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jueves, 8 de diciembre de 2011

5487.- ROBERTO SOSA


Roberto Sosa (Yoro, Honduras, 18 de abril de 1930 – Tegucigalpa, Honduras, 23 de mayo de 2011) fue un poeta hondureño, uno de los más prestigiosos en su país.
Contenido [ocultar]
1 Biografía
2 Obras
3 Referencias
4 Enlaces externos
[editar]Biografía

Hizo estudios de Maestría en Artes en la Universidad de Cincinnati (Ohio), fue director de revistas literarias y galerías de arte, catedrático de literatura y escritor residente en el Upper Montclair College en Nueva Jersey; colaboró con los principales diarios y revistas de Honduras y demás países centroamericanos. Su obra poética ha sido favorablemente comentada en España, Cuba, Colombia y México.
En 1968 recibió el Premio Adonáis de Poesía (España), por su libro Los pobres (Editorial Rialp), convirtiéndose, de esta manera, en el primer latinoamericano en obtener ese galardón. En 1971 su libro Un mundo para todos dividido, se hizo acreedor al Premio Casa de las Américas, con un jurado integrado por notables autores, como Gonzalo Rojas y Eliseo Diego. En 1990 el gobierno de Francia le otorgó el grado de Caballero en la Orden de las Artes y las Letras.
Falleció en la ciudad de Tegucigalpa el 23 de mayo de 2011 a causa de un paro cardiaco, a los 81 años.1

Obras
Entre sus obras tenemos:
1959: Caligramas (Tegucigalpa)
1966: Muros (Tegucigalpa)
1967: Mar interior (Tegucigalpa)
1967: Breve estudio sobre la poesía y su creación
1968: Los pobres (Madrid)
1971: Un mundo para todos dividido (La Habana)
1981: Prosa armada
1985: Secreto militar
1987: Hasta el sol de hoy
1990: Obra completa
Antología personal
Los pesares juntos
1994: Máscara suelta
1995: El llanto de las cosas
Su obra ha sido traducida al alemán, chino, francés, inglés, italiano, japonés y ruso.







La muerte enamorada

El agua enamorada te descubre
Conmigo. Como lo sabe hacer se disminuye
A tu proximidad
Y cuida tu vestido amarillo tirado en la playa
Y malherido,
Aún tibio.

De pie, como la hermosa desconocida, la Muerte
Mortalmente enamorada.

Inadvertidamente coge un pájaro y dilátanle
Las plumas sus pupilas.
La eternidad del pájaro perdura en el impulso
De su propia medida: quema cantando su licor
Milenario
Y no lo sabe y trata de entenderlo, es parte
De la fragilidad de lo que está perfecto.

La admiramos sin mirarla.

La más puntual de las amantes cruza, profesional,
La estancia sin mirarnos y nos ha permitido,
Por lo mismo,
Sobrevivir lo indispensable para poder volver a sentir
El temblor que te produce lo que callo
En estas palabras.

Tegucigalpa, 1982












La brevedad límite

Otro tiempo
Nos contuvo abrazados como dos niños ciegos
A punto de caer en la noche de los objetos.
Mi frente tarde. Duro el azar supuesto.

Blanca y desnuda la selva no existía a tu lado.

Nada
Había en el límite sino la marea en los ojos.
Busqué tu afecto, su música de agua,
Con la intensidad
Con que suelen hacerlo los sentenciados
Al sacrificio final,
Flor arriba, dormido.

Entonces, cualquier cosa,
Por ejemplo una pluma nos cubría la memoria
De pájaros.

La brevedad límite del dolor de vivir
No era más que el instante de la estrella en el piso,
El reflejo del bosque en una hoja, o tal vez la nostalgia
Del carruaje en su estacionamiento.









La estación y el pacto

Ni la ventana que entredibuja el viejo campanario.
Ni aquella ingenuidad de primer grado
Del insecto viudo que aún sobrevuela mi infancia.
Ni la amistad del libro: me hacen falta.

Tus manos al alcance de mis manos
Me faltan
Como las compartidas soledades.

Necesito, lo sabes, las gemelas alturas de tu cuerpo,
Su blancura quemada. Y ese pez
Que vuela azulinante hacia el final
De tus desnudeces…
Abriendo y cerrando los labios de tu fuerza
Oscurísima.










La sal dulce de la palabra poesía

Del fuego, en un principio,
Los dioses de los primeros hombres
Que lo vieron y lo amaron fueron haciendo, solos,
La mujer.

Esculpieron temblando sus senos infinitos,
La ondulación del pelo,
La copa de su sexo, más complicada, por dentro,
Que el interior de un caracol marino.

Delinearon a pulso la sombra de su sombra,
La curva y la mordedura de ese juego del fuego
Que sabe a rojo virgen debajo de la lengua
Y levanta
La súbita belleza de una brasa en los ojos.

Desde entonces, su cuerpo,
Se hizo pudor tocable de carne y hueso.
Digo mujer,
La sal dulce de la palabra poesía.

Tegucigalpa, 1987.









Tentación por la serenidad

Después de muchos años y trabajos, yo,
El más grande los escultores
De todas las ciudades y de todas las naciones,
Aquí,
En el reino de las piedras puntiagudas
Pongo el punto final a la obra maestra
Jamás imaginada: la dulce forma dulce de tu forma
Desnuda.

Después de que pasaron infinidades de lunas
Sobre Tegucigalpa
Llegó la hora suprema de mi vida en el arte,
Y ahí mismo, a tus pies
Hecha de cubo quedó quieta la música.










Recuerdos número 1-2

A Roberto Armijo y Alfonso Quijada Urías

Mi primer recuerdo
Parte de un farol a oscuras y se detiene
Frente a un grifo público goteando hacia el interior
De una calleja muerta.

Mi segundo recuerdo
Lo desborda un muerto,
Una procesión de muertos violentamente muertos.









El llanto de las cosas

Mamá
Se pasó la mayor parte de sus existencia
Parada en un ladrillo, hecha un nudo,
Imaginando
Que entraba y salía
Por la puerta blanca de una casita
Protegida
Por la fraternidad de los animales domésticos.

Pensando
Que sus hijos somos
Lo que quisimos y no pudimos ser.

Creyendo
Que su padre, el carnicero de los ojos goteados
Y labios delgados de pies severo, no la golpeó
Hasta sacarle sangre, y que su madre, en fin,
Le puso con amor, alguna vez, la mano en la cabeza.

Y en su punto supremo, a contragolpe como
Desde un espejo,
Rogaba a Dios
Para que nuestros enemigos cayeran como
Gallos apestados.

De golpe, una por una, aquellas amadísimas
Imágenes
Fueron barridas por hombres sin honor.

Viéndolo bien
Todo eso lo entendió esa mujer apartada,
Ella
La heredera del viento, a una vela. La que adivinaba
El pensamiento, presentía la frialdad
De las culebras
Y hablaba con las rosas, ella, delicado equilibrio
Entre
La humana dureza y el llanto de las cosas.










Del odio

A Inés Consuelo Murillo

Flotaba como una ola encrespándose
La hermosísima mata de pelo

A cada impacto.

Intensos y pálidos
Y creyendo como creen los idiotas del odio
Que puede hacerse añicos la belleza, la hicieron
Picadillo.
Se equivocaron, claro, en el menor desvío
De su línea recta
Porque
Fusil en mano ha vuelto la muchacha guerrillera:
Mírenla.









El viejo Pontiac

A Diana y Leonor

A la altura de su propia medida el viejo Pontiac
En un jardín que se abre.

Antes,
De esto hace ya muchísimo,
Fingía un tigre manso deslizándose blanco entre
Mujeres bellas.

Hoy por hoy
El noble bruto envejece dignamente y sin prisa
Hasta la consumación de los siglos… y le salen
De puertas y ventanas
Florecillas del campo.









Los brutales amantes

A Filánder Díaz Chávez y Adán Cautelar
Ellos, los extraños,
Llegaron de otros mundos a este suelo que nos vio
Nacer.

Somos la luz dijeron sin bosticar palabra.
Llegaron
Multiplicando muertes por traiciones a llamarnos
Amigos,
A comérselo todo y a quedarse en este suelo
Que nos vio nacer, ellos los hombres lineales
Y metálicos,
Ellos,
Los brutales amantes de la muerte.
Muerte a la Muerte.








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