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lunes, 7 de noviembre de 2011
5276.- HÉCTOR ROJAS HERAZO
Héctor Rojas Herazo. Colombia (1921-2002)
Héctor Rojas Herazo. Tolú (Colombia), 1921. Bogotá, 2002 Fue poeta, novelista, pintor y periodista. Compañero de oficio de Gabriel García Márquez como reportero y cronista en el diario El Universal de Cartagena hacia 1949. De esa época quedan importantes referencias de lo que se llamó luego, Literatura del Caribe Colombiano. Rojas Herazo ha sido traducido al inglés, francés, al ruso y alemán. Su poesía y novelas son ampliamente reconocidas en el ámbito latinoamericano.
Distinciones
Doctor Honoris Causa de la Universidad de Cartagena, 1997
Medalla del Congreso de la República grado Comendador, 1991
Medalla ProArtes al Mérito Literario, 1995 y 1998 (Cruz de Boyacá)
Homenaje a su obra literaria por la Universidad de Antioquia, 1998
Premio nacional de poesía José Asunción Silva, Bogotá, 1999
Premio Nacional de Novela Esso, 1967, con la obra En noviembre llega el arzobispo
Honor al mérito Universidad Santo Tomás de Aquino en su IV Centenario, Vida y obra, 2000
Bibliografía:
Novela
Las úlceras de Adán. Bogotá: Editorial Norma, 1995.
Celia se pudre. Madrid: Editorial Alfaguara, 1985.
Señales y garabatos del habitante. Bogotá: Colcultura, 1976.
En noviembre llega el arzobispo. Bogotá: Ediciones Lerner, 1966.
Respirando el verano. Bogotá: Ediciones Tercer Mundo, 1962.
Poesía
Agresión de las formas contra el ángel. Bogotá: Editorial Nelly, 1961.
Desde la luz preguntan por nosotros. Bogotá: Editorial Nelly, 1956.
Tránsito de Caín. Bogotá: Eddy Torres, 1953.Rostro en la soledad. Bogotá: Editorial Antares, 1952.
Periodismo
Obra periodística 1940 - 1970. Medellín: Fondo Editorial Universidad Eafit, 2003. 2 Vols.
EL BARRO ESCOGE UN HOMBRE
El barro escoge un hombre, lo señala y madura,
le da su resplandor y su fuerza callada
y un poco de ceniza le derrama en la sangre.
Después el hombre busca, se deshace, recuerda,
desovilla sus horas,
pone a trasluz su sangre
y una tarde comprende que ha triunfado el olvido.
Es el tiempo, se dice,
pasó por mi cabeza
llovió en mí
tembló sobre mi pecho
y otro labio encendió para henchir mi tristeza.
Entonces busca, mira, regresa por su frente,
pregunta en el invierno por su roto verano.
Y solo el aire, el sueño, las cosas vagas, una amarga dulzura,
lo hieren sin herirlo, lo deshacen cantando.
De Agresión de las formas contra el ángel, 1961.
La Casa entre los Robles
A un ruido vago, a una sorpresa en los armarios,
la casa era más nuestra, buscaba nuestro aliento
como el susto de un niño.
Por sobre los objetos era un tibio rumor, una espina, una
mano,
cruzando las alcobas y encendiendo su lumbre furtiva en los rincones.
El sonido de un hombre, el retrato, el reflejo del aire sobre el pozo
y el día con su firme venablo sobre el patio.
Más allá las campanas, el humo de los cerros
y en un dulce y liviano confín, entre la brisa,
el pájaro y el agua levemente cantando.
Todos allí presentes, hermano con hermana,
mi padre y la cosecha,
el vaho de las bestias y el rumor de los frutos.
Adentro, el sacrificio filial de la madera
sostenía la techumbre.
Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos
de tiempo rumoroso, de fuerza, de autoridad y límite.
Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras, voces que derramar,
respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros su ceniza dorada.
Era entonces el día de hojas, de potente zumbido,
el día para el cántaro, la miel y la faena.
Como un don de reposo llegaba a nuestro cuerpo
la noche con su carga de remotas espigas.
Nuestro pan de anhelado resplandor,
nuestro asombro
y las lámparas derramando sus ángeles sin prisa en los espejos.
Como un hombre que anhelara su parte,
su sitio en nuestra mesa,
el viento dulcemente flotaba en los manteles.
La quietud de los muebles, las voces, los caminos,
eran todo el silencio de la noche en el mundo.
Llenando de inaudible presencia las paredes,
habitando las venas de pie frente a las cosas.
Buscaban nuestras manos un calor circundante
e indagaban los ojos otra piel impalpable.
Algo de Dios, entonces, llegaba a las ventanas
algo que hacía más honda la brisa entre los árboles.
Estampa de Año Nuevo
Miras el tiempo atrás, miras tu sangre,
tus derrotadas horas, tu sonido,
malhayando un tal vez y un no me importa.
Fundido con el mar, la muerte, el sueño,
purgas en lo que fuiste, quieres pena,
regresas al aroma de un miércoles, al sigilo
de tus desnudos pies en una alcoba.
Recordando un recuerdo, te preguntas
por lo que pudo ser y lo que ha sido.
Lo que eres, lo que tu sed y tu suplicio afirma.
Y encuentras tu carcomido sol, tu mismo luto,
tu misma piel ajada,
tu idéntica manera de verte en un espejo
con el tiempo lamiendo tus espaldas.
Pruebas la eternidad:
el ancho, el filo de un rencoroso diente.
Es entonces cuando te vuelves sin saber
y escuchas, cuando abrazas y ríes,
cuando dices con amable terror,
de labios para afuera o para adentro:
"Te felicito, amigo, te mereces
el año, la agonía que has ganado".
Y con tu voz sacudes la ceniza
que la muerte ha dejado en sus cabellos.
Atónito suspenso
La pluma inunda el ave.
La rosa se concentra
y pétalo por pétalo
refugia su perfume en sus espinas.
El árbol ,regresando por la savia
busca el lodo y el hueso
y acurruca su verde en la semilla.
El hombre se repliega en sus facciones,
toca su llaga viva, e introduce su imagen en su sangre.
Todo colmillo monda en su blancura,
toda forma dibuja su contorno,
todo espesor defiende su volumen.
Es el santo y la seña,
es el repliegue,
la norma concentrada,
el ruido que se oye y se vigila.
El ojo abierto,
la pezuña en vilo,
el camino sin nadie,
la palabra seca,
el mar que roza a Dios,
traga su espuma
y detiene sus olas esperando.
De Agresión de las formas contra el ángel
Verano
Me iré de mañana
y buscaré un color lila sobre el campo
y me detendré bajo un árbol grande
a contarme,
hasta lograr sumas musicales,
los diez dedos de mi mano.
Y miraré las hormigas royendo un zapato
mientras los saltamontes
fabrican, élitro por élitro,
el zumbido del día.
De Revista de Poesía Prometeo
Medellín, Colombia
Nocturno resplandor
De repente
en lo más profundo y desasido del sueño
un relámpago me ilumina y me divide,
me ciega totalmente con su harina temible.
Estupefacto miro en mi derredor,
me llamo, me busco deslumbrado.
No estoy. Me siento sobre el lecho.
Unas alas apagan mis valles de alegría.
De Agresión de las formas contra el ángel
Responso por la muerte de un burócrata
Se te ha borrado súbitamente el mundo
como la lámpara que trasladan a otro aposento.
Ahora son tus tres eternidades de sombra
pues tus sentidos se enfrentan a una nueva inocencia.
Déjame, hermano mío, humedecer mi alma
con la lluvia de tus células bajo la piedra.
Déjame ahora aspirar el olor que tuviste un domingo,
el olor de tu traje ese domingo con lilas,
cuando descubriste, con ternura parecida al remordimiento,
la cintura de tu mujer
al desnudar una naranja frente al retrato de tu padre.
Déjame recordar el puntito de grasa
en tu corbata de hombre numerado
cuando acariciabas la silueta de una artista de cine
con tus dedos azorados en la gaveta del escritorio.
Déjame, ¡oh, burócrata!, llorar por tus quincenas atrasadas
y tus piyamas demasiado sucias
y por las imperceptibles cicatrices que dejaron en tu rostro
las sucesivas liturgias del jabón y la cuchilla de afeitar.
Porque ahora eres profundo y hermoso
como un camino recordó desde otro país.
Ya no buscarás tu nombre, hermano mío,
con tu apellido equivocado,
en la modesta narración de un cumpleaños
en el último rincón de un periódico.
Ni alisarás el cristal de tus lentes
mientras un monarca de papeleta
te amonesta por el pecado de retrasarte
contemplando la mañana perfumada por el mugido de los eucaliptos.
Ni llorarás por la huella de las estaciones
sobre un adiposo libro de contabilidad.
Ahora, pariente delicado del gusano y el ángel,
te disuelves levemente mientras el calendario revolotea sin sentido
sobre las excrecencias farmacéuticas que dejaste sobre tu lecho.
Ya ha terminado el suplicio de los ruidos y los sabores
que circundaron la monotonía de tus sesenta años.
Ahora –hombre alimentado por tantos y tan diminutos mendrugos-
has alcanzado, ¡por fin!, la gloria de la putrefacción
pues tu nombre es apenas un poco de tinta
que deshace la lluvia sobre el cartel de una esquina
o la rúbrica dibujada en el papelito
que acaban de arrojar a la canasta de los desperdicios.
¡Qué lejos, ahora, tu mechón sobre la frente
y la furiosa erección de tus células
cuando olfateabas el abrigo de una secretaria
abandonado en el lavado de tu oficina!
¡Qué lejos ahora la fruta al mediodía,
la revista semanal bajo la axila
y el zumbido de las moscas en tu ventana de convaleciente!
¡Qué distante queda ahora de ti
el cinematógrafo de tu barrio
y la solterona que todos los días espera frente a tu puerta
el bus de las tres de la tarde!
¡Qué absurda te debe resultar en la cal del silencio
la distancia que media entre tus párpados y la mejilla del amigo
cuando escuchabas la súplica de un préstamo
a la puerta de un ministerio!
Acá has dejado la hojarasca de tus tarjetas timbradas,
las medias zurcidas en la maleta de tu tía,
la palabra tul que pronunciabas cuando estabas triste.
Acá has dejado un bulto vago,
la memoria de una tos,
el gesto de tu mandíbula cuando presentías el ácido de un limón
en la vitrina de un restaurante.
Desde tu ausencia,
desde la estrella que empieza a temblar
en la penumbra de tus zapatos con tacones comidos,
te veo ahora, poderoso y desnudo como la madera,
eterno ya, tranquilo,
con el paraíso conquistado
a través del purgatorio de tus copulaciones solitarias.
Te veo -¡oh dolorosamente extraño; oh, dulcísimo niño mío!-
en un círculo donde la destrucción
tiene la belleza y el orden
que hace vibrar el oculto lirio de las estatuas.
Te veo, aureolado por un ascua magnífica,
en el centro de tu gran llaga,
santificado por la crepitación de tus líquenes,
impartiendo un nuevo ritmo a la lombriz y al estiércol.
Y acá arriba, ¡Dios mío, acá arriba!, entre árboles y casas
e impalpable ceniza,
tu nómina buscándote como un perro enlutado.
De Luna Nueva
Once miradas a la poesía colombiana
Compilador Omar Ortiz Forero
La espada de fuego
A la diestra la llama de Dios, viva
palpitando como un ave de diez alas
y nutriendo el silencio con su vuelo encendido.
Nosotros estábamos descansando de haber sido hechos.
De sabernos sombreros y flores
y trenes futuros y locos por una gran pradera.
Nosotros no sabíamos
de la fuerza que tienen las raíces para apretar un ataúd
ni conocíamos el pan, la sal, el agua
ni el espeso follaje de un párpado cuando oculta un deseo.
Nosotros éramos sólo eso:
un monton de asombro,
dos brazos que cubren un rostro para huir,
dos vientres locos,
dos niños sin salida por un túnel de espinas.
¡Ay!, nos dieron un peso de sombra en cada vena
un ojo para cada cosa,
una valla de tacto,
un olor que se empapa de nosotros
y una risa encendida por la muerte.
¡Ángel, hermano ciego,
puro,
míranos ahora desposeídos de tu alegría y de tu llama!
Desnudos
como un pensamiento en la mitad de una conciencia.
Tiritantes
suplicando que no nos quiten esto.
Que nos dejen los muslos temblorosos de una mujer pariendo,
que nos dejen un sapo bajo un arbusto
y un peluquero mirando el vaho de una infamia
mancharle su perita de alhucema.
Que nos dejen oler -¡hasta el suplicio!-
una botella donde un misógino envejecido
ha atesorado todos los orines que no pudo vaciar
en el sexo de una mujer difunta.
Que nos dejen masticar cáscaras de guayaba
y lamer cucharas sucias de gas bajo las camas
o mirar fijamente la palidez de un hombre cuando duerme.
Que nos llamen fulano,
tulipán,
comadreja.
Para algo vimos un caballo relinchando
furiosamente iluminado por el alba.
Para algo vimos cómo se gastaba un peldaño
y un niño repetía -hasta vovlerlo pájaro o sombrero-
el nombre de un país oculto en la bisagra de un pupitre.
Para algo fuimos hormiga taciturna
con una hojita de almendro en las antenas.
¡Ay!, y fuimos calles y ciegos con bastón
y mugre de unas manos
frotando el mobiliario de una casa enlutada.
¡Siempre, siempre,
hemos de regresar a nuestras sienes
a buscar nuestros ojos,
a comernos los hígados,
a vestirnos de baba los dientes y la lengua!
¡Y allí -parado y mudo en cada pan del día,
en cada represalia de la luz y del humo-
tu gran espada ardiendo, ángel mío,
tus grandes ojos ciegos y el brio de tu frente!
Ay, la almohada,
la nariz resoplando,
las baldosas cuadradas,
too lo que se apaga cuando vibra tu fuego.
El río que busca su rumbo,
los ojos que quisieran otras órbitas,
la piel que se resiente
de tanto ser golpeada por huesos y palabras
que nuevamente quisieron ser terrón o semilla.
La yerba, sí la yerba como vello del mundo.
Y esa luz que nos llama en cada sombra,
una luz de esta tierra
de una hoja, ángel mío, de una torre,
de algo que ha de viajar por siempre con nosotros.
Nos dejaste hambrientos.
Con extraña alegría
colmaste nuestra fuente de avidez y sonido.
Nos hiciste de presagio y de sangre,
de cosas que se pudren huyendo,
de animales que llaman simplemente y se apagan.
Encendidos.
Todo lo que tocamos lo herimos con tu fuego.
Tú nos asistes.
Cada pulso eres tú,
cada segundo es pluma de tus alas,
cada palabra guarda en su silencio el lirio de tu enigma.
Y tú, ángel,
disperso en tanto belfo,
en tanto enero mío,
en tantas cosas que he apretado
con inocente afán y dura garra,
por no caer,
por aferrarme al mundo,
por no morir de espaldas talado por tu fuego.
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