Robin Myers. (Nueva York, 1987) Poeta norteamericana y traductora al inglés. Entre sus últimas traducciones se encuentran la obra de Luis Cernuda y de Gonzalo Rojas.
La metafísica de Pedro el heladero
Según lo veo yo, el cielo es otro mundo, nada más,
y yo no soy de ahí.
Vi un programa en la tele acerca de los peces de las profundidades,
que viven tan profundo que casi no son peces, sino apenas
pinchos y lamparitas que relumbran en un lugar extraño.
Nosotros no podemos bajar tanto, excepto en una máquina.
De intentar respirar, nos ahogaría el agua,
y nos aplastaría la oscuridad. Mientras que aquellos peces
se la pasan nadando por ahí, con sus luces intermitentes y
[sus dientecitos,
comiendo lo que sea que ellos comen,
todas nuestras palabras y los planes que hacemos no nos sirven
[de nada;
y todas esas sombras y las cosas que brillan,
junto con la comida invisible de los peces,
tienen bastante más sentido que nosotros.
¿Por qué sería diferente el cielo?
Otro país por el que para entrar tenemos que morir,
y donde ya no importan la tierra ni la sangre ni los huesos,
y hay que aprender a parecerse al aire
después de caminar por tantos años.
Cuando a la noche prendo una vela al costado de mi cama,
eso es lo más que llego a parecerme
a los peces de las profundidades.
Se me voló el sombrero un día de viento;
quizá eso se parezca un poquito a volar
o a tener un espíritu o a ser uno. Jamás volví a encontrarlo.
Quizá llegue a algún lado antes que yo,
quizá me quede donde estoy sin él. ~
2.12
Todo se está tensando sobre su eje... (Robin Myers)
Todo se está tensando sobre su eje,
el denso mundo tira en direcciones imprevistas.
Los retoños de árboles se cimbran con el viento,
sacuden las raíces,
y luego vuelven a agacharse.
Los racimos de bayas y los limones cuelgan,
firmes y jóvenes, y aprenden
a convertirse en una carga, manchados por el agua
que hace que también
aprendan a cargar,
la extrañeza de hallarse suspendidos,
de llevar algo más que sus pequeños cuerpos
en el aire.
Todo se extiende, todo
soporta un peso. Los tallos de los tomates
sucumben ante el aspersor,
derribados por lo que los mantiene vivos.
Tu propia espalda, que no podés ver,
como el árbol no ve sus propias raíces,
se cansa de la gravedad,
la misma que tolera los tendones,
y deja que se asienten en la silla,
la segunda columna vertebral que te enseña sus fines.
Todo desea, todo se coloca
en posición de recibir.
En el jardín, se forman las hormigas
en el borde de un plato hondo, para beber.
Son bien visibles, pero tan pequeñas, que nunca nos ponemos
a buscarlas, y menos a imaginar que puedan tener sed,
y todavía menos que puedan saciarse.
Nada se sacia. Todo espera,
algunas cosas más pacientemente
que otras. En la calle, por ejemplo,
en el puesto de frutas que está abierto hasta tarde,
los melones están tan llenos como lunas,
las uvas resplandecen, las naranjas,
como si las hubieran detenido en su órbita,
siguen muy vivas, con las lamparitas
que las alumbran desde atrás,
mientras la oscuridad se cierne afuera.
Ellas tienen sus hábitos.
No son como las flores, que se cierran con el sol;
se aferran cada una a su color como si contuvieran el aliento,
Todas las cosas temen. Todo elige,
guarda, excluye, se aleja
del centro derretido.
Los cuerpos como el tuyo están
cambiando en todos lados la forma de las cosas,
torturan a alguien que no reconoce más
a sus hijas, extraen petróleo del océano
en tazas, les disparan a los barcos,
en la arena abren cráteres, dejan una infinita
estela rencorosa de bolsitas de plástico
que heredará la tierra, y llenan las noticias
de pronombres y fósforo blanco. Vos que quedás
al margen, como todo lo demás, que vivís
en un lugar igual de luminoso o condenado
que todos los demás, y con las piedras para demostrarlo,
caminás por la calle y te salpican
con barro el dobladillo del pantalón, y eso
es todo: estás lo suficientemente cerca del horror
para sentirte horrorizada, y eso
es todo, vos, tu piel permeable,
tu dieta de disgustos y, de vez en cuando,
un cigarrillo, y tu deseo:
vos hacés el amor últimamente
con mayor insistencia y más coraje,
el egoísmo es algo que tenés que aprender,
lo mismo que el coraje; vos cogés, entonces,
de manera egoísta, necesaria,
mientras el eje hace que sigas dando vueltas,
como sobre el espiedo de tu preferencia,
y, lejos, más allá de vos,
estallan unos fuegos artificiales, y se precipitan, luego,
cegados, a la tierra.
Los hicimos nosotros, por supuesto; por supuesto nosotros los hicimos
a nuestra semejanza, ruidosos y fervientes,
y empiezan a quejarse no bien la luz se va y se acaba la gloria,
y luego se repiten de inmediato.
Todas las cosas, todas las personas
son narcisistas amorosamente:
reclaman la importancia de los fuegos artificiales o del sexo,
y exigen que la misma
ventana los contenga con su marco.
Todo es inocente, todo está ofendido
por el silencio y por la dignidad de estar, una vez más,
desnudo, como carne palpitante
en sábanas raídas;
y luego la resignación de levantarse y de volver a incorporarse
al mundo vertical.
No vivís sola pero a veces estás sola.
Vivís cerca del centro.
Para llegar ahí, la gente espera
esos pequeños taxis blancos en la esquina.
En el camino, los olivos
no se tropiezan sobre sus laderas,
porque la tierra ha sido nivelada en terrazas
a fin de protegerlos y permitir que crezcan.
Los taxis son veloces,
Y los postes de luz, apenas sugerencias;
el viento es despiadado con tu pelo.
Nada es seguro, ¿pero
no hay otra cosa que te dé seguridad,
si no su misma falta? ¿La forma en que los taxis
esperan a llenarse con cuatro pasajeros
hasta que pesa en ellos
suficiente deseo de partir?
¿La forma en que el camino se va hundiendo en el valle,
así como las ruedas en la ruta,
y el viento canta por la ventanilla,
aun en días de calma? ¿O la certeza
que nos ofrecen dos puntos acá y allá,
una delgada línea sobre la que dan vueltas nuestros otros gestos,
regresemos o no?
¿Aquellas pérdidas elásticas y aquellos movimientos
que nos mantienen encerrados,
pero encerrados en el movimiento?
¿Que son las cosas que nos hacen libres?
La conversión de Magdaleno
Dios me ama. Pero no siempre fue así.
Cuando era joven, antes
de que se me empezaran a caer
una tras otra las extremidades
como hongos desprendiéndose de un árbol,
me odiaba tanto que ni siquiera existía.
Él no era nada, no estaba en ningún lado;
yo mismo no era ni siquiera eso.
Les chupaba la sangre a las mujeres,
envenenaba hombres, bebía los licores de la tierra.
Si Dios hubiera sido la tierra, me lo habría
bebido a él también.
Después vino la peste.
La carne, una corteza que se iba desprendiendo;
ya no sentía las extremidades.
La piel, como los restos de un incendio,
que hasta la propias llamas rechazaron.
Todo me rechazaba. Así, cuando yo mismo
me convencí de no desear ya nada,
acostado en el suelo boca abajo,
mientras me atragantaba de polvo,
Dios me habló desde la nada, y dijo:
“Ahora veo
que hay algo que
querés”.
Dios no era nada, pero yo lo había escuchado.
No era nada, e igual creía en él.
Si bien tenía las piernas chamuscadas,
me paré como pude.
Yo podría haber muerto
y él quiso que viviera.
Cuando hasta Dios no es nada, y nada, pero nada
te quiere, de algún modo
vos vivís.
Yo vivo acá sentado. Vivo elevando rezos
como rayos que estallan
en la tierra,
porque ahora mi cuerpo es como un árbol
quemado por un rayo.
Me ama. Cuando uno no ama nada,
y vive aun así,
eso es amor.
Magdaleno en movimiento
A pesar de que tiene solamente una pierna,
un brazo que termina en la mitad
de aquello que promete y una mano
cuya ambición se quedó trunca en los nudillos,
casi nunca está quieto: usando de muletas
los codos, se levanta de su silla;
y alzando todo el peso de su torso
sube cada escalón de una escalera
y se vuelve a sentar. Así, debe elevarse antes
de posarse otra vez: a fin de cuentas
es obediente de la gravedad, aunque le cause sufrimiento. Come.
Agarra el vaso entre el brazo inconcluso
y la mano que ahora es un puño para siempre,
y limpia el plato con el pan. Su boca
es inquieta y severa. Se abre. Aguarda.
Yo antes solía pensar que el cuerpo no podía
sino ser un vehículo para su movimiento, o viceversa.
Me parecía que esta indistinción no era solamente lo que pone
en movimiento la muñeca de la bailarina
como una cinta sobre su cabeza,
sino lo que nos hace creer que esto es así.
Y sin embargo, Magdaleno sabe que somos gesto y nunca gracia,
sino función. Se quita el sombrero y se seca el sudor valiéndose
del miembro que ha improvisado con lo que ya no lo es,
los músculos tirantes más a fuerza de empeño que de músculo,
con la insistencia de la utilidad que las cosas debieran de tener–
y tienen, en efecto: con sus manos sin manos,
que siguen a la búsqueda de algo, empujando, agarrando,
romas sus puntas por la fuerza misma
de su propia intención.
Luz
“Yo creo que al final es todo luz; creo que es aire”
(Larry Levis)
Yo creo que al final es todo luz. Pero no, finalmente,
porque sea algo hermoso o temporario, ni siquiera solemne.
Una vez, con un hombre del que estaba enamorada,
fuimos al bosque a caminar y de repente se largó a llover.
No estaba en nuestros planes. Pero a él le encantó;
es que era de Wyoming,
y estaba acostumbrado a amar aquellas cosas que el mundo
ecidía que él podía manejar sin previo aviso.
Sacudía los árboles la lluvia. Convertía el sendero en un riachuelo,
levantaba la tierra,
y a mí me parecía que jamás volvería a estar seca.
Pero cuando llegamos hasta un risco
y miramos abajo, en dirección al valle, vimos que el sol se abría
paso a través de las nubes
que antes lo ocultaban: súbitamente, la tormenta
era una tormenta de luz.
Se tiñó todo el valle de un naranja profundo,
los árboles brillaban doblemente:
antes por el otoño, ahora por el sol. El hombre
contemplaba, asombrado, el barro reluciente ante nosotros.
Yo creo que al final es todo luz, pero no porque cambie lo que toca.
Yo creo que él creía que estar ahí
nos convertía a ambos en parte del paisaje –y me tocó la cara,
donde tenía lluvia todavía, y quizá algo de luz-; y también
me parece que creía
que de algún modo éramos responsables, en el sentido, al menos,
de que siempre
lo somos de las cosas que decidimos ver. Yo creo que al final
es todo luz,
no, sin embargo, porque nos bendiga o nos borre: sentí, al bajar
por la ladera, una especie de incómoda ternura por el cuerpo
que tenía a mi lado, este hombre cuya mano había tocado mi piel,
como si de verdad todo esto se tratara de su mano y mi piel;
cuyo amor por el mundo
siempre será más fuerte cuando posa sus ojos sobre él y mira
cómo el sol resalta todo aquello que él sabe verdadero.
Pasamos por al lado de un arroyo
salpicado por esquirlas de luz, como si fueran peces.
Vimos la luz filtrarse por el aire. Y así vimos el aire.
Yo pienso que al final es todo luz, pero tan sólo
porque no guarda relación alguna con nosotros, no nos puede
ayudar, tan sólo iluminarnos, de la misma manera en que ilumina
una fila de árboles,
una ruta desierta, sábanas arrugadas al amanecer tras la partida
del amante.
Pienso que todo es luz, porque nos encendemos
y después nos apagamos,
luego nos encendemos otra vez, le demos importancia
o no a ese hecho. Porque no. No podemos.
Lo demás
¿De qué se trata en realidad, esta necesidad de compararlo todo,
de hacer que cada cosa se parezca a otra cosa, de abrirse
paso a fuerza de metáforas]
hacia un tipo de calma que no sea parecida a un andamio
construido alrededor del aire, sino concretamente eso?]
Me senté en una iglesia en Masaya, Nicaragua, mientras caía
la tarde,
elegí el banco por la forma en que la luz bañaba el suelo,
filtrándose a través]
de los vitrales con reflejos rojos.
Pensaba, al observarla, que esa luz se parecía un poco
a una mancha de sangre]
que se fuera extendiendo sobre algo blando y luego se la dejara al sol;
quizá se pareciera más]
al agua de sandía derramada sobre sábanas blancas. Pero al final,
honestamente, se parecía más a una luz roja reflejada en el suelo
de una iglesia en Masaya, Nicaragua,]
mientras caía la tarde. Y te pido perdón por apartar esa luz
de sí misma,]
por anunciarte que esta noche la luna es más delgada
que una moneda sumergida en agua,]
por decirte que cuando te reís te parecés a un fósforo al momento
de encenderse.]
Yo, si pudiera, viviría de un fogonazo cegador a otro,
si aquello no entrañara alguna forma de desesperación,
un debilitamiento de la fe, si es que puedo tomar prestada
esa metáfora; un desarmarnos a nosotros mismos
como un rompecabezas,]
junto con cada vínculo que establecemos y pedimos;
la plenitud, sin duda,]
es algo secundario y más penoso. Puesto que cada vez que respiramos
es en verdad igual a la vez anterior; caso contrario, tengo que creer
que eso que se transmite, se comparte, o al menos se recuerda,
es hacia dónde va esa respiración,]
por qué sucede, por qué la necesito; es todo, todo lo demás.
Mezcolanzas
La casa siempre es una casa nueva,
y el idioma no es casi nunca el mío.
Incluso cuando me decido a hablar,
aún no estoy preparada.
*
Tus frutas
y tus piedras,
las piedras de tus frutas,
tus bosques arruinados,
los bosques de tu ruina––
y tu desolación,
tus caballos escuálidos,
tu viento,
tus ventanas,
tus encurtidos,
tus frutillas improbables,
tus láminas de pan––
tus nudillos sangrantes
tus fuentes agotadas,
tus montañas modestas,
tus llantas arrumbadas,
lo que quedó de tu paciencia,
tu dolor y su tráfico––
*
Me hallo en buena salud.
Me hallo en camino.
Me hallo impaciente.
Me hallo en una ciudad que todo el tiempo arrasan hasta los cimientos.
Me hallo en el baño del subsuelo de un shopping center con paneles de vidrio.
Me hallo incapaz de soportar hasta la idea de olvidar
cómo pasás tus manos sobre toda mi cara,
cómo con toda la piel de tus manos
tocás toda la piel de mi cara, como si fuera aire.
Me hallo privada de mi idioma, acá.
Me hallo molesta por el desnivel de la vereda
entre aquello que hacemos y lo que no.
Y dónde.
Y cómo tropezamos por ahí.
¿Y dónde estás?
¿En cuál estás de todos los absurdos innumerables de la intimidad,
con los que me refiero a la geografía,
a la memoria y a los aeropuertos
y al aire?
*
Las colinas desnudas
forman un arco, exhalan hacia donde
van las rutas––
el cielo quiere que
se acerquen, pero
no les permite entrar.
Las rutas son delgadas,
tensos recordatorios, arañazos
de uñas sobre la piel,
que parecen decir: “Más adelante
seguirás recordando
lo que te hice”.
*
¿Quién sos, que te chupás la sal de los dedos en casa del vecino?
¿Quién sos vos, que dormís mientras se escuchan tiros?
¿Quién sos vos, que se niega a traducir lo que escribís sobre mi espalda?
¿Quién sos vos, que llorás al insultar al policía?
¿Quién sos vos, que dejás que me levante de la mesa mientras el arroz sigue en la olla
al fuego, entre nosotros?
*
Tus escobas,
tu lavandina,
tus techos testarudos,
tus gatos y sus gritos,
el brusco volantazo de tu amabilidad,
tu desdén generoso–
tus bufandas,
tu sudor,
los eternos atajos empolvados de tu arrepentimiento––
tus tormentas de arena de deseo,
tus incendios cansinos,
tus caños de metal,
tus higos inflamados,
tus ojos rojos,
tu insistencia en ser el primero en marcharse
o el último en quedarse––
tus puertas oxidadas,
tus masas hojaldradas,
tu risa,
el cigarrillo sin filtro de tu fe––
tus funerales a la medianoche,
tus camiones furiosos,
tu furia,
tu respiración cuando dormís,
tus máscaras,
tu lujuria––
*
De pronto, nos hallamos en la cama, después de haber estado a punto de hacer algo diferente, como ir al lavadero. Pronto me hallo al borde de un precipicio a gran altura, pensando estremecida cómo será llegar al fondo ––me hallo ya casi destrozada al momento del impacto, el golpe ya se siente como un golpe, el dolor ya es dolor y la alegría, alegría––; y, temblando en las puntas de los pies de mi respiración, me hallo llorando, mi cara cerca de la tuya; tu cara de repente se parece a la mía, sólo en su desconcierto, rogándote, casi exigiéndote: “¿Cómo hago para estar donde estás vos?”.
*
La casa siempre es una casa nueva,
y las cortinas aún no están colgadas,
y duermo de manera honesta y turbia, me despierto a menudo,
sin ninguna intuición de a qué distancia
me encuentro del océano o del choque que hubo en la autopista,
de la base militar o las huertas,
o de cualquier lugar más limpio o devastado, o inundado
de buganvilias, o que tenga
un cielo más cubierto de nubes que el de acá.
Con lentitud, todo regresa a mí: paredes y rincones,
zapatos encimados, una pintura torpe,
mi cadera y su ancla, el cráter apacible
dejado por mi cráneo al sentarme derecha.
Siempre me quedo en donde estoy.
*
Se la pasan hablado de que el mundo está roto,
¿pero acaso no está riesgosamente entero,
aunque amenace siempre con quebrarse?––
los muchachos que están despatarrados y apiñados
sobre los escalones del colectivo en movimiento,
los estantes colmados, los aviones
grávidos, el pavimento solamente un modo de endurecer la piel
de la cosa, la cosa,
el aro un mero adorno
de la barrera, los grafitis tan sólo un comentario
acerca de la piedra, los meniscos de la leche
apenas un intento por imitar la olla que se calienta al fuego.
¿Dónde está el fin?
¿Qué va a ser necesario para ablandar las superficies?
¿Para quebrar los bordes?
¿Vas a ayudarme en algo?
Tomamos la cerveza del pico, derramamos
encima de la mesa espuma, que deja una película insignificante,
nos movemos rozando el mimbre de las sillas,
chocamos las rodillas mientras aguardan nuestros huesos
en la cálida vaina de sus jeans.
Los limones,
cortados por sus vientres
y puestos en un bol,
son la única genuina violación del día.
*
Tus manos en mi cara,
y la piel de tus manos en la piel de mi cara, como aire.
Tus autos oxidados,
tus sueños a los gritos,
tus uniformes,
tu basura en llamas,
tus golosinas con sabor a almendra,
tu polvo.
Tu confianza.
Tus rodillas que van palideciendo,
los callos de tus pies.
Tus cuchillos,
tus venas,
tus barricadas.
Tu té,
tu menta,
tu porro que fumás con las ventanas bien cerradas,
tus ojos bien cerrados y tus perros
envenenados, tus granadas y sus joyas
hechas jugo.
Cómo te estremecés cuando acabás,
como si fuera otra pérdida reprimida,
otra forma de gracia momentánea
e implacable, que vos no compartís.
Versiones de Ezequiel Zaidenwerg
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