabro que ilumina las facciones,
registro yermo de unas horas que no prueban nada,
tan sólo la última borrachera,
patricio que entre balbuceos relata hechos olvidados y que
la boca no sabe decir,
sin decir caridad.
Honda la mano que del infecundo suelo gestó las irreales
caderas de una mujer que aprendió a decir la palabra
definitiva.
Honda la mano al sacar de la arena la raíz indescifrable,
mano alzando un alba imposible en tanto el arquero se
confunde y hiere el espejo del agua,
rasguño que encoleriza a Anteros,
pero sabe que las boyas en el mar arrastran el arquetipo
para que las sirenas quejumbrosas susurren la caida del
precio del café o del petróleo y el escándalo arruine la hora
del cognac y el bizantino mundo de los desocupados se abra
como una esfera de agudo cristal;
cuarzo derramado en los límites de una tarde que baña el
sol con destrozos y campos de oro.
Honda la mano al señalar el camino donde no hay fin ni
principio;
honda, honda la raíz,
suma salada y dulce de una dadivosidad rumiante en el
pecho enamorado una bravura impía que rasga las velas y
nos somete a naufragios y puñales ciegos para ocultar sus
plegarias ante el boato de tanta estupidez.
Podríamos sitiar la agonía pero un repentino advenimiento
se agazapa en las calmas horas sin decirnos quiénes somos,
y la raíz,
la honda raíz,
arrastra lejos, en la mar océano,
unos hombres repentinos,
furiosos y de barro negro,
que adoran a magnánimos dioses y serenan el espíritu a la
hora de los degüellos,
mientras el río sigue siendo el mismo río al llevar en sus
aguas los gritos y los rebaños de cadáveres,
ajenos al silencio y al olvido,
renovados,
pero iguales,
con sus barcos y Némesis,
y Los Parcos, con sus agujas de sueños del destino humano;
al mismo ritmo soñoliento y una Astrea que no cesa de
pregonar la inocencia frente a unos hombres y mujeres que
mantienen la costumbre de herirse con una paciencia
repetida.
Dulce raíz del cielo al estrechar los márgenes descarnados
de la rama,
rocío sobre las palabras de piedra y el cumplido resplandor
que padece la mano confundida,
quieta demostración de un marchito rostro que no sirve
para promociones de turismo ni viajes todo pagado.
Dulce raíz de un muelle denso,
acuarela inútil para ajustar los criterios de eficiencia y
productividad.
Dulce, dulce raíz,
tamiz de horas que exudan historias hechas de nombres
perdidos y reinos para el olvido;
asignaturas probadas entre el deseo y la memoria,
altar erguido sobre un tiempo gris,
empeño que extradita los sueños,
aunque Pandora se aferre a la caja y esperanza dentro,
caracol en la mano,
grito y alegría de los niños,
paloma bordada en la orilla del ojo;
y nosotros,
sin establecer la vinculación ni vencer al encanallado
tiempo,
razón de más para que las hebras allanen la aspereza de
una fría ceremonia donde se entregan reconocimientos y
resultemos timados por el paso de un abril herido,
Exactamente en las miradas más complices,
cuando mojan las alegrías,
tan efímeras como un sol de cobre que se consume dilatado
al abrigo de una tarde no olvidada,
a pesar de tantos años y el embrollo del origen nos
mortifique aún.
Los escombros se atavían y la córnea se disciplina ante la
afrenta,
entera de muerte,
entera de vida e inmoviliza la calle donde los transeúntes
caminan y se ven en silencio,
comiendo la oración dicha por la mañana,
rogando por arrebatar más y mejores mendrugos,
aunque incomode a la macroeconomía y los números
deserten y exhumen los cadáveres que todos los días del año
produce la extrema prosperidad.
Hoy, tránsito lóbrego de Miami a los barrios más pobres de
Colombia;
fervor para limpiar los expendios de verduras y arruinar el
glamour de París;
expedición perseverante en la taciturna noche de las
prostitutas y los niños envilecidos por el derecho a una
sexualidad experimental;
relámpago que alumbra las aldeas del Altiplano
guatemalteco y una entera expiación de conjeturas afirma
que el hambre es una arrogancia de los vendedores de
utopía.
Interminable estación del tiempo,
hoy difuso,
alzado contra sí mismo,
al mostrar un sudor falso,
efímero,
irreal porque florece en la desamparada resistencia de una
flor que rige el tiempo,
acero para herir la carne
y repetir día a día las mismas mentiras.
La ebriedad de ver convierte en áspera una voz rotunda y
ésta calla frente al color de un alba que desciende del
volcán y baña a La Antigua, arcilla holgazana ante los
olvidos más aferrados.
Un vacío flota en la fuente esquiva
mientras los hombres padecen desiertos
y una embebida soledad atolondrada,
pero, ¿quién funda el tiempo nuevo para vencer la falta de
entusiasmo?
Añeja raíz del cielo al engendrar los delirios,
y aposentarse para recibir toda la luz que será
ruta de escape de las quimeras,
aunque el asunto resulte en ampollas.
Honda raíz al depositar el numen irrevelable y dejarnos
huérfanos,
aproximados a las derrotas de Bill Gates y a las hazañas de
una madre africana por alimentar a su crío,
porque la locura no es lo suficientemente dulce y las
raciones de consuelo pisan una claridad que ata a llagas,
como la ropita de los niños y los viejos.
Honda, honda la mano al tomar la raíz recién descubierta y
darnos el precepto y el glosario,
atadura del vocablo puro,
yugo que fustiga las lágrimas ante el grito de eternidad;
arrebato que fundó más de alguna empresa de
inmortalidad sobre una escalera de cadáveres.
Dura raíz de la cruz al anillar el abrumado devenir,
quebrantado,
con coronas de rabia y pulmones para soportar jornadas en
donde el hombre no descansa y escupe su rostro y su
máscara sobre los hallazgos que ayer fueron novedad,
tesoro de una hagiografía oscura,
prórroga de una perpetuidad desvanecida en un instante.
Rostro sin máscara, máscaras sin rostro con la saliva en las
comisuras de los labios,
sin fuerza para soplar la trompeta que adiestra su metal en
la montaña imaginada,
en la luz que se apaga en la espalda de la tarde,
en la clepsidra que pudre el vértice de una mujer,
en el atroz residuo del fuego en Quiché,
en la gloria desnuda que el tiempo va ensamblando en las
vitrinas y en los ojos mientras el gerente de ventas establece
los cálculos y las ganancias que no bastan.
El disgusto arruga la cúpula del tiempo,
tanto que la resignación no afila el hacha
ni se apoya en Dios,
ni alcanzará para perdones,
insuficientes para arreglar la calculadora.
¿Para qué serviría? si el coraje se obseca en llevar el
empaque al patíbulo,
sí, al patíbulo y el empellón germina en esa tenue luz en la
mirada al regresarnos al viejo patio con jarrones y sombras
que de largas nos meten en el ciclo de las migraciones de la
luz y del olvido,
justo en esa adoquinada senda que nos abofetea el nombre
y nos empaña los espejos:
El de la rosa que ejecuta el dolor del alba,
el de Prometeo con su máscara,
degollando la extraña álgebra de los olvidos,
aquellos que rescatan las reliquias y sobreviven en silencio,
como la raíz que no evidencia su mármol ni su epifanía,
para salvar al hombre de la indigencia y el hartazgo.
Amarga raíz del cielo que despobló el corazón del hombre y
en el pomposo canto quiso rendir al miedo y a la angustia,
pero, ni los cien ojos de Argos fueron suficientes para
memorizar tanta esperanza acanallada
ni tanta verdad envilecida.
Hoy el río sigue en el desfiladero de los años,
dolido, ríe, como Momo,
el triunfo de sus lustrales aguas,
cauce que en el ladillo izquierdo grabó la memoria al
descifrar todas las cosas,
las antiguas,
las recientes,
anheladas lagartijas, s que reniegan de
la flagrancia y la lengua,
malhadado laberinto,
exterminio de una serenidad descarriada,
mitología que hace temblar el pulso y echa a perder la
hazaña de sobrevivir a la ceniza.
Honda la mano al fermentar la raíz del relámpago y en el
trance descubrir una embriaguez cercana a la bondad más
sencilla,
arribo de luz sobre el trágico escenario de unos hombres
que después de muchos libros concluyen sobre la banalidad
y el estrépito de sus empeños,
como si fuera una postrimería parecida a una harina agria,
y frente a ese horror,
la palabra incumplida,
la que se acuesta con el hambre de los niños,
la que se acurruca con la dignidad ajada y oscura como un
agujero de mujeres solas,
la que, encarnizada, polvo y tiempo,
colorea el gritito del susto,
el que quedó desde hace siglos y que la boca,
aunque apriete los labios,
no puede dejar de escapar,
ante el recuerdo del incendio y el crimen de sus dioses.
Negra raíz de la tierra quemada al asombrar por sus
símbolos,
y su persistente interrogatorio,
a un Dios que sólo sabe de arduas y magníficas ironías.
Honda raíz de un domingo para abdicar de éste y todo
consistiera en fatigar insensatos párrafos de enciclopedias y
obras completas,
y aturdirse por aguas turbulentas de sangre afiebrada,
ánimas que son el vástago de un sueño,
consumación de un remordimiento ante el ojo que ve cómo
la araña teje su secreta carpintería,
enmedio del ocaso último y la tristeza de Hiperión,
quien no termina de lamentar la tarde ciega y el puñal
intimidado ante la valentía de quienes dijeron basta y les
respondieron buenos días y el gesto no fue suficiente para
conjurar la impotencia,
a pesar que muchos ofrecieron la tarjeta de crédito o el
hambre satisfecha.
Honda raíz al germinar el nácar y descubrir el mundo,
ahí, presente, real,
un mundo de todos los días,
verbal, fuente rota de un bronce alguna vez estatua,
narcótico para aniversarios.
Mundo real, raíz del cielo,
llano, carnaval penitente expuesto a la apatía por
entusiasmos profesos:
la mujer,
verdugo con vestido de seda y flores suficientes,
dejadez de una danza firme como sus senos mientras
empieza el puño y el incendio,
salmos hoy cubiertos de polvo.
Raíz de nosotros mismos,
campo de invierno,
hielo para las autopsias,
abrigo para la esbeltez de un talle que vincula el parpadeo
con un escueto comunicado sobre el crecimiento del PIB y
la victoria contra la pobreza.
Mundo real para el asco y la orgía de las palabras,
en tanto el vástago relata la historia desde su cuna y el
hombre,
viento voraz,
agrega a la tentación un poco de rutina para nombrar la
suma de sus bondades:
la ayuda al Tercer Mundo,
la foto oportuna vacunando a un niño famélico,
la estrella de cine derribando la nómina de sus pasiones,
mientras abraza a una mujer que en sus pechos se encona,
desnuda,
la tragedia y el absurdo,
cicuta honrosa para calmar una ansia rabiosa.
Mundo real,
raíz del cielo,
quién derriba las heridas,
quién lame la sal y el sudor,
quién, quién,
raíz del cielo.
Mundo real,
catálogo de informes acerca de las ruinas,
no de Cartago,
no de Utatlán,
sino de las enconadas hogueras donde el juez imparte
justicia;
mundo asomado,
raíz del cielo,
llama blanda que nos deja inmóviles ante la tarde
novedosa,
suceso de silencios y caras de ayer que son las mismas,
como la tarde y su mirada,
¿presagios de quién?
el insecto enfría la bebida porque el mundo se agranda en
sus infinitas calles,
en las raíces que crecen por doquier,
mientras un corazón avaro cuenta las espadas rotas
y las ojeras incendian los trenes sonámbulos,
aviso de libros saliendo por la puerta,
entraña metálica, palpable,
intervalo y umbral de placeres que un eco se encarga de
hallar;
grito en fuga ¿en dónde está la estatua?
cien voces se desdoblan y gritan estoy muerto,
estoy vivo,
y el cielo de pronto es suelo yermo,
escala en la obligada esquina donde todos tendremos que
doblar,
acero, papel sin firmar,
esquina de voces delgadas,
acero, papel sin palabras,
esquina de sombrillas ciegas,
acero, latido de una muerte emputecida,
esquina de una telegrafía sin agua,
acero,
esquina que cierra las alas al sueño y a las gotas de sangre,
acero,
esquina,
acero.
Raíz del cielo (II)
Viva raíz del cielo,
camino abierto a los frutos infames,
a la fuente turbia,
atropello del claro mediodía en Manhattan con mujeres
que visten ropas de seda,
singular belleza que mañana serán prendas que revende
un indígena de Totonicapán en pacas de ropa usada.
Profunda raíz amable sin entender la miseria y las
almohadas que arrullan el insomnio,
asombro de engranajes al tropezar con ovejitas y
maldiciones por la mala fortuna;
de pie, unos ojos y el horizonte,
desorden de una ventura maliciosa,
barca en el agua, a la espera del pasajero y su
acompañante:
un pez maravillado;
hoguera tibia para las heridas,
pozo donde duermen unos labios despalabrados,
y una bragueta en mansa espera de su presa.
Cuando el tranvía habla de la rosa,
en el desvelo,
unas manos devuelven las monedas sedientas ante la efigie
de cera que cree entrever en el río de las horas un jazmín,
brújula de llamaradas e infinitos,
avidez que desajusta las cuentas y endereza las veletas;
una señal prologa las puertas para que tu silencio,
lenta saliva,
caiga alegre sobre el callejón donde tus recuerdos son el
sable de tus plazas,
hermosa luz ceñida en la sencillez del aire en el añejo
diciembre,
vida más que la vida.
Honda raíz ajena,
redil donde yacen los años de espuma,
y duermen aún los despojos,
los gritos de los amigos,
y la mujer que enderezó los carriles y fue tren agonizante,
estruendo sobre aguas y paredes pagadas por hora,
sequía de palabras,
manantial de gemidos,
fiera para tardes y palabras sin palabras,
cueva del principio,
principio al borde de un infinito sueño,
mujer en la intemperie, desnuda,
al pie de la culpa,
sol donde reposan las sombras de lo no dicho,
de la fuente ávida,
sepultada ante el pasmo de una buganvilia,
cifra de un mundo visceral,
potra que ronda por la alfombra y desentierra a los niños,
lejos de su jardín quemado;
las llamas, toro de un domingo en México,
puñal que hace trizas los comunicados de prensa,
y la guitarra, marea entre aires y rotas botellas que Hebe se
cansó de servir.
Raíz envejecida en invernaderos,
flores pintadas como estatuas en la playa del pacífico,
corredor submarino al tocar el musgo y ahondar los frutos,
árbol de alta luz y lenguajes ancianos que no descifran la
ingenuidad de los Hiperbóreos.
Alevosa semilla,
ámbar y pájaros transitando por estaciones de senil
derrumbamiento:
la patria que no cesa,
la patria, abeja cruel,
la patria, que me conoce,
la patria, guía de fuentes amargas y lunas acosadas,
la patria, reino abyecto,
pelo que cae en el pozo de agua dormida,
noche repentina más allá de la hoguera y el niño que
escudriña con el machete a la culebra congelada por las
imágenes rotas e himnos al pie del horizonte obstinado por
unas pocas palabras,
balanza sin otra medida que la biografía de pájaros y
muchachas que hoy sorbemos por artificio de una luz sin
revés,
joya animada por el recuerdo destrozado,
próximo a la vejez,
sí, como ellas, luz resbalada
sobre sus muslos que algún día fueron diminutos sauces de
un aire como el cielo,
suma tenaz para descifrar la aritmética de labios y pechos
desamparados yéndose a la muerte lenta,
cometa que no volveremos a ver,
vocales devoradas por la lengua con un denodado afán,
idéntico a sí mismo,
vidriera de espejos desmoronados,
años en atalaya,
jardines de viejas campanas,
todavía con árboles y vértigos hechos a la medida de
campañas publicitarias multipremiadas.
Palabra grabada ondeando en banderas arrastradas por
ambulancias mientras arden los demonios de Marx y
Ho Chi Minh.
Ahora en Atlanta adoran el nuevo mundo de pieles,
joyas y polvo blanco,
despeñadero de una Colombia arcaica dicen;
el Che, en Santa Clara,
calavera festejada en Wall Street,
hace cuentas de los afiches y las playeras,
raíces que consumen el cielo y el ozono;
qué importa, ya nada pesa ni hiere,
cada minuto cuenta en las presencias y los fantasmas.
Qué importa, ya nada pesa,
ni el estribillo de los condones ni la beatitud de una piedra
abandonada en la habitación de los años de la mujer que
reposa sobre sus detenidos deseos;
parpadeo de una vida,
cráter, cascada, similar a la marea,
orilla del cuerpo,
manantial sosegado,
palabras hacia adentro,
espiga de un mundo entreabierto en la sala,
junto con las fotos de primera comunión y casamiento.
Viento condenado a repetirse en la imprevista añadidura de
una mordida o en el berrinche por la última borrachera;
en la cómoda,
los recibos por pagar,
el jarrón sonámbulo,
testigo de un viaje cuando los hijos eran aún niños,
en los muros, amarillos,
una luz invicta cuida el silencio en una ardua soledad
labrada:
el ligero vestido,
traslúcido acompañante de fantasías coronadas,
benéfico alivio,
desatento a los alfileres del sueño,
conciencia espectral con sus yedras y resurrecciones a
tiempo,
justo en el vértice de la luz del vino,
vientre de palabras
y mitades que se licuan en los espejos henchidos,
hartos de reflejos y dobleces;
¡ah! pero ese vestido soñado,
profecía pura en el lento bostezo al preguntar de nuevo lo
esencial,
lo gastado, lo fragante, lo transitorio,
como el rock de los jóvenes que busca víctimas y fango,
corriente que antes de despeñarse expía de naderías y
desventuras las respuestas que no sabemos dar
aun cuando los andamios sostengan los rastrojos y las
heridas,
esas desventuras por el apego a catástrofes y arrojos
tempraneros,
intangibles que,
día a día,
lanzan sus cadenas y su materia enamorada,
pajarera, alba del cuchillo
y el fulgor de las frutas en los mercados,
como sangre al cargar un sol y los arrepentimientos,
pero, qué con los jóvenes, qué,
exacta gloria que no les interesa,
sucio aceite navegando en las cloacas del mundo,
redención no pedida,
indivisible y ellos con su pasón de cocaína;
oscuro río al despeñarse en el origen penetrado,
qué con ellos, qué,
hacha fatal al cortar la rosa,
viento llenándose de sangre,
llama alumbrando el fracaso de los huesos de cien años,
cementerio de palabras,
alguna vez, ojo atento;
las jornadas interminables,
el peligro podrido,
el heroísmo olvidado,
la elección terrible,
dolorosa,
mundo hueco, sin raíz,
visible a la angustia,
ajeno a la batalla;
qué con los niños,
envilecidos,
cólera fija,
qué con esos niños le dices a los jóvenes, qué,
qué con los niños, jóvenes, qué,
retazo de puro escalofrío,
hilacha de angustia y noche vacía,
túnel encarnado,
madre amorosa, cruel,
terrible cargamento,
aletazo de un cielo impasible,
dueño de un collar para cánticos gangosos,
indeciso animal,
paso erguido que amortaja las cenizas y derrama,
dilatándose, el día sobre la banqueta que no cede ni un
segundo su vocación:
el estiércol y los hombres incrédulos ante las cifras:
¡pero si no hay pobres!
en ese delirio óseo se hacinan las preguntas y miles de
reptiles confunden a ratos el sopor,
diminutas llagas de la mano del niño impresas sobre
cemento fresco,
pantano sin raíces,
principio de la arena en donde miles de bocas,
en medio del festín de la mugre,
entonan la canción,
lengua oxidada,
himno agonizante en la puerta de una agencia de
publicidad,
verdad negra que ensucia la alfombra del banco y
ennegrece la seda del gerente,
vaso de agua a tiempo,
trago de silencios y alcobas cortadas ante el roce de la mala
suerte,
bueno, de la suerte,
en fin, roce de un tren que cansa el hierro,
abeja volando alrededor del ojo,
sin saber del alfabeto,
tinta derramada sobre un cuerpo de piedra que hará las
delicias de la sangre,
repetida palabra dicha para conjurar a la nada;
agua galopando sobre el caballo,
un viva estalla antes del febril combate,
deriva de palabras y héroes de noche.
Honda raíz de la rosa ciega,
diamante memorable de guerreros con humo de incienso
en las manos y pólvora pegada al rostro,
pero es mentira,
esos, los de la subversión,
fueron derrotados grita un gordo sudoroso,
moldura de la llama,
petrificado,
maligno,
sañudo;
el viento arquea la memoria,
dobla en la próxima esquina donde el aciago se desnuda y
el agua todavía trota sobre el caballo,
mientras el río palpa sus blandas sepulturas;
el día, el mismo día, siempre,
se repite para llover los huesos y los restos;
llueve, tormenta de unos ojos insertados en las raíces del
cielo y la tierra.
Raíz del cielo, tierra invertida con árboles líquidos y un
cielo azul,
limpio, abierto,
agua que quema,
premura para las galerías de sepulturas,
lienzos intactos en las hogueras de los descarriados,
los que merecieron ese destino por subversivos,
por delincuentes,
otoños asediados por los vientres y las bayonetas;
el alma se desarraiga en el rostro innumerable de la mujer
de los balcones floridos,
tiempo desvanecido,
junto a la rosa descifrada con pétalos y una diminuta
espina que atraviesa el peñasco atorado en la garganta.
Raíz del cielo en la espiga y el trigo,
en el marco de enredaderas y palabras devoradas,
en el mundo abismal de follajes y anuncios a la medida en
las temporadas de oferta:
ídolos que arden por el fulgor del gas neón y manchan las
pasiones;
los añicos de los nombres en la semilla de la lengua de
cristal;
en las cosas que nos rodean,
ellos, los ídolos, despellejan cualquier intento honesto,
de nada sirven, dicen,
no seas ingenuo, exclaman;
ni las monedas pueden rescatarnos,
la mirada ya degolló a la mano y el cuchillo adelantó la
noche:
la ciudad va a la deriva en madrugadas con cabinas
telefónicas abandonadas,
el periódico en el alto de la jornada,
el hombre fosforescente de tanto ron y el grito:
estoy hasta el copete;
la ciudad se transfigura,
el ángel lucha contra el suicida,
la mujer ve naufragar su desfigurada alba mientras sostiene
una plancha y añora un durazno en abril,
justo cuando su piel era una caverna encantada y decía con
frecuencia las palabras recobradas,
mientras le peinaban su larga cabellera y sus pechos
cristalinos cumplían a cabalidad su destino de mortífera
dulzura;
la madrugada continúa,
la ciudad es una llamarada,
de cuartos consumados en los círculos de la piel,
repetido grito de quien,
en el desvarío,
cree tener entre sus manos la enloquecida retórica que nos
salvará de la interminable certeza de un sol de cobre,
de un sol confuso que ampolla al verdugo y saca a su
víctima del intento ajedrezado de una inyección de buenas
intenciones;
pero la vida,
deseo labrado en horas de sal ciega y filos de reinos con
raciones bien estudiadas,
sabe que el sueño es un sol con cara de noche por las
indecibles presencias de un surtidor incansable de olas de
miedo que golpean las puertas de una muralla desprendida
de la fuente originaria,
la que es párpado,
sombra,
cristal,
chopo de agua,
la muralla,
luna con peso,
amenazante contra la imparcial virtud de los hombres:
la ración de pan en tiempos de guerra,
el vaso verde,
el múltiple asombro de los barrotes en la función de
matinal ofreciendo libertad,
vocabulario adecuado para la débil luz,
pasión feroz de las oscilaciones de la semilla:
la sonrisa crepuscular del amigo muerto,
atento a las dentadas de las máscaras,
epidemia gravitando en la costura izquierda de un cuerpo
zurcido por las balas,
posteridad asegurada por abonos;
un racimo encendido establece sus poderes en las líneas de
una sombra,
la gota de agua inaugura las sílabas errantes para servir
bien y con prontitud a los días anillados por carajos y
canciones ensordecidas por la muerte acostumbrada.
Dulce raíz invertida,
alimento del árbol,
elocuencia para los días sórdidos al resumir una crueldad
tajante,
más allá de las lealtades y múltiples versiones de la historia:
hombres encajonados en la niebla;
un arco de luz anula la madriguera,
blanquea las paredes húmedas por el sudor de madrugadas
aéreas,
simultáneas,
vidrio empañado por la mirada de la mujer
desnuda, sentada en la orilla de la cama,
viéndose los senos en el espejo
después del resplandor y los gritos,
más allá del infinito apenas febril,
acaso chorro de besos y alientos de un dulcísimo naufragar;
lascivia de cuerpos vestidos para iluminar la carne,
hacia la deriva,
la de los años,
la de los recuerdos,
la de rostros empañados,
imagen entreabierta para confines inmensos:
el patio lleno de abandonos;
dulce raíz que nos dio la jacaranda y la arquitectura de
unos desperdicios;
las máscaras inconsolables, flor a tiempo,
para incrustar el mundo en las neuronas para el delirio
oscuro que rodea nuestros días,
anochecidos por la pasión de la raíz,
ahíta de fuego y agua.
Raíz arrastrada por la humedad de las palabras,
con las hojas del bosque y un sueño enrejado en las
mejillas;
dulce raíz de Píramo y Tisbe,
sangre que fundó los frutos,
el rojo, espuma en la boca,
pasión acoplada,
cielo entero para regocijo del polvo;
saciedad acostumbrada a la carencia por los golpes
de la vida,
esa compuerta de la cual pocos pueden traspasar;
¡ah! intangible reja,
alimentada de esperanzas y banalidades:
quién surge y señala al homicida Céfalo,
quién, desprevenido,
escapa de la cárcel a martillazos,
quién rompe el cielo,
presente perpetuo,
sin remedio,
silencio fuerte,
carnicero de los gritos y la habitación ensamblada,
arraigo de un devenir que no alcanza,
en su malignidad,
la dicha ni la certidumbre de la mañana.
Honda, honda,
vía láctea donde detener la voz de la tierra,
susto claro en el día que salta en el bazar de ofertas;
dulce raíz de los desaparecidos,
los que no tuvieron muerte,
ni caja,
ni cirios,
ni llantos públicos,
ni esmercio libre y el internet informe de
la infinitud de asombros.
Raíz del cielo, madre de las nubes,
de nuestras manos,
saliva inerte en la tardanza hecha de paciencias lustrosas,
ojo muñidor.
Raíz del cielo penetrando el viento trepado en el desfiladero
al bajar por la membrana leve, desfigurando cualquier
intento de creer en el herético palpitar.
Raíz parida en el calabozo del hombre,
justo en el chasquido de días en que orar no sirve,
a pesar de las manos juntas,
casi como si fueran el mejor halago a Dios que agradece
pero no ayuda al hombre ciego que reza en silencio con las
manos suaves,
casi aire pintado en el cielo,
casi un instante insípido al crujir en la banqueta y los
demás indiferentes,
sin dar limosna,
en las afueras de la ceguera,
miserables más que esas manos juntas,
anestesia desatada en el desenlace cotidiano,
porque él luego seguirá hincado con las manos juntas,
bandera de una soñolienta resurrección insuficiente para
todos;
con las rodillas en la banqueta y las manos juntas,
antorcha hechizada en dirección de Dios y el desempleado
en el gesto de aprisionar su angustia en la página de
clasificados de empleo del periódico.
El ciego con la rabia paciente en las rodillas,
y el limo hambriento en las manos,
lindero entre el minuto y una ciudad ciega;
linaje de las fundaciones y sus ojos grises,
sin pupilas, sin iris, sin el azul de ultramar,
en la orilla de una lástima que empieza en horarios
matinales
y finaliza casi en una laxitud al costado de un muro
limítrofe con la paciencia y la resignación;
él, ahí, ignorado, olvidado por nosotros,
orando sus heridas para contar con aplomo,
años más tarde,
la crónica de la ciudad ebria y traicionada,
la anécdota de una piedad dilatada como la tarde caliente,
la que muere con un latido similar a un callejón oscuro;
página interminable de la lascivia y las entradas al reino
que no fue;
él, ahí, a la par de la mujer,
atravesada por la humedad dilatada de su hambre y la
mano,
sólo una porque las fuerzas no alcanzan,
orando también un guión que las manos no saben dibujar,
manos,
torrencial demiurgo y el excedente de los monstruos de un
mundo por catálogo;
flojedad adyacente,
útil para la tibieza,
identidad de la cripta aérea y congelada en un lunes
ondulante,
aburrido,
ingrato,
propicio para escurrirse del día y cargar de golpe con un
poco de entusiasmo en la ladera de la tarde y prometerle a
la luna unos besos,
ración de paranoias e ídolos,
sí, prometerle a la luna unas piernas,
unos pechos,
unos labios,
una luz,
sí, prometerle a la luna un par de cadáveres y un tibio
aliento,
sí, prometer una sucinta declaración en torno al cementerio
clandestino recién descubierto y comprometerse a
amamantar esa descuidada costumbre de seguir doliéndose
por lo que pasa,
sí, prometerle a la luna las raíces de la vileza y a modo de
refugio,
incinerarlas en la silla enloquecida de nuestra normalidad,
pescado lento,
criatura que hambrea el destino acercado al fuego del
hierro,
sí, prometer, en medio de la bulliciosa ciudad:
que no robarás,
que no desearás a la mujer del prójimo,
que no matarás,
que no fornicarás,
que santificarás las fiestas,
que no mentiras…
que no volverás a tomar,
que no habrá pensamientos sucios,
que desearemos el bien en lugar del mal,
que no veremos las nalgas de las mujeres,
que no diremos procacidades,
que amaremos a nuestro enemigo,
que ya no seremos locos,
que nuestras mortíferas pasiones las mudaremos por
hábitos sosegados
y que la vida,
cadáver en la morgue de las manos documentadas,
será raíz de la cercanía para incumplir todas las promesas.
Ser ante los ojos (A mediodía IX)
El ser anida en el hombre y en el joven;
una daga noble —con alma de Toledo
duerme en la esquina del tiempo;
ellos son sueño, vigilia, polvo—,
atónita hasta el miedo,
derrama su destello de oro y plata.
Ellos se ven.
Permanecen callados,
la avara lengua les niega el vínculo.
Siguen callados.
Siguen, como el tiempo,
como la vida.
Su soledad les ha deparado
el castigo de la memoria.
Se ven de nuevo y callan.
Deambulan dentro del espejo.
Como un tigre frente a otro tigre.
Como un hombre frente a su presa.
Como siempre ha sido.
Como en Andalucía,
Tenochtitlán,
Gumarcaj,
Quiché,
Las Verapaces.
Da vueltas, entra y sale del espejo.
El joven ingresa al universo de fechas
tutelares. Por fin se apropia del secreto orden
que gobierna su pasado.
Ahí están Cervantes y Cien años de soledad;
Rayuela y los libros de Stendhal, Flaubert;
Guerra y paz de Tolstoi,
arrebatada paradoja de un ocioso laberinto
que vendría después; sus manos se lavan la
ceniza y se anuncia El Cid y Pedro Páramo,
las historias del rey leproso soñado por
Asturias como una metáfora impuesta por un
dios colérico;
los viajes de Simbad, como una profecía
de Ulises y nuestra prolongada diáspora;
las antiguas batallas de los cruzados,
siniestra anunciación de símbolos de kaibiles;
de Las mil y una noches como laberintos de
agua que nos acercan a la Alhambra, borrada
por devotas manos
para agredir la dulzura de sus columnas
y su luz, tal como en Chimaltenango,
Quiché,
Petén,
como siempre,
como en Bosnia
y Kosovo.
El ser y todo el yo congregado,
en la hoguera permanente de la historia:
en el fuego de Alejandría,
en las llamas del Triángulo Ixil,
en las atentas vigilias de los hombres
por conservar sus infinitos delirios:
los libros y los sueños.
Él ser y todo el yo congregado
para abrirle las puertas del jardín.
A él, el joven,
que ingresa al declinar la mañana.
Sabe que no se salvará de la agonía,
a pesar del dolor de Jesús
o la rebeldía de Mishima.
Él, el ser, el joven,
camina hasta hundirse
en el pasado cercano.
Aún con las ruinas obtiene el don
de las certezas a medias.
Su pasado es similar al del hombre.
No es el suyo,
no le pertenece
ni pertenece a sitio en particular.
La miseria es infinita.
Así como la noche de Dios es infinita,
su paciencia lo es.
Sabe que no es los otros.
Entonces, ¿quién es?
Lo desconoce,
lo único cierto es su paciente capacidad de
entrever mañanas y ayeres que desembocan
en un río largo,
extenso,
amarillo,
verde,
rojo,
rojo
como el Motagua
o el Nilo.
Ser ante los ojos (Al amanecer I)
Un hombre sueña,
deambula en el filo de la banqueta
del mundo;
aún es niño,
sus ropas invocan
una esperanza que resulta pretexto oportuno
para dar un rodeo a su tristeza.
Escruta puntual los misterios del tiempo,
sabe, porque desconoce, que su hacer lleva
un ex libris de interrogación permanente.
Desde su niñez intuye que su hambre es
espuria,
y lo es porque no es eficiente ni posee la
fuerza para convertirse en una cifra que
garantice prosperidad
ni alzas súbitas en los rendimientos.
Su hambre, que también es la de todos,
tan sólo es un acicate,
sin más rigor que eso,
sin más suntuosidad
que su sobrado aburrimiento.
Pero, en esencia, ¿qué busca?
¿Qué aherroja su estar en el mundo?
¿Qué estado de gracia le dará el horizonte
para la estupenda sensación deliberada de
estar vivo o de estar muerto?
Quizá su abreviada historia de sobreviviente.
De sobrevivencia a una memoria adulterada,
representada en escenarios
que se evaporan y se dilatan,
tanto como el miedo a vernos en un espejo
y reconocernos cadáveres;
o falsos cadáveres
que realizan con ahínco un pulso contra
el estoque de los que se llaman victoriosos,
contra los que hoy
dicen que todo fue
una enorme equivocación.
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