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martes, 11 de octubre de 2011

5088.- LUCIANO FERIA


LUCIANO FERIA nació en Zafra (Badajoz) en 1957. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Extremadura, en la actualidad ejerce como profesor de Lengua Española y Literatura en su ciudad natal. Es autor de tres libros de poemas: El instante en la orilla (Diputación Provincial de Badajoz, 1989), Fábula del Terco (Ayuntamiento de Valencia, 1997), y su última entrega De la otra ribera (Libros del Oeste, 2004), obra en la que amplía su peculiar forma de concebir el versículo, dotándolo de una elasticidad y posibilidades expresivas que lo convierten en admirable vehículo de todo tipo de materiales: emotivos, culturales, reflexivos, evocativos, narrativos... Una arriesgada apuesta de estilo que Feria ha sabido resolver con innegable acierto.

Su labor poética ha recibido varios galardones y reconocimientos: en 1978 obtuvo los premios «Residencia» y «Ruta de la Plata»; en 1986 fue finalista con su primer poemario del premio «Ámbito Literario», de Barcelona, y del «Juan Manuel Rozas», de Cáceres, y en 1995 logra el «Ciudad de Valencia» («Vicente Gaos») por Fóbula del terco, la publicación de un tercero, De la otra ribera.. Aparecen muestras de sus textos en las antologías Abierto al aire. Antología consultada de poetas extremeños. 1971- 1984 [Mérida, 1984], Diez años de poesía en Extremadura (1985-1994) [Cáceres, 1995] y La Luna de Mérida [Mérida, 1998], y ha colaborado en las revistas literarias Retazos, Melquíades, El Urogallo, Revista de Extremadura, Zurgai, Hablar/Falar de poesía...

Además de su labor como poeta, ha escrito textos de crítica literaria [Al abrigo de la memoria (poesía en Extremadura, J 989- 1995), ponencia presentada al VII Congreso de Escritores Extremeños celebrado en Plasencia en 199ó] y reflexiones acerca de la literatura y la educación [Confesiones, Confusiones y acasos de un profesor de Enseñanza Secundaría, ponencia del VI Congreso de Escritores Extremeños realizado en Cáceres en 1992]. La preocupación de Luciano Feria por la problemática educativa se expresa también en otros dos libros de los que es coautor: La acción tutorial en Educación Secundaría. Programación y materiales básicos [Madrid, Escuela Española, 1993] y Plan de lectura [Consejería de Educación y Juventud de la Junta de Extremadura, Mérida, 1998].

Luciano Feria ha sido miembro de la Junta Rectora de la Asociación de Escritores Extremeños desde 1995, asumiendo la vicepresidencia de 1999 a 2001. Desde su fundación, en 1996, hasta ahora ha sido coordinador del Seminario Humanístico de Zafra.



INVOCACIÓN A LA PALABRA

A ti, palabra, regalo como el tacto
para que desde ti me ascienda hasta mí mismo,
cumbre que hallo
allá, en la noche del hombre,
remota así su luz: como ola viniendo.
A ti y a mí, palabra, a la esencial carnalidad que brota
virgen cuando la voz abraza,
a ti, eterna,
cómo tus siglos no pidiera, tu ventura
arcana, cómo, si tú me solicitas
el instante.










"Ignoro durante cuánto tiempo se ha incendiado mi alma,
he sido luz.
Pero ya diviso allá lejos una tierra distinta:
como una corona, como un hálito.
Y soy un cuerpo que asciende.
Pero no hasta la altura, no como el fuego arde:
inflamando el espacio.
Está esta cima dentro de mí.
Es una llama honda que ha arrasado mi verbo, la memoria.
Es una brasa lenta que ha avivado mi voz, y la esperanza.
Y soy un hombre que asciende.
Está esta cumbre dentro de mí.
Ya recibo el aroma que trae un aire puro.
Ya respiro.
Ya respiro recibiendo a la vida como pecho que nace.
Y navega la nave al compás del amor.
Y diviso allá lejos una tierra distinta: como una ternura,
como la piel que es tibia.
¿Cómo podría
no eternizarse, y sólo
ser un sueño la orilla?
Oh dioses, si el hombre debe morir, que sea
sólo dolor su vida.
Y dejadle clamar por la injusticia."









"Ha llegado el instante, ha llegado
el preciso momento de conocer la dicha,
de inflamaros el pecho
con una felicidad que parece que estalla,
cuando los ojos todo son gratitud al espacio
y vuestras manos una eterna alabanza.
Es el momento
de más intenso goce, de la esencial ventura,
cuando allá en el recuerdo
se produjo el encuentro y aparece el asombro
de que el azar sea sabio
–o el destino–
Es el momento
de guardar las palabras porque el cuerpo de uno
ocupa todo el otro, y su vida y su alma".











"Amado, se engendraron los sueños de un antiguo dolor
–he sabido: como alto
llega el amor cuando se hiere al cuerpo, y hay luna.
Mas si el sueño se nombra, si sube vivo
–pues que a sí no se ignora–
reconoce su origen y a él vuelve –he sabido:
a su pesar. Y ya no vuela.
Y el cántico se trunca.
Derrámanse aquellos
nombres
del corazón.
Y toda
–como el perfume de una rama limpia, lejos –se desvanece
la plenitud – he sabido: en el aire.

¿Y cómo ofreceros el poema con llanto? No debe demorarse
sólo la luz?

Oh amado, si he de cantar a un vuelo,
sea en su colmo.
Bebed, pues, de mi vino: embriagaos.
Y tú, amada, acércale los labios cuando cante".









El verdadero
tiempo más cruel
no es el que pasa, no. Es el que no se vive.
Está en nosotros, y nos ciega y nos hunde.
Es como una llanura ancha y grande
arrasada. Es
páramo, y tierra, y superficie. Luego
es un pozo.
Lo que va
destruyéndonos
no son las horas sólo y su estancia
súbita dentro. Es el vacío
del aire, de unos labios sin sed. Es la sangre
si no tiene olas.
Lo que va
acabándonos tanto
no es el soplo, no, sino la muerte
vivida antes, cuando
no nos inflama el espacio. Ay, quién
nos puso una memoria previa en el alma
y una desolación. Quién
hizo posible
que no voláramos siempre
que hay luz.

Como una llanura. Así quedó tu alma al desnudarse.











Esta tarde, esta tarde, qué detuvo mi mano.

Llegaba de la tierra un intenso perfume, y de dónde
la música que me turbaba todo.
Vi animales inquietos.
Vi los ríos.
Vi una antorcha de oro encendida en el monte.
Y dije:
"Es primavera, y nada
debe añadirse al canto".

Luego, os llamé a la morada. Colmamos
todos los cántaros de vino. Esparcimos el sándalo. La ropa
era suave. Era suave la luz.
Y dije:
"Toda,
toda la vida es verbo.
Escuchadme" .









Ahora, al alba,
cuando habéis escuchado todas
las canciones de vuestra vida; cuando
palomas han nacido
de la piel, y es el aire, ahora, al alba, como
una resurrección; ahora que entre la transparencia
son coronas los campos
de siembras, y los ríos
hondos tienen el agua pura; ahora,
sólo ahora que está intacta la luz, al alba,
los hombres deben callar para el sosiego.

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Y serenos,
con la serenidad que les ha sido concedida a los hombres,
dispusieron la ruta
y el corazón:
"¿Cuántas veces – aún – escucharon el canto?
¿cuántos instantes
antes de la noche?

(de EL INSTANTE EN LA ORILLA)








EL PROPÓSITO

Perder el miedo antiguo a los prejuicios
–ficciones –
del corazón: la luz, la oscuridad, la vida aquella
en estancias opuestas (purísima la luz;
la sombra pura).
El miedo.

Penetrar en mí mismo hasta la voz
auténtica del fondo; encontrarme
–y enmudecer acaso –
con la miseria de cada acto hermoso, y asumirme,
asumirme,
para saber – en ascensión incesante dolorosa –
del hombre al fin hasta la dignidad.
El miedo.

Y darle entonces a la melancolía el sitio
suyo para la salvación,
el sueño,
la convivencia
dulce de lo irreconciliable y junto,
esa
única ficción alumbradora de la vida
(¿el miedo?)
tras el drama.
Amor mío: este canto.








IV

Un poema
es como una ciudad: tuvo el origen de la transparencia.

Los hombres del desierto anhelaban el agua y, por las noches, bajo un cielo de estrellas, soñaban con el barro para las manos. Después de la jornada, después del silencio de la arena y el horizonte, los hombres del desierto encendían las palabras de su memoria, mientras pacían los caballos junto a las tiendas y los perros

dormitaban junto a sus amos. Anhelaban el agua clara, amaban las noches del desnudo y el pecho para el reposo, las palabras de la resurrección,

pero los hombres del desierto

–las voces del desierto –

temieron muchas veces la llegada del alba.

Un poema

es como una ciudad: y es que tuvo también la sombra de la transparencia.

Pues, ¿qué es la sal? ¿qué, la mentira?

¿No brilla una pupila negra en lo hondo de las soledades cuando abrasa la sed?

¿Por qué nos resguardamos bajo la lona cuando viene la lluvia?

Los hombres del desierto anhelaban el agua clara. Los hombres del desierto soñaban con la lluvia para los hombros. Los hombres del desierto encendían las palabras de su memoria. Pero al cabo de algunas tiendas durante muchas noches, pero al cabo de los corazones durante muchas noches,

en los hombres del desierto

–en las voces del desierto –,

¿no anidaría una oscura pregunta sobre la luna, una oscura pregunta sobre el ritmo de las expediciones, una oscura pregunta sobre el caballo blanco que galopa hacia el norte, una oscura pregunta sobre el brazo del jefe?

Un poema

es como una ciudad, sí: tuvo el misterio de la transparencia.

Una noche, un poeta escribió el verbo soledad en su libro sobre el desierto,

y acababa de abrir la carne de una mujer hermosa.

Otra noche, un poeta escribió el verbo enamorado en su libro sobre las navegaciones,

y no hubo arena dorada ni espuma entre sus manos.

A veces, el poeta

no tenía sed. No supo de la sed,

pero escribió en su libro sobre la memoria la palabra agua, porque los hombres del desierto

– las voces del desierto –

le entregaron al alba

la antorcha ungida con el aceite.

No, no exagero, amor mío: un poema

es como una ciudad: sed y sueño en los hombres, memoria y fuego en los hombres, corazones, pantanos, espadas refulgentes y potros de largas crines, perros, dudas

y amor, amor hacia la transparencia.

Un poema, en fin, se construye sobre todo con lágrimas en los ojos

como cuando aquel hombre del incendio de Troya

– al iniciar los días del desierto y de la esperanza –
tuvo que contemplar

–a sus espaldas–

la piedra de su nacimiento, el mar y la ceniza.









VI

Yo conocí al más inocente de nuestros guerreros cuando buscaba
en las tardes de junio –frutas dulcísimas entre las zarzas.

Nada sabíamos entonces de los territorios. Nada sabíamos de los olivares. Nada, de piedras ni de las ondulaciones; de almendras, de rosas, ni de la sal.

Una espada de acero le brillaba fuertemente en su mano y una coraza joven,

en los suaves músculos de su espalda. Con el hierro

– a menudo –

trazaba fábulas transparentes entre los arenales, y otras veces
-por la noche-, clavaba el filo de su jabalina en el signo improvisado
de un nombre, y marchábase.

Yo conocí al más inocente de nuestros guerreros.

Entonces, nada sabíamos de los territorios; nada, acerca de nuestros linajes.

Todavía eran los días del agua. Todavía eran los días olorosos a las embarcaciones. Todavía, hijos míos, los días del viento y de los horizontes, de la frente, del pájaro acompasado y de la luz.


XIII

La lluvia ha desatado su cabellera en las costas de Bríndisi.

Y es intensa y amarga, oscura y muy antigua.

Alguien me ha traído tu voz del otro lado del mundo, alguien

que me ha querido mucho.

Me ha traído tus ojos, tus manos, tu sonrisa, la lluvia de una calle más suave y más limpia.

Alguien, en fin, tu corazón, tu testimonio,

y he asomado mi rostro a los espejos.

Entre tanta humedad y madrugada, entre tanta derrota,

sólo escribir tu nombre, amor,

podía regresarme.










XVIII

Habíamos encontrado otros pueblos remotos de costumbres distintas.

Agua abundante. Campos de cereales y vid.

Habíamos encontrado mujeres jóvenes y palomas.

Leche caliente. Lana y vivienda. El pan.

Yo, por ejemplo, era un guerrero dulce entre los enamorados. Yo era un muchacho firme

para la hospitalidad.

Aprendimos mucho sobre leyes y sobre las inmolaciones.

Establecimos, en fin, comercio con las tribus.

¿Qué es un eclipse entonces, hijo mío? ¿Qué es la disgregación en la hondura de un rapto?

Yo, por ejemplo, tuve miedo al aire de la llanura en el invierno. Tuve miedo de algún héroe

más suave o intenso, como en el mar.

Era noviembre. Era noviembre y era el color amarillo entre los hombres.

Cuidábamos del grano, del hierro, del agua, de la sal; del toro fuerte y de la higiene diaria

de nuestros establos.

Las matronas hilaban bellos encajes en sus ruecas.

Iba asomando, iba creciendo la luz, el fruto y la vida en nuestros hijos.

¿Qué hizo entonces agrandarse, a nuestros ojos exactos, el espacio?
¿Quiénes cerraron -de pronto- todas las puertas de las casas?
¿Desde cuándo soplaba un anónimo viento; qué provocaba

la queja sombría de los árboles? ¿Qué acuciante repulsa, qué tristeza

habían nacido – de pronto – en torno a los espejos?

Habíamos encontrado otros pueblos remotos de costumbres distintas:

No. No es extraño que en lo oscuro refulgieran

–y vigorosamente,

para ensanchar la sangre–

los príncipes malditos y los animales fríos. El cetro, los carros, las espadas. Todas nuestras cicatrices y el sonido más sepultado de nuestra voz.



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