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viernes, 9 de marzo de 2012

6242.- YUSEF KOMUNYAKAA


Yusef Komunyakaa (1947, Bogalusa, Louisiana, Estados Unidos de Norteamérica), actualmente enseña en New York University. Su obra ha sido merecedora de diversos premios, como el Ruth Lilly Poetry Prize y el Pulitzer Prize for Poetry.










No puedo sacar los ojos del desnudo


No puedo sacar los ojos del desnudo
en la ventana de un tercer piso a las tres de la mañana.
Donde ella está ya es de día
en Copenhague y la Atlántida,
y apostaría el misterio contra mi vida
que está escuchando “Bouncing with Bud”.
Contoneándose con el ir y venir de los dedos por las teclas,
ella está al borde de algo grandioso
caído ahora en decadencia y confusión.
No creo que sea un anuncio visto por la ventana
de una fachada, podría ser la modelo de un pintor
tomándose una pausa luego de estar horas
sentada en la misma pose, en diálogo con tonos de rojo
rogando que la sombra de Bud no se aleje rengueando
golpeada por bastones policiales. Me pregunto si sabe
que la floración llenó el cuarto y la dejó sola
como estoy yo esta noche bajo un puñado de polvo cósmico,
una puerta cerrada con tablas y guardada por dos leones


[Traducción: Gerardo Gambolini]












Las cartas de amor de mi padre


Los viernes abría una lata de Jax
al volver de la fábrica,
& me pedía que le escribiera una carta para mi madre
que enviaba postales de flores del desierto
más altas que hombres. Él rogaba,
prometiendo no volver a golpearla
nunca más. A mí me alegraba en cierto modo
que ella se hubiera ido, & a veces quería
incluir un recordatorio: que la “Polka Dots & Moonbeans”
de Mary Lou Williams
jamás deshinchó los moretones.
Su delantal de carpintero siempre lleno
de clavos viejos, un martillo de orejas
colgando al costado & cables de extensión
enroscados en los pies.
Las palabras salían de debajo
de la presión de mi bolígrafo: Amor,
Cariño, Nena, Por favor.
Nos sentábamos en la silenciosa brutalidad
de voltímetros & terrajas,
perdidos entre las frases...
El reflejo de una cuña de cinco libras
en el suelo de cemento
arrastraba un crepúsculo hacia adentro
por la puerta del cobertizo.
Yo me preguntaba si ella se reía
& las sostenía sobre una hornalla.
Mi padre sólo sabía escribir
su nombre, pero podía mirar los planos
& decir cuántos ladrillos
llevaba cada pared. Ese hombre,
que robaba rosas & jacintos
para su jardín, se paraba ahí
con los ojos cerrados & los puños ovillados,
escribiendo con trabajo una sola palabra,
casi redimido por lo que trataba de decir.


[Versión © Gerardo Gambolini]






My Father’s Love Letters


On Fridays he’d open a can of Jax
After coming home from the mill,
& ask me to write a letter to my mother
Who sent postcards of desert flowers
Taller than men. He would beg,
Promising to never beat her
Again. Somehow I was happy
She had gone, & sometimes wanted
To slip in a reminder, how Mary Lou
Williams’ “Polka Dots & Moonbeams”
Never made the swelling go down.
His carpenter’s apron always bulged
With old nails, a claw hammer
Looped at his side & extension cords
Coiled around his feet.
Words rolled from under the pressure
Of my ballpoint: Love,
Baby, Honey, Please.
We sat in the quiet brutality
Of voltage meters & pipe threaders,
Lost between sentences . . .
The gleam of a five-pound wedge
On the concrete floor
Pulled a sunset
Through the doorway of his toolshed.
I wondered if she laughed
& held them over a gas burner.
My father could only sign
His name, but he’d look at blueprints
& say how many bricks
Formed each wall. This man,
Who stole roses & hyacinth
For his yard, would stand there
With eyes closed & fists balled,
Laboring over a simple word, almost
Redeemed by what he tried to say.












Método del ritmo


Si estuvieras encerrado dentro de una caja
en una caja, adentro, en un bosque,
sin cantos de pájaros, sin grillos
frotándose sus patas, sin hojas
soltadas por veteados árboles,
todavía escucharías el ritmo
de tu corazón. Una ola roja
de peces varados oscila en la arena,
copulando bajo la luna llena
y lo podemos llamar el primer ritmo
porque el sexo es lo que
despertó la lengua
y enseñó a la mano a tocar tambores
y adoptar las flautas
antes de que fueran
labradas de la madera y el mito.
Arriba y abajo, adentro y afuera, el pistón
conduce un sueño a casa. El agua
gotea hasta que esculpe una taza
en un bloque de piedra.
Al principio, tan pequeño
como un dedal, contiene
alegría, pero crece para medir
el ritmo de la soledad
que derrite el azúcar en el té.
Hay una razón para que las culebras
muden su arco iris en la grama
para que la langosta cante al salir del montón de bosta.
Oh sí, oh sí, oh sí, oh sí
es una confirmación que la piel
le canta a las manos. El Mantra
de la lluvia primaveral abre la rosa
y la azucena a la sombra,
y alguien las toca
hasta que se levanten y vivan
otra vez. Sabemos que el peso
depende de los silencios
a los que nos amoldamos.
Tacones altos en el alba
es el refrán más triste
si puedes ver el azul en el océano,
claro y oscuro
si puedes sentir gusanos
deslizarse por una senda
subterránea
debajo de tus huellas,
nene, tienes ritmo.












Creer en el acero


Las colinas que mis hermanos y yo creamos
nunca encontraron su balance, y les tomó años
descubrir cómo funcionaba el mundo.
Podemos mirar un árbol de mirlos
y decir cuántos de ellos habitaron sus ramas,
pero con el chatarrero
nuestras cuentas nunca resultaron.
Semanas de levantarse y gruñir
nunca aportaron demasiado,
pero no podíamos dejar
de creer en el acero.
Camiones y carros abandonados
yacen sujetos al suelo
por sólidos y nostálgicos racimos de uvas,
fuertes como una docena de agricultores
que comparten su cosecha.
Retornamos con nuestro carretillo
que se quejaba bajo una nueva carga,
aunque los lirios vivieran mejor
en su lánguida tierra de Agosto.
Entre papales y botellas,
el humo de la fundición borró los atardeceres,
y no podíamos creer que el acero
permitiera que hubiese hombres
que se inclinaran tan cerca de la tierra,
como si el bronce bajo su aliento
colocara en una pesa el cielo gris.
A veces sueño cómo nuestras colinas
se hunden en un océano de metal,
como si todo se convirtiera en un ancla
de un barco de guerra o de un bombardero,
afuera, sobre los árboles en flor,
demasiado rojos para mirarlos.


[Traducción de Gustavo Solórzano Alfaro]

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