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miércoles, 25 de enero de 2012

5852.- RODOLFO USIGLI

Rodolfo Usigli Hijo de padre italiano y madre austrohúngara, (Ciudad de México, 17 de noviembre de 1905 - ibíd., 18 de junio de 1979) poeta, dramaturgo, escritor y diplomático mexicano. Es considerado el padre del teatro mexicano moderno. Este dramaturgo hizo de su vida una cruzada por un teatro verdaderamente nacional, y escribió obras surgidas de la realidad mexicana.
Entre sus obras teatrales destacan El Gesticulador escrita en 1938, en la cual hace una concienzuda crítica al régimen revolucionario mexicano de ese tiempo, debido a la cual fue censurada por el gobierno. Así como los dramas Corona de Sombra escrita en 1943, en que destaca la figura de Carlota de Bélgica, quien fuera nombrada emperatriz de México con la cual inaugura el teatro que lleva su nombre en Monterrey Nuevo León, en (1959), obra a la que el propio Usigli denominó antihistórica; Corona de Fuego, en 1960 y Corona de Luz en 1964, esta última, versa sobre la virgen de Guadalupe y su influencia en la cultura nacional mexicana.
En cuanto a sus obras poéticas sobresale Conversación desesperada.
Estuvo en contacto con grandes figuras literarias de su tiempo, como José Vasconcelos y Alfonso Reyes. Fungió como Embajador de México en Líbano de 1956 a 1963 y de México en Noruega de 1963 a 1970. Asimismo, por un par de años a principios de la década de los cuarenta estuvo encargado de los Asuntos Culturales en la Embajada de México en París. En 1972, Usigli recibió el Premio Nacional de Letras.











Si quiero por las estrellas
saber, tiempo, dónde estás,
miro que con ellas vas
pero no vuelves con ellas.
¿Adónde imprimes tus huellas
que con tu curso no doy?
Mas ¡ay! que engañado esto,
que giras, corres y ruedas:
tú eres tiempo, el que te quedas,
y yo soy el que me voy.








Sangre, corres por mis venas,
y piel, en la mía pones
misteriosas sensaciones,
y voz, en mi voz resuenas.
El hueco de que me llenas,
el vértigo a que me lanzas,
los miedos, las esperanzas
en que eres yo sin ser mía,
con la angustia y la alegría
en que yo muero y tú danzas.












¿Cómo eslabonas, vida, con la muerte?
¿Cómo decides el final destino
del que siguió tu acerbo desatino,
del niño que te cortejó sin suerte?


¿Qué le das cuando todo ya le advierte
que ha llegado a un crucero del camino,
que no puede ir atrás, que ningún vino
le valdrá la ganancia de perderte?


Vida, muerte, ¿qué importa? Las gemelas
se incrustan en la carne igual que puntas
lanzadas por un arco, paralelas.


Si vives lo que mueres, ¿qué te apuntas?
Si mueres lo que vives, ¿por qué celas?
Marchan ciegas las dos, sordas y juntas.












Poema de los treinta años


Palabras
para cubrir mis palabras.
Palabras. Dadme palabras de oro y de cristal y de roca y de tiempo
para cubrir mis palabras muertas, silenciosas desde hace un año.
Flores para mi juventud, palabras rosas para hacerle una corona,
Rosas cortadas en el jardín del silencio.


Hoy cumplí treinta años pero nadie lo sabe en esta ciudad.
Sólo yo y mi sangre. Ni la lluvia ni el silbo del cierzo
que se columpia pesadamente en los cables desde esta mañana.
en este suelo sin sabor de tierra,
asfalto mojado
sin olor y sin vida.
Ni las mujeres que recuerdo –ni las mujeres a quienes no he
olvidado
todavía;
Ni xv, que juega conmigo al amargo juego de la ausencia.
Nadie lo sabe y hoy cumplí treinta años.


Era yo más viejo a los veinte,
cuando llevaba en los hombros las vidas ajenas de mis lecturas
y creía vivirlas
y era la boca de ganso de los novelistas y de los poetas
y era una pequeña luz en el fondo de la claridad suya
que me atribuía y que me pesaba.
¡Era yo tan viejo a los veinte años!
Impersonador gratuito,
al entrar en el consultorio de un médico
parecía yo mejor el médico que el enfermo,
y en las oficinas en que recibía órdenes
con una frente de príncipe de comedia,
mejor el jefe que el empleado
y en mi oración más secreta
mejor el dios que el prosternado suplicante.
Pero era lo divino de la oración más bien que sacrilegio.
Extraño y pueril y oscuro y doloroso todo.


Hoy cumplí treinta años
y no he cambiado aún de curso
y no me he crucificado siquiera en la poesía
para siempre.
Treinta años esperando el conocimiento
y sólo he aprendido a conocer las formas de las nubes
en el cielo de México.
Y estoy solo y a oscuras en mí mismo.
La claridad se ha hecho más grande afuera
pero no encuentro ya esa pequeña luz que era yo.


Vino de la soledad, vino del que no puedo ver vacío mi vaso,
vino que extrae de no sé dónde, en garrafas transparentes hasta
ser invisibles,
una mano sin cuerpo y sin cara,
que me sirve cada minuto más.
Y sobre mí, a lo lejos, arriba, luces
que se meten por los ojos cansados,
que penetran como pequeños cuchillos
en mi carne y devastan mi corazón
con sus reflejos.
La influencia astral de las mujeres,
Fatídica, lejana, imponderable,
cargada de sentido y de signos,
¿qué podrá llevarse ahora de mí?
Quizá me siento joven porque nada poseo ya.


Nada tan puro, tan maravilloso
Como los diamantes que di a tallar a joyeros torpes
–amigos deshabitados de la amistad,
mujeres en viaje, amores no nacidos.
Las cartas sin objeto y sin respuesta y el tedio
Siempre de pie, de piedra. Y la duda,
el árbol seco de la duda como éstos de New Haven sin hojas en el invierno.
Pero el mar en mi sangre,
subterráneo, submarino, sumergido y oscuro;
el deseo que deshace sus cabellos y alza
sus manos en alargados gritos,
preso entre mis cuatro paredes
cuando quisiera correr los campos y danzar como una joven luz.
¡Que no me desgarren! ¡Que no me desborden!
¡Que no se abran paso destruyendo mis tejidos,
rasgando los duros muros de piel que los circuyen,
explotando mi cabeza en un haz de luces,
viviéndome, viviéndome!
Y los días que esperan, encadenándose unos a otros,
mis prisiones, mis cadenas de tiempo
que arrastro dondequiera y hago sonar
cada vez que mis manos se levantan,
cada vez que mis ojos me buscan en lo alto
o en lo bajo.


Treinta años ya,
Y el misterio de la luz es siempre nuevo en mí:
no sé cómo se abre su pequeña puerta ni he podido romperla.
Y me entra de pronto la angustia de los cigarrillos consumidos,
de las puertas ajenas, cerradas por dentro,
y de las propias mías, cerradas por fuera.
La angustia de las risas de los niños
que juegan en mi cabeza,
entre el lodo de las ambiciones y las cenizas de los sueños
y las formas de los estériles cuerpos poseídos,
cuerpos idos.
La angustia de no recibir nada
que cede ante la angustia más grande de no darme.
De no darme al viento que pasa
ni a la casa que se queda.


Hoy cumplí treinta años.
Y mis sueños y mis recuerdos sin libros
Que los libren de mí –
Y mi cuerpo sin frutos,
Y este cierzo que no es mexicano, que no es mío ni para mí
Y que recibo en la cara
–como dice XV–
como una máscara de hielo,
como otra máscara, más cara
porque la pago con la falsa muerte de la ausencia.




Treinta años,
treinta heridas en mi cuerpo
y todavía no he podido desangrarme
definitivamente en un poema.


Dadme palabras
Para cubrir mis palabras–
Las palabras secretas de un amor,
Las palabras estrellas de un niño
O el silencio. Todo el silencio.
Para cubrir las palabras
de mis treinta años.







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