Alberto Lauro
Alberto Lauro Pino Escalante nació en Holguín (Cuba) en 1959. Poeta, escritor y periodista. Licenciado en Filología por la Universidad de La Habana y la Autónoma de Madrid, dirigió el Taller Literario “Pablo de la Torriente” en Holguín desde 1981 a 1986. Ha trabajado como guionista de radio y televisión, en el Archivo Nacional de Cuba y en el Museo de La Ciudad.
Ha obtenido numerosos premios y menciones en concursos literarios de Cuba, entre ellos el David, el Caimán Barbudo, el Mirta Aguirre, Literatura 86, La Edad de Oro y el Premio de la Ciudad de Holguín.
Autor del poemario Con la misma furia de la primavera (1987) y de los libros para niños Los tesoros del duende (1987) y Acuarelas (1990), todos premiados en Cuba. Además de los poemarios Parábolas y otros poemas (Ed. Rondas,1977), El errante (Ed. Jábega, 1994), Cuaderno de Antinoo (Ed. Betania, 1994) y de varias plaquettes y libros de arte, aparece en numerosas antologías en Cuba: Como jamás tan vivo (1987), Andará Nicaragua (1987), Mi madre teje el humo de los días (1990). Y fuera de Cuba en: Un grupo avanza silencioso (UNAM, México, 1990), Poesía cubana: la isla entera (Betania, Madrid, 1995) y Poemas cubanos del siglo XX (Hiperión, Madrid, 2002).
En el año 2004 fue galardonado en España con el VI Premio Odisea de Literatura por su novela En brazos de Caín.
Obtiene en 2011 el XVI Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza por su poemario Hijo de mortales, presentado en la Universidad de Murcia el 4 de noviembre de 2011 .
Colabora con crítica literaria, ensayos de arte, reseñas y notas en distintas revistas literarias de España. Vive exiliado en España desde 1993. Es articulista del diario La Razón.
El sueño de Sísifo
Con la mano sobre el sexo erecto, el pelo rabiosamente despeinado, vuelto hacia la pared, Sísifo duerme. La oscuridad es una mortaja que prefigura su condena y ni la noche puede ocultar su terrible palidez. En el sueño despierta bajo un sol verde y purulento. Cansado asciende la pendiente con el cuerpo cubierto de un emplasto de polvo, hastío y sudor. Cae. Escupe sangre. Retrocede. Vuelve a andar el camino perdido. Avanza. Va por un sendero de arrecifes como cuchillos o arenas de brasas encendidas que debe pisar. Sobre sus hombros, la piedra. Descomunal. Invisible. Cada vez más enorme. Un solitario azor vuela sobre una cumbre cercana. Al borde de los desfiladeros fija su mirada en la ternura de un cielo sin milagros. El páramo se llena de brumas cuando aparece esa delicada mano que la hace rodar desde la cima, casi alcanzada, al fondo del abismo. Maldice. Se resigna. Ni los dioses ni los jueces conocen el perdón. Vuelve a caer. Se pone de pie. Retrocede unos pasos. Ahora tiene los labios llenos de tierra. Salvo él nadie puede verlas pero la piedra y la montaña están. Lo sabe cuando se queda otra vez dormido entre las rejas de este largo insomnio.
Jano en oscuros cuartos
En su alma están por igual la dimensión de su prisión y su libertad. Mitad ángel y demonio, hombre y mujer. Sus ojos miran al pasado y al futuro, a la noche y al día, al ayer y al mañana, a Dios y a la nada. No sabe si andar o detenerse, alabar o maldecir, dormir o despertar, amar u odiar, huir o entregarse. Labraba su vida con la precisión de un orfebre que conoce todos los misterios de su oficio y la dilapidaba con el desprecio de quien la abomina. Miraba con la misma fijeza lo distante y lo cercano. Existir le es al mismo tiempo un juego y un drama en el que apuesta, con el mismo desprecio, a la victoria o la derrota. Vestido se sentía desnudo. Sin ropas podía verse en los espejos de su soledad cubierto por una túnica teñida con el color del tedio. Oye la música del silencio. Inerme se esconde en otros cuerpos como en cuartos oscuros. Desde las paredes los espejos le devuelven el suyo, inerme entre la nada y la eternidad.
Retrato de Orfeo
Él abría los ojos ante la página en blanco, tapiz donde quería dejar una huella en el tiempo, pero éste era un vasto lienzo donde surgía un horizonte tan irreal como inalcanzable. Con su arpa de seis cuerdas imprimía nuevos colores a su noche, bajando hasta el mismo Hades en busca de un amor. Ahí escucha el horror de los gritos desesperados de quienes se ahogan en las sombras del fuego. Por eso al cerrar los ojos ve ese tejido de rostros invisibles. Entonan sus canciones, testimoniando su espanto de haber sobrevivido.
La historia me absorverá
Examinado con detenimiento el caso
Vista las pruebas
De los demandados y demandantes.
Hecho el peritaje
Y examinando los testimonios pertinentes,
Mañana el jurado dirá
El veredicto a los implicados.
En tanto ante el cadáver insepulto
De la Revolución putrefacta
La impunidad
Teje minuciosa
Su manto del silencio.
Los poetas, las palabras
I.
Todos los poetas enferman del corazón.
Y los cardiólogos atentos,
Una vez y otra, auscultan: nada oyen
Más que latidos y latidos.
Y es que padecen de sinalefas,
Metáforas, símiles y otras enfermedades
Por ellos jamás estudiadas.
Cuando lo abren en la mesa de disecciones
No ven nada extraordinario:
Sólo un músculo insignificante
Que ha decidido detenerse.
Nada más.
II.
A veces la poesía huye.
No la persigas. En ocasiones se harta
De bellas palabras
Sobre todo cuando un alguien escribe:
La aurora es un caracol
Que abre su luz a lo estelar.
Pero no. Ella huye
Del poeta como una prostituta violada
Que generosa ha prestado sus servicios
Sin haber cobrado honorario alguno. Y no tiene
A dónde ir a denunciar al desalmado:
A un mismo tiempo cliente y proxeneta.
III.
Las palabras son como cristales finos.
Tan frágiles que hasta por el aliento
De un beso se quiebran. Y hieren.
El poeta juega con esos trozos
Pero al final siempre termina sangrando,
Quiera o no: componiendo
Vitrales que quiere
Que sean traspasados por la luz
Oculta de unos ojos
Una vez fueron cegados por el sol.
Sin Itaca y sin Penelope
Si nada hay que perder, qué importa el rumbo.
Leopoldo Alas (1963 – 2008)
¿Qué hemos perdido el rumbo…?
Eso qué importa. Y que más da
Si no íbamos a ningún sitio
Ni en costa alguna Dido nos esperaba.
Todo destino es siempre ficción,
Espejismos que anhelamos,
Norte en medio de un mar que nos excede
Sin Penélope y sin Itaca.
¿Acaso las brasas no se apagan
Y el regio templo de Salomón,
Que a la Reina de Saba deslumbrara,
No es hoy pedruscos, ceniza y arena?
¿De qué nos sirvió ser prudentes
Entre tantos seres obscenamente tristes?
Las ciudades que anduvimos
Son destellos que apenas se vislumbran:
Si alguna vez estuvimos en ellas, ¿quién nos recuerda?
Andamos por caminos que ha de borrar la niebla
Entre conjuros de pasos que se pierden
Y otros que ignoran que alguna vez aquí estuvimos,
Libando vino de rosas en medio de un aire
Donde invisible escrito está nuestro epitafio.
¿Tal vez somos los condenados herejes
Que felices y radiantes se entregaban a las llamas?
Santos o sacrílegos, sobrios o ebrios,
¿acaso hoy es muy diferente un velatorio de una fiesta?
La vida es esa calle que no se sabe dónde comienza ni termina
En la que sólo importa la fiebre y el instinto.
Que le preguntes a los amantes si la compañía
No es la forma más perfecta de la soledad.
Aquí, en Troya, donde la guerra por fin ha terminado,
Todo ha sido devastado: acaban
De zarpar los últimos veleros
Y a los bellos griegos hemos visto partir
Con lágrimas en los ojos.
Callan las sirenas y en esta orilla desnudo
A nadie digo adiós ni espero a nadie.
Los espejos donde Helena se miraba están rotos
Y en esos pedazos de cristales deshechos todos queremos saber
Qué significa la muerte, la guerra, la envidia;
Qué oscuros presagios guardan
Entre sombras de cuerpos y caras compartidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario