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martes, 10 de enero de 2012

5768.- GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA


Gertrudis Gómez de Avellaneda (Camagüey; 23 de marzo de 1814 - Madrid; 1 de febrero de 1873), llamada coloquialmente «Tula», fue una escritora y poetisa cubana.
Nació en la antigua Santa María de Puerto Príncipe, entonces colonia española, hoy Camagüey, Cuba el 23 de marzo de 1814. Sus antepasados provenían de las Islas Canarias. Pasó su niñez en su ciudad natal y residió en Cuba hasta 1836. En este año parte con su familia hacia España.
En este viaje compuso una de sus más conocidos versos, «Al partir». Antes de llegar a España recorrió con su familia algunas ciudades del sur de Francia especialmente Burdeos donde vivieron por algún tiempo. Finalmente en España se establecieron en La Coruña. De La Coruña pasó a Sevilla y publicó versos en varios periódicos bajo el seudónimo de La Peregrina que le granjearon una gran reputación. Es en esta ciudad donde en 1839 conoce al que será el gran amor de su vida Ignacio de Cepeda y Alcalde joven estudiante de Leyes con el que vive una atormentada relación amorosa, nunca correspondida de la manera apasionada que ella le exige, pero que le dejará indeleble huella. Para él escribió una autobiografía y gran cantidad de cartas que publicadas a la muerte de su destinatario muestran los sentimientos más íntimos de la escritora.
Marchó a Madrid en 1840 donde se instaló1 e hizo amistad con literatos y escritores de la época. Al año siguiente publicó exitosamente en la capital de España su primera colección de versos titulada Poesías, que contenía el soneto «Al partir» y un poema en versos de arte menor dedicado, como indica su título, «A la poesía».1
En 1844 conoce al poeta Gabriel García Tassara. Entre ellos nace una relación que se basa en el amor, los celos, el orgullo, el temor. Tassara desea conquistarla para ser más que toda la corte de hombres que la asedian, pero tampoco quiere casarse con ella. Está enfadado por la arrogancia y la coquetería de Tula, escribe versos que nos hacen ver que le reprocha su egolatría, ligereza y frivolidad. Pero Avellaneda se rinde a ese hombre y poco después casi la destroza. Tula está embarazada y soltera, en un Madrid de mediados del siglo XIX, y en su amarga soledad y pesimismo viendo lo que se le viene encima escribe «Adiós a la lira», es una despedida de la poesía. Piensa que es su final como escritora. Pero no será así.
En 1845 obtuvo los dos primeros premios de la competencia poética organizada por el Liceo Artístico y Literario de Madrid, momento a partir del cual Gertrudis figuró entre los escritores de renombre de su época.
En abril de ese año tiene a su hija María, o Brenhilde, como la llama ella. Nace muy enferma y muere con siete meses de edad. Durante ese tiempo de desesperanza escribe de nuevo a Cepeda:
Envejecida a los treinta años, siento que me cabrá la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de absoluto fastidio no salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan insignificante para dar felicidad, y tan grande y tan fecundo para llenarse y verter amarguras.
Son escalofriantes las cartas escritas por Gertrudis a Tassara para pedirle que vea a su hija antes de que muera, para que la niña pueda sentir el calor de su padre antes de cerrar los ojos para siempre. Brenilde muere sin que su padre la conozca.
En 1846 se casó con don Pedro Sabater, su primer marido, pero al poco tiempo su esposo enfermó y viajó a París buscando curación, pero murió el 1 de agosto en Burdeos. Gertrudis se recluyó en el convento de Nuestra Señora de Loreto donde escribió Manual del cristiano (hay edición de Carmen Bravo-Villasante, 1975),2 que supuso el comienzo de una inclinación hacia la religión que se haría progresivamente más presente en su obra.1 Tras morir su primer esposo compuso dos elegías que se cuentan entre lo más destacado de su obra poética. Estos y los dos poemas titulados «A él» dan cuenta de sus experiencias personales, aunque habitualmente ella no utilizaba como materia directa de su producción lírica.1 Más tarde apareció una segunda edición aumentada de sus Poesías (Madrid, 1850).

Movida por el éxito de sus producciones y acogida tanto por la crítica literaria como por el público en 1854 presentó su candidatura a la Real Academia Española pero el sillón fue ocupado por un hombre.
Se casó nuevamente en 1856 con un político de gran influencia, don Domingo Verdugo. A raíz del fracaso de su comedia Los tres amores (marzo de 1858) motivado, entre otras causas, por un gato que fue arrojado a las tablas, incidente que su esposo achacó a un hombre apellidado «Ribera», quien por ello hirió de gravedad a Domingo Verdugo, viajó con su mujer a Cuba en 1859 con la esperanza de que el clima del Caribe le sanara.3 Tula, como era conocida afectuosamente por el pueblo, fue celebrada y agasajada por sus compatriotas. En una fiesta en el Liceo de la Habana fue proclamada poetisa nacional. Por seis meses dirigió una revista en la capital de la Isla, titulada Álbum cubano de lo bueno y lo bello (1860). En 1863 regresó a Madrid, tras pasar por Nueva York, Londres, París y Sevilla. A finales de ese año moría su esposo el coronel Verdugo, lo que acentuó su espiritualidad y entrega mística a una severa y espartana devoción religiosa. Murió en la capital andaluza el 1 de febrero de 1873 a los 58 años de edad. Sus restos reposan en el cementerio de San Fernando.4
Su poesía se ha comparado con la de Louise-Victorine Ackermann o la de Elizabeth Barrett Browning por su análisis de los estados emocionales derivados de la experiencia amorosa.1
Como se dijo, su poesía fue tratando cada vez más asuntos religiosos, especialmente a raíz de la muerte de Pedro Sabater y su enclaustramiento en Loreto. Esta temática procuraba dar respuesta a uno de los temas constantes de su trayectoria literaria: el vacío espiritual, y el anhelo insatisfecho, ya expresado en un poema anterior a su boda con Pedro Sabater:
Yo como vos para admirar nacida, / yo como vos para el amor creada, / por admirar y amar diera mi vida, / para admirar y amar no encuentro nada.
En este sentido destacan los poemas «Dedicación de la lira de Dios», «Soledad del alma» o «La cruz», cuya métrica incluye un acertado cambio del endecasílabo al eneasílabo. En poemas como «La noche de insomnio y el alba» y «Soledad del alma» introdujo también innovaciones en el metro que anuncian la experimentación en esta faceta que llevó a cabo el Modernismo. Así, en la obra de Avellaneda se encuentran versos de trece sílabas con cesura tras la cuarta; de quince y de dieciséis sílabas, poco frecuentes en la poesía en español. También utilizó un verso alejandrino (de catorce sílabas) cuyo primer hemistiquio es octosílabo y el segundo hexasílabo, o donde el primero es pentasílabo y el segundo eneasílabo.5
También cultivó los géneros narrativo y dramático. En España escribió una serie de novelas, la más famosa Sab (1841) que trata la temática indigenista y de amores no correspondidos. Dos mujeres supone una invectiva contra el matrimonio. Su tercera novela, Guatimozín, reúne una gran cantidad de erudición histórica y se sitúa en el México de la etapa de la conquista. En sus restantes obras narrativas, si bien carecen del vigor de las tres primeras, sigue presente la decidida crítica a la sociedad convencional.6
En cuanto al teatro, su obra ocupa un lugar importante en la escena española del periodo 1845-1855, cuando el drama romántico había decaído y aún no había surgido la alta comedia. Leoncia fue estrenada en Sevilla en 1840, tuvo una buena acogida7 y poseía cierta originalidad. Su primera obra estrenada en Madrid, en 1844, fue Munio Alfonso, ambientada en la corte de Alfonso VII de León y Berenguela de Barcelona,8 con una producción de dramas históricos que seguían la estela de Manuel José Quintana, y del que son muestras representativas El príncipe de Viana (1844) y Egilona (1846).6
Pero sus mayores éxitos en el teatro los obtuvo con dos dramas bíblicos: Saúl (1849) y, sobre todo, Baltasar (1858), considerada su obra cumbre en el ámbito dramático. Los dos muestran aspectos distintos del Romanticismo. Saúl representa la rebeldía, mientras que Baltasar escenifica el hastío vital, la melancolía del «mal del siglo» que será sentida en la segunda mital del siglo por los poetas simbolistas franceses y en el modernismo hispánico.9
Entre sus comedias, cabe destacar La hija de las flores (1852), alabada por su adecuada combinación de fuerza cómica y poesía.

Obras de la escritora
Poesías de la señorita Da. Gertrudis Gómez de Avellaneda, Est. Tip. Calle del Sordo No. 11, Madrid, 1841.
Sab, Imprenta de la Calle Barco No. 26, Madrid, 1841.
Dos mugeres (sic), Gabinete literario, Madrid, 1842-43.
La baronesa de Joux, La Prensa, La Habana, 1844.
Espatolino, La Prensa, La Habana, 1844.
El príncipe de Viana, Imp. de José Repullés, Madrid, 1844.
Egilona, Imp. de José Repullés, Madrid, 1845.
Guatimozin, último emperador de Méjico, Imp. de A. Espinosa, Madrid, 1846.
Saúl, Imp. de José Repullés, Madrid, 1849.
Dolores, Imp. de V.G. Torres, Madrid, 1851.
Flavio Recaredo, Imp. de José Repullés, Madrid, 1851.
El donativo del Diablo, Imp. a cargo de C. González, Madrid, 1852.
Errores del corazón, Imp. de José Repullés, Madrid, 1852.
La hija de las flores; o, Todos están locos, Imp. a cargo de C. González, Madrid, 1852.
La verdad vence apariencias, Imp. de José Repullés, Madrid, 1852.
Errores del corazón
La aventurera; Imp. a cargo de C. González, Madrid, 1853.
La mano de Dios, Imp. del Gobierno por S.M., Matanzas, 1853.
La hija del rey René, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1855.
Oráculos de Talía; o, Los duendes en palacio, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1855.
Simpatía y antipatía, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1855.
La flor del ángel (tradición guipuzcoana), A.M. Dávila, La Habana, 1857.
Baltasar, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1858.
Los tres amores, Imp. de José Rodríguez, Madrid, 1858.
El artista barquero; o, Los cuatro cinco de junio, El Iris, L Habana, 1861.
Catilina, Imprenta y Librería de Antonio Izquierdo, Sevilla, 1867.
Devocionario nuevo y completísimo en prosa y en verso, Imprenta y Librería de Antonio Izquierdo, Sevilla, 1867.
Obras literarias, Imp. y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1869-1871, 5t.
Leyendas, novelas y artículos literarios. Reimpresión de los tomos 4 y 5 de las Obras literarias, Imp. de Aribau, Madrid, 1877
Obras dramáticas, Reimpresión de los tomos 2 y 3 de las Obras literarias Imp. y estereotipia de M. Rivadeneyra, Madrid, 1877.
Poesías líricas, Reimpresión del tomo 1 de las Obras literarias, Librería de Leocadio López, Madrid, 1877.
La Avellaneda. Autobiografía y cartas de la ilustre poetisa, hasta ahora inéditas, con un prólogo y una necrología por D. Lorenzo Cruz de Fuentes, Imprenta de Miguel Mora, Huelva, 1907.
Cartas inéditas y documentos relativos a su vida en Cuba de 1839 a 1864, La pluma de oro, Matanzas, 1911.
Obras de la Avellaneda. (Edición del centenario)
Memorias inéditas de la Avellaneda, Imprenta de la Biblioteca Nacional, La Habana, 1914.
Obras de la Avellaneda. Edición del centenario, Imp. de Aurelio Miranda, La Habana, 1914.
Leoncia, Tipografía de la Revista de Archivos, Biblioteca y Museos, Madrid, 1917.
El aura blanca, Oficina del historiador de la Ciudad, Matanzas, 1959.
Teatro, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965









A Él


No existe lazo ya: todo está roto:
plúgole al cielo así: ¡bendito sea¡
Amargo cáliz con placer agoto:
mi alma reposa al fin: nada desea.


Te amé, no te amo ya: piénsolo al menos:
¡nunca, si fuere error, la verdad mire!
Que tantos años de amarguras llenos
trague el olvido: el corazón respire.


Lo has destrozado sin piedad: mi orgullo
una vez y otra vez pisaste insano...
Mas nunca el labio exhalará un murmullo
para acusar tu proceder tirano.


De graves faltas vengador terrible,
dócil llenaste tu misión: ¿lo ignoras?
No era tuyo el poder que irresistible
postró ante ti mis fuerzas vencedoras.


Quísolo Dios y fue: ¡ gloria a su nombre!
Todo se terminó, recobro aliento:
¡Ángel de las venganzas!, ya eres hombre...
ni amor ni miedo al contemplarte siento.


Cayó tu cetro, se embotó tu espada...
Mas, ¡ay!, cuán triste libertad respiro...
Hice un mundo de ti, que hoy se anonada
y en honda y vasta soledad me miro.


¡Vive dichoso tú! Si en algún día
ves este adiós que te dirijo eterno,
sabe que aún tienes en el alma mía
generoso perdón, cariño tierno.










Oración al Cristo del Calvario


En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.


¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?


¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?


Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.


Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Amén.










Deseo de venganza


¡Del huracán espíritu potente,
rudo como la pena que me agita!
¡Ven, con el tuyo mi furor excita!
¡Ven con tu aliento a enardecer mi mente!


¡Que zumbe el rayo y con fragor reviente,
mientras -cual a hoja seca o flor marchita-
tu fuerte soplo al roble precipita.
roto y deshecho al bramador torrente!


Del alma que te invoca y acompaña,
envidiando tu fuerza destructora,
lanza a la par la confusión extraña.


¡Ven... al dolor que insano la devora
haz suceder tu poderosa saña,
y el llanto seca que cobarde llora!










Mi mal


En vano ansiosa tu amistad procura
adivinar el mal que me atormenta;
en vano, amigo, conmovida intenta
revelarlo mi voz a tu ternura.


Puede explicarse el ansia, la locura
con que el amor sus fuegos alimenta...
Puede el dolor, la saña más violenta,
exhalar por el labio su amargura..


Mas de decir mi malestar profundo,
no halla mi voz, mi pensamiento, medio,
y al indagar su origen me confundo:


pero es un mal terrible, sin remedio,
que hace odiosa la vida, odioso el mundo,
que seca el corazón...¡En fin, es tedio!












Contemplación


Tiñe ya el Sol extraños horizontes;
el aura vaga en la arboleda umbría;
y piérdese en la sombra de los montes
la tibia luz del moribundo día.


Reina en el campo plácido sosiego,
se alza la niebla del callado río,
y a dar al prado fecundante riego,
cae, convertida en límpido rocío.


Es la hora grata de feliz reposo,
fiel precursora de la noche grave...
torna al hogar el labrador gozoso,
el ganado, al redil, al nido el ave.


Es la hora melancólica, indecisa,
en que pueblan los sueños los espacios,
y en los aires -con soplos de la brisa-
levantan sus fantásticos palacios.


En Occidente el Héspero aparece,
salpican perlas su zafíreo asiento
y -en tanto que apacible resplandece-
no sé qué halago al contemplarlo siento.


¡Lucero del amor! ¡Rayo argentado!
¡Claridad misteriosa! ¿Qué me quieres?
¿Tal vez un bello espíritu, encargado
de recoger nuestros suspiros, eres?...


¿De los recuerdos la dulzura triste
vienes a dar al alma por consuelo,
o la esperanza con su luz te viste
para engañar nuestro incesante anhelo?


¡Oh, tarde melancólica!, yo te amo
y a tus visiones lánguida me entrego...
Tu leda calma y tu frescor reclamo
para templar del corazón el fuego.


Quiero, apartada del bullicio loco,
respirar tus aromas halagüeños,
a par que en grata soledad evoco
las ilusiones de pasados sueños.


¡Oh! si animase el soplo omnipotente
estos que vagan húmedos vapores,
término dando a mi anhelar ferviente,
con objeto inmortal a mis amores...


¡Y tú, sin nombre en la terrestre vida,
bien ideal, objeto de mis votos,
que prometes al alma enardecida
goces divinos, para el mundo ignotos!


¿Me escuchas? ¿Dónde estás? ¿Por qué no puedo
-libre de la materia que me oprime-
a ti llegar, y aletargada quedo,
y opresa el alma en sus cadenas gime?


¡Cómo volara hendiendo las esferas
si aquí rompiese mis estrechos nudos,
cual esas nubes cándidas, ligeras,
del éter puro en los espacios mudos!


Mas ¿dónde vais? ¿Cuál es vuestro camino,
viajeras del celeste firmamento?...
¡Ah! ¡lo ignoráis!..., seguís vuestro destino
y al vario impulso obedecéis del viento.


¿Por qué yo, en tanto, con afán insano
quiero indagar la suerte que me espera?
¿Por qué del porvenir el alto arcano
mi mente ansiosa comprender quisiera?


Paternal Providencia puso el velo
que nuestra mente a descorrer no alcanza,
pero que le permite alzar el vuelo
por la inmensa región de la esperanza.


El crepúsculo huyó; las rojas huellas
borra la luna en su esmaltado coche,
y un silencioso ejército de estrellas
sale a guardar el trono de la noche.


A ti te amo también, noche sombría;
amo tu luna tibia y misteriosa,
más que a la luz con que comienza el día,
tiñendo el cielo de amaranto y rosa.


Cuando en tu grave soledad respiro,
cuando en el seno de tu paz profunda
tus luminares pálidos admiro,
un religioso afecto el alma inunda:


¡Que si el poder de Dios, y su hermosura,
revela el Sol en su fecunda llama,
de tu solemne calma la dulzura
su amor anuncia y su bondad proclama!












Suplicio de amor


¡Feliz quien junto a ti por ti suspira,
quien oye el eco de tu voz sonora,
quien el halago de tu risa adora
y el blando aroma de tu aliento aspira!


Ventura tanta, que envidioso admira
el querubín que en el empíreo mora,
el alma turba, el corazón devora,
y el torpe acento, al expresarla, expira.


Ante mis ojos desaparece el mundo
y por mis venas circular ligero
el fuego siento del amor profundo.


Trémula, en vano resistirte quiero.
De ardiente llanto mi mejilla inundo.
¡Delirio, gozo, te bendigo y muero!














Amor y orgullo


Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
y nobles vates, de mentidas diosas
prodigábanme nombres;
mas yo, altanera, con orgullo vano,
cual águila real a vil gusano,
contemplaba a los hombres.


Mi pensamiento -en temerario vuelo-
ardiente osaba demandar al cielo
objeto a mis amores,
y si a la tierra con desdén volvía
triste mirada, mi soberbia impía
marchitaba sus flores.


Tal vez por un momento caprichosa
entre ellas revolé, cual mariposa,
sin fijarme en ninguna;
pues de místico bien siempre anhelante,
clamaba en vano, como tierno infante
quiere abrazar la luna.


Hoy, despeñada de la excelsa cumbre
do osé mirar del sol la ardiente lumbre
que fascinó mis ojos,
cual hoja seca al raudo torbellino,
cedo al poder del áspero destino...
¡Me entrego a sus antojos!


Cobarde corazón, que el nudo estrecho
gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
trocando ya tu indómita fiereza,
de libertad te priva?


¡Mísero esclavo de tirano dueño,
tu gloria fue cual mentiroso sueño,
que con las sombras huye!
Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas
de necia vanidad, débiles plantas
que el aquilón destruye?


En hora infausta a mi feliz reposo,
¿no dijiste, soberbio y orgulloso:
-¿Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
mudar de rumbo al céfiro ligero
y arder al mármol frío!


¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas... ¡cuán en vano
te advirtió tu locura!...
¡Tú mismo te forjaste la cadena,
que a servidumbre eterna te condena,
y a duelo y amargura!


Los lazos caprichosos que otros días
-por pasatiempo- a tu placer tejías,
fueron de seda y oro;
los que ahora rinden tu valor primero,
son eslabones de pesado acero,
templados con tu lloro.


¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado
de inmenso orgullo y presunción hinchado,
de víboras nutrido?
Tú, -que anhelabas tan sublime objeto-
¿cómo al capricho de un mortal sujeto
te arrastras abatido?


¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
que por flores tomé duros abrojos,
y por oro la arcilla?...
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
y mis amantes, ay, tal vez se engríen
del yugo que me humilla!


¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde
quieres ver en mi frente
el sello del amor que te devora?...
¡Ah!, Velo, pues, y búrlese en buen hora
de mi baldón la gente.


¡Salga del pecho -requemando el labio-
el caro nombre de mi orgullo agravio,
de mi dolor sustento!...
¿Escrito no le ves en las estrellas
y en la luna apacible que con ellas
alumbra el firmamento?


¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia -en gemidor arrullo-
la tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
halaga con pausado movimiento
en esa selva hojosa?
De aquella fuente entre las claras linfas,
¿no le articulan invisibles ninfas
con eco lisonjero...?
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
si aún el silencio tiene voz, que aclama
ese nombre que quiero...?


Nombre que un alma lleva por despojo;
nombre que excita con placer enojo,
y con ira ternura;
nombre más dulce que el primer cariño
de joven madre al inocente niño,
copia de su hermosura;


y más amargo que el adiós postrero
que al suelo damos, donde el sol primero
alumbró nuestra vida,
nombre que halaga y halagando mata;
nombre que hiere -como sierpe ingrata-
al pecho que le anida.


¡No, no lo envíes, corazón, al labio!
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
trémulas hojas, tórtola doliente,
como calla mi lengua!












Al partir


¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.


¡Voy a partir!... La chusma diligente,
para arrancarme del nativo suelo
Ias velas iza, y pronta a su desvelo
la brisa acude de tu zona ardiente.


¡Adiós!, ¡patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
tu dulce nombre halagará mi oído!


¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...
¡El anda se alza... El buque, estremecido,
Ias olas corta y silencioso vuela!












Al Árbol de Guernica


Tus cuerdas de oro en vibración sonora
vuelve a agitar, ¡oh lira!,
que en este ambiente, que aromado gira,
su inercia sacudiendo abrumadora
la mente creadora,
de nuevo el fuego de entusiasmo aspira.


¡Me hallo en Guernica! Ese árbol que contemplo,
padrón es de alta gloria...
de un pueblo ilustre interesante historia...,
de augusta libertad sencillo templo,
que —al mundo dando ejemplo—
del patrio amor consagra la memoria.


Piérdese en noche de los tiempos densa
su origen venerable;
mas ¿qué siglo evocar que no nos hable
de hechos ligados a su vida inmensa,
que en sí sola condensa
la de una raza antigua e indomable?...


Se transforman doquier las sociedades;
pasan generaciones;
caducan leyes; húndense naciones...
y el árbol de las vascas libertades
a futuras edades
trasmite fiel sus santas tradiciones.


Siempre inmutables son, bajo este cielo,
costumbres, ley, idioma...
¡Las invencibles águilas de Roma
aquí abatieron su atrevido vuelo,
y aquí luctuoso velo
cubrió la media luna de Mahoma!


Nunca abrigaron mercenarias greyes
las ramas seculares,
que a Vizcaya cobijan tutelares;
y a cuya sombra poderosos reyes
democráticas leyes
juraban ante jueces populares.


¡Salve, roble inmortal! Cuando te nombra
respetuoso mi acento,
y en ti se fija ufano el pensamiento,
me parece crecer bajo tu sombra,
y en tu florida alfombra
con lícita altivez la planta asiento.


¡Salve! ¡La humana dignidad se encumbra
en esta tierra noble
que tú proteges, perdurable roble,
que el sol sereno de Vizcaya alumbra,
y do el Cosnoaga inmoble
llega a tus pies en colosal penumbra!


¿En dónde hallar un corazón tan frío,
que a tu aspecto no lata,
sintiendo que se enciende y se dilata?
¿Quién de tu nombre ignora el poderío,
o en su desdén impío,
tu vejez santa con amor no acata?


Allá desde el retiro silencioso
donde del hombre huía
—al par que sus derechos defendía—,
del de Ginebra pensador fogoso,
con vuelo poderoso,
llegaba a ti la inquieta fantasía;


y arrebatado en entusiasmo ardiente
—pues nunca helarlo pudo
de injusta suerte el ímpetu sañudo—,
postró a tu austera majestad la frente
y en página elocuente
supo dejarte un inmortal saludo.


La Convención Francesa, de su seno
ve a un tribuno afamado,
levantarse de súbito, inspirado,
a bendecirte, de emociones lleno...
Y del aplauso al trueno
retiembla al punto el artesón dorado.


Lo antigua que es la libertad proclamas...
—¡Tú eres su monumento!—
Por eso cuando agita raudo viento
la secular belleza de tus ramas,
pienso que en mí derramas
de aquel genio divino el ígneo aliento.


Cual signo suyo mi alma te venera,
y cuando aquí me humillo
de tu vejez ante el eterno brillo,
recuerdo, roble augusto, que doquiera
que el numen sacro impera,
un árbol es su símbolo sencillo.


Mas, ¡ah, silencio!... El sol desaparece
tras la cumbre vecina,
que va envolviendo pálida neblina...
se enluta el cielo..., el aire se adormece...
tu sombra crece y crece...
¡Y sola aquí tu majestad domina!



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