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miércoles, 28 de septiembre de 2011

5027.- FEDERICO EDUARDO TINIVELLA


Federico Eduardo TINIVELLA
Nació en 1974 en Rosario (Argentina), donde vive.
Es Licenciado en Comunicación Social y Fotógrafo.
Recibió el Primer Premio en el II Concurso del Club del Diario La Capital y el Primer Premio en el Homenaje a Ernesto Sábato, ambos en 1999. Participó en el Festival Internacional de Poesía de Rosario (Ed. 1999)
Colabora en las contratapas del diario Página 12 en el Suplemento Rosario 12 e integra el proyecto de escritura colectiva El Aro en la Lengua. Organiza ciclos literarios y dicta talleres de fotografía.
Coordina el Área Literaria desde la Casa de la Poesía de la Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario
desde donde dirige la Revista Literaria Boga.


Publicaciones
"DELECTACIÓN NOCTURNA". (Edición conjunta con Abelardo Núñez y José Luis Mesina) Ed. Los Lanzallamas. Rosario, Argentina. 1997

Figura en las antologías

"DODECAEDRO". Ed. del Concejo Deliberante de la Municipalidad de Rosario. Argentina. 2004
"CUENTISTAS ROSARINOS". Ed. Universidad Nacional de Rosario, Argentina. 2000
"LOS QUE SIGUEN". Veintiún Poetas Rosarinos. Ed. Los Lanzallamas. Rosario, Argentina. 2002
"POEMAS DEL SUR". Poetas Contem-poráneos Rosarinos. Ed. Los Lanzallamas. Rosario, Argentina. 1999









Artificios

Cruzada de voces que escapan del río
como un ventilador
devolviste palabras
sobre la cama deshabitada.

Casi como volver
de eso se trata
revisar en la valija
los mástiles de infancia
la bandera acarreada
en el canto púber
de mi colegial ausencia.

Máscaras fabriqué
sobre las cavidades de un cuerpo
quité pastillas de un frasco
y vos andabas por ahí
fumando un febrero de hastío
como una luciérnaga
que se apaga
en los deseos de mi mirada.

Colmé de estaños la carne
del labio
tenté fieras indecentes
y en el charco me mirabas
como a un loco.

En abriles desnudos
en frascos de perfume
la liviandad del humo nos penetra
tibia criatura amenazada
como un buque partes
a recorrer el sabor de tus incógnitas.



Salgamos de aquí
del agua
a prisa.
La cámara se apaga,
hay un reloj colgado en una pared muerta
hay un desierto colgado en la pared.
Te veo en un cuadro,
te desvisto así, en la pared
o en la otra cara que da a una ventana perdida.
Laten las voces las agujas
las manos que miraba en la penumbra
de un desierto inacabado.





Sobre los cuerpos vestidos de cráteres
y alucinaciones de borracho,
en la botella partida,
tu rostro se recorta como una herida
y los flujos del seno
regalan al fuego
quietudes infernales desolaciones.
En la cama hay
un periódico desplegado
un cenicero
y un lápiz de labio.





Estabas tomándole la mano al viento
soltándote
purpureabas en histriónicas transiciones
de geisha suburbana.
acarició la tarde nuestro jardín
los pájaros fueron entonces calesitas incendiadas.
Así, luego de abrazar el aire
se disparó tu boca al infinito
y no hubo más remedio que resignarse,
escribir sobre el tiempo
palabras al oído.




Dijo que más tarde
en la otra habitación
callada
prendió fuego a las imágenes
que escondía en una botella de querosene.





Mañana sabré de esos ojos
que ya no imagino
hoy sé del secreto que esconden
cuando dejan de mirar,
cuando se apagan.
Las gotas en el espejo
hablan de las gotas
que en tu cara dejé olvidadas,
cuando pretendía en la lluvia
encontrarte.

Desperté pensando pájaros
llegaban desde el río
con un aroma dulce.
Traían, juntas o separadas,
las partes de un cuerpo.

Pululas matorrales
saqueas mi mirada
me abrumas de brumas
me enamoras.
Ahora quitas los enjambres
aleteas nuevamente
más dócil y pura
te desatas.





Dos hermanas

Recostadas en la cama,
como perchas a contraluz,
sacudidas,
así, en un cuarto empañado.
Del velador blanco solo recuerdan ahora
qué difícil era encenderlo.
Recostadas,
un cuadro en la pared
o un mudo espesor de bailarinas latiendo.
En las veredas el sonido de los baldes
espesaba la quietud o el espanto.
Solo atrás del cuadro,
sólo atrás de mí,
una decía al oído,
la otra en cambio,
nada decía.

Eran bailarinas a contramano,
imaginaban, ahora sí juntas,
ahora las dos,
muñequitos diminutos sobre un tocadiscos.
En la plaza, en la arena,
se podía recortar el mundo.
Hay un pedacito de mí en un granito de arena.
Las hamacas se queman en invierno,
de soledad cuelgan soportando el vacío.
Colgadas, huérfanas,
las hamacas se desvanecen en el sueño de las hermanas.

En la bañera,
que es casi como un barco,
que es eso en la cabeza desprendida
de una muñeca de trapo,
visten el cuero de escalofríos,
frotada una, dejada la otra.
Hay burbujas desperdigadas,
debajo del agua laten los ecos de un tiempo.
Es que llega la inundación,
es que el agua tiñe la cintura de la palabra ausencia.

Más tarde
cuando ya las frutas pierden el calor del mediodía,
en la cama,
en las huellas de la cama,
vuelan dos gorriones tibios al otro lado del espejo.
Sacuden, en velocidad lenta
edificios que de arriba parecen pequeños.
Hay un breve murmullo,
respiran solas,
saben decir quién habita esa pantalla.
Sólo dos hermanas
sobre un alambre,
sacudidas,
bellas.









Parque Field

Eran calles sin cordones
mapas tibios de olor a tuya,
salíamos a buscar bichos bolita
en frascos de mayonesa
agujereábamos la tapa con un cuchillo gastado,
vos te cortaste la muñeca
muchos años después
lejos de esas calles
en un cuarto de hotel atiborrado de bocinas,
vos habías dejado las pastillas
en un frasco bien cerrado,
eras un bicho bolita
ahogándose en mares crudos de escarcha.

Me pesan todavía las agujas
que arrojabas como dardos en la enfermería,
querría destejer esos párpados cortinados
esa inquietud que generaban al aplastarlos de brisas,
qué delicadeza, pensar que en la fiesta no me has mirado
y yo arrinconado
lagrimeé sobre esa botella de Malbec sin corcho.

Las uñas de la viuda en la mañana vuelan
sobre mi,
en estos jardines.
Ya el paseador de perros,
ya los restos de una rata en la zanja.
Golpea la brisa los llantos oscuros de la bella viuda
que en bolso se pasea al súper,
quisiera robarle unos besos
acompañarla hasta las desvencijadas góndolas.
Rociada de alquitranes

perfumada de horizontes vagos,
va con la frente puesta,
sus manos agregadas como esas venus calcinadas
en otoño,
Buen día, dice, sin inmutarse,
y las ramas desnudas se le echan en sus costas,
la arremeten sin cuidado,
empujan sus alas hasta las puertas del Coto.

Sacudieron sus cabecitas ataviadas, locas,
al fervor de los músicos
hundiendo las narices en la espesura del alba y
la calle partía hacia las orillas, donde los borrachos
jugaban a quererse en el marrón de las cortinas.
Salí, me decía, con sus labios negros
miraba todo detenidamente con la carita sucia,
los panchos desangraban bocas quejumbrosas
las madres no dormían sin sus críos
y el presentador lanzaba atropelladas palabras al micrófono,
las piernas cansadas, los sudores en las frentes,
yo era felíz ahí, coreando canciones de protesta.
Y estaba bien volver después a la quietud del arrio
y calentar lo que quedó del mediodía.

Ya no discutimos
sobre el regado paso de las muchedumbre
las costas abolieron la soberbia del criado
y nada de eso quedó en los platos,
solo brumas para quitarse,
abolirse en círculos de angustia
tenés desprendido tu bretel
coplas al aire
así
musiquitas
nos largamos sobre el campo,
nunca apasible el cuerpo que te mima,
ni las costuras de esos trajes de antaño.

Los mocacines lejos
colgando de los cables o en las zanjas manchados
algarabía colegial en las trencitas de las pibas
que al borde de la pileta se desinflaban de los deberes
y el beso inmortal del heladero
mojando las veredas.
Saqué al jardín la reposera
para que el sudor me pegue un bife
y me dejé llevar por el verano
releyendo algún papel viejo.

Ya regresé del cuarto de atrás,
y no ví al llegar, en el sillón de la pieza,
los restos de mí aún quedados,
regresé al otro sector del plumaje
de mi viejo pasto,
era un wing o un saboteador,
ya llegando e inmune
al arrollador brillo de las nueces en verano.
En la carretera los termos dormían
bajo los secretos del pasado
y los camiones eran más duros que el mediodía,
la vos de los gallos despedía un hedor macabro
cariño, arrójame los emparedados
decías desde las páginas de Auster,
atrapemos los restos en silencio,
la película digerida a zancadas,
ya no inmaculados sorbitos de cerveza.

Perdí las manos en el charco
sobre aquellas canicas maltratadas,
no era un jugador diestro
pesaban sobre mi las aguas de la confusión
con infusiones mataba la epifanía
escrita sobre la espalda,
entre los tatuajes de la tarde
entre los rostros de los vecinos.
Prefería el trepar a las alturas
prefería el deambular solo
por otoñales transparencias.
De las ventanas se escapaban las telarañas de los guisos
llegaban las madres con sus bolsos cargados
llegaban aquellos que se habían perdido
en algún rincón de otras certidumbres.
Todos éramos acróbatas en aquellas jornadas
saltábamos al vacío con redes seguras
más tarde nos golpeamos la cara contra un charco
muy hondo.

Traga al ahogarse los destellos de un guante blanco,
si era la quimio
o la destreza para escabullirse de los rostros negros,
si eran los susurros de asesina manta
que cubre la espalda fría
no lo sé.
Las camillas barren el polvo de la sien,
como espejos guían los disparos.
La cabeza daba vueltas como un torno, la cabeza se caía,
y suenan las campanas de las iglesias,
suenan los ladridos de las damas,
y ahora sí
la enfermera entra sin avisar,
abre la puerta sin picaporte, que va y viene
y me da otra pastilla
y pide silencio.

Enrollo las hojas del otoño
préndolas fuego,
travieso soy en junio cuando estos fríos
los grises me hunden en sus depresiones
las gotitas pegadas en el azulejo
el espesor de las nubes ya es un manto
ahora que cortaron el cable
ahora que Pocho se fue al geriátrico
y la belleza del silencio saluda desde allá afuera.




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