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lunes, 14 de noviembre de 2011

5341.- CARLOS OBREGÓN


Carlos Obregón Borrero fue un poeta de Colombia nacido en Bogotá en 1929 y suicidado en España el 1 de enero de 1963. Se le ha asociado a la generación de Mito. Su obra empieza a ser reivindicada por la crítica luego de su muerte, dada la luminosa intensidad expresiva, la exquisita forma, la índole metafísica y espiritual que la caracterizan; obra considerada entre las más valiosas del país, pese a la brevedad y el silencio que rodeó en vida su trabajo.

Obras
Distancia destruida (Madrid, 1957)
Estuario (Palma de Mallorca, 1961)
Obra poética (Procultura, Bogotá, 1985)
Estuario y otros poemas (Bogotá, 2004)

Su personalidad estuvo férreamente marcada por la educación religiosa. Viajó a Estados Unidos, donde culminó estudios de física y matemáticas en la Universidad de Michigan; a su regreso a Colombia, se trasladó a la costa Atlántica para sembrar algodón, y luego fue docente universitario de matemáticas. Antes de residir definitivamente en Madrid, hizo estancias parciales en París, Ibiza y Mallorca, perseguido por las carencias y la soledad.

Su poesía, globalmente breve pero de una sostenida eficacia, podría definirse como la búsqueda casi delirante de sí mismo. Un sentimiento de místico desgarramiento perdura a todo lo largo y ancho de su obra: un erotismo de la salvación y la condena, del ascenso y la caída a través de una última instancia encarnada en la palabra. Sus únicos libros publicados en vida fueron Distancia destruida (1956) y Estuario (1961), reunidos póstumamente con otros poemas inéditos en Obra poética (1985).







EL TIEMPO CONTEMPLADO

I

Vibraba el cielo. El río en cada tallo
aguazaba un silbo lunar de lento vuelo.
Lejos, la noche rezaba un salmo de madera
entre flores calcinadas y aspas de molino.
Por la tierra azotada tres caballos tres caballos
de exilio galopaban, ágil fuga
de aire ennegrecido y ceniza volandera.
Una llama profunda hincaba su fulgor
contra los ojos. El tiempo estaba entre
filos de luz y estrellas desplomadas
y un viento sin origen hendía el mundo.
Polvo y esparto. Muros blancos. Trigo.







II

Surgen densas las horas en la cala desierta.
Desde lejos me llaman otras islas voraces
y los peces arrastran el latido del tiempo
entre rocas y espuma. Cielo adverso, combado
sobre el mar del exilio. Las olas con ahínco
bambolean un barco fondeado a pocas brazas.
Mortal cae en el día la honda luz del silencio.
El sol clava su fuego sobre el cuerpo desnudo
y en los guijarros brilla más antiguo que ellos.
Soledad en las rocas, en los ojos que esperan.
Con el viento maduro tras el recuerdo emigro
por rutas interiores hacia un incendio verde
de islas y centauros. Un golpe de alcatraces
llega desde la noche y abandona su huella
en la playa caldeada. No es el tiempo insaciable
lo que inunda los ojos, es el mar combatiendo
la violencia del odio que desgarra su seno
y allí trama el temblor de los dioses malditos.









CANTO III

Toda la luz sobra si la fe que nos guía
no colma nuestro viaje. Más allá de la nieve
está el fuego que en el fondo crepita, tutelar,
para los ojos que miran hacia adentro
con el anhelo de las aves caídas.
Después de las palabras queda el eco
de un fervor ignorado que se pierde en la fronda
que tejen nuestras tardes de contemplar callado
y hacia donde existimos renace nuestro olvido.
No un simple paraíso donde el cuerpo fuese
el dios de sus placeres, sino un estar dentro
de lo que siempre es río, la delicia misma
que desde el centro estalla, florece y se despliega.
No otra cosa perdimos y ahora sólo quedan
cenizas y ascuas en las manos del ángel
que desde un nuevo umbral nos invita a gustar del misterio,
y vivir es avanzar en su reclamo y esperar el retorno
en las horas desiertas que caen hacia la noche.
¡Si siempre nos golpeara el amplio murmullo
de las alas eternas! Porque no sólo faltan
palabras de mar, hogueras bajo el viento,
sino una intensidad más cerca de los labios
que aún después de que las ascuas los ungieron
no pueden proclamar lo que han gustado.
¿Quién, más allá del rostro que iluminó la Noche,
se atrevería a avanzar su soledad
hasta el fondo del vientre y allí rescatar
todo el olvido? Pero aun si la gran bóveda
sólo fuese esto: un vientre -hay algo más
de raíz y de ángel que en la carne progresa
hacia la plenitud de otro fruto celeste.
La criatura es pregunta: la espera,
el vuelo pensativo de alguna hoja que cae
en la visión dorada, dejando más acá de los ojos
lo imposible y lo arcano; y que no sea
la puerta estrecha que se abre y nos despide,
porque aquí, con la paciencia de la tierra,
está la misión de nuestras horas.
Dios cubre de eternidad nuestra pupila
y su silencio de fuego posee nuestro lenguaje,
mas el hombre, en tensión rebelde,
sólo espera que los ojos, cual pájaros de exilio,
se adentren voraces en la hondura del viento
tras los astros que queman su plegaria en la noche.
Hontanar de auroras fue el éxtasis ardiente
del alma por los poros; luego, el tiempo,
el nuestro, el que en la carne late,
hincó de nuevo el ojo en la simiente
y un insecto solemne agonizó en las grutas
con las flores marchitas y los frutos sedientos,
y el río y su transcurso de dios ebrio
fue de nuevo avidez y lamento. El mundo se apaga,
huye con el humo y nada queda en las manos
si lo que ellas palpan no es algo más antiguo
que el terror o el deseo: incendio estelar
que a veces nos llega como rito que en el tacto florece,
gratuito y ungido, desde un fondo remoto.
Pero nada sabemos: sentir sólo es primicia.




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