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martes, 10 de enero de 2012

5772.- JOSÉ MARÍA HEREDIA




José María Heredia. (Santiago de Cuba el 31 de diciembre de 1803; † Toluca (México) 7 de mayo de 1839).
Siendo aún un niño se trasladó con su familia a Santo Domingo donde transcurrió la mayor parte de su niñez. Su padre fue nombrado Oidor en la Audiencia de Caracas, y la familia se trasladó a Venezuela. En 1818 de regreso en Cuba, comenzó sus estudios de Leyes en la Universidad de La Habana, carrera que siguió al año siguiente en México. Después de la muerte de su padre José Francisco Heredia en octubre de 1820 (fue asesinado en México), en 1821 José María regresó a Cuba. Dos años después de doctorarse en derecho se estableció como abogado en Matanzas. Por este tiempo había cooperado en distintos periódicos, entre ellos El Revisor y dirigió el semanario La Biblioteca de las Damas. En 1823 cuando estaba a punto de publicar una edición de sus poesías, se vio envuelto en la Conspiración "Soles y Rayos de Bolívar" y tuvo que marchar precipitadamente hacia los Estados Unidos.
Su vida en los Estados Unidos quedó ampliamente documentada en su correspondencia, entre otros, con Domingo del Monte, publicada por la Revista de Cuba. La primera edición de sus versos apareció en 1825, en Nueva York.
En 1825 emprendió su segundo viaje a México y en la travesía escribió su Himno del desterrado. Su actividad en México fue rica y variada. Entre otras funciones jurídicas y administrativas en México, ejerció como catedrático de Literatura e Historia, legislador, juez de Cuernavaca, así como oidor y fiscal de la Audiencia de México. En 1832 publicó en Toluca una segunda edición de sus versos, considerablemente revisada y ampliada. Fue redactor de varias revistas, El Iris, La Miscelánea, y principal redactor de El Conservador.
En 1836 después de hacer una retracción pública de sus ideales independentistas, obtuvo permiso para regresar a Cuba. Cuatro meses duró su estancia en la isla. Con gran dolor y mortal desánimo regresó a México, donde el presidente Guadalupe Victoria le ofreció asilo. Con treinta y cinco años murió de tuberculosis, que contrajo en los Estados Unidos, el 7 de mayo de 1839 en la ciudad de Toluca, México.
Heredia es considerado como uno de los mejores poetas cubanos, y a quien se le ha dado el título de Poeta Nacional así como el del "Cantor del Niágara" por su oda Niágara. Heredia es un insigne representante de la escuela pre-romántica. Algunas de sus obras son extraordinarias composiciones descriptivas donde plasma su percepción fina y rápida de la naturaleza. En ellas nos presenta como una de sus grandes características el sentido espiritual del paisaje físico.

Obra Poética
A mi esposa
El desamor
A mi caballo
Himno del desterrado
Muerte del toro
En una tempestad
Himno al Sol
Niágara
En el Teocalli de Cholula
Al Popocatépetl



Ausencia y recuerdos


¿Qué tristeza profunda, qué vacío
siente mi pecho? En vano
corro la margen del callado río
que la celeste Lola
al campo se partió. Mi dulce amiga,
por qué me dejas? ¡Ay! con tu partida
en triste soledad mi alma perdida
verá reabierta su profunda llaga,
que adormeció la magia de tu acento.
El cielo, a mi penar compadecido,
de mi dolor la fiel consoladora
en ti me deparó: la vez primera
(¿Te acuerdas, ola?) que los dos vagamos
del Yumurí tranquilo en la ribera y
me sentí renacer: el pecho mío
rasgaban los dolores.
una beldad amable, amante, amada
con ciego frenesí, puso en olvido
mi lamentable amor. Enfurecido,
torvo, insociable, en mi fatal tristeza
aún odiaba el vivir: desfigurose
a mis lánguidos ojos la natura,
pero vi tu beldad por mi ventura,
y ya del sol el esplendor sublime
volviome a parecer grandioso y bello:
volví a admirar de los paternos campos
el risueño verdor. Sí: mis dolores
se disiparon como el humo leve,
de tu sonrisa y tu mirar divino
al inefable encanto.
¡Ángel consolador! ya te bendigo
con tierna gratitud: ¡cuán halagüeña
mi afán calmaste! De las ansias mías
cuando serena y plácida me hablabas,
la agitación amarga serenabas,
y en tu blando mirar me embelecías.


¿Por qué tan bellos días
fenecieron? ¡Ay Dios! ¿Por qué te partes?
Ayer nos vio este río en su ribera
sentados a los dos, embebecidos
en habla dulce, y arrojando conchas
al líquido cristal, mientras la luna
a mi placer purísimo reía
y con su luz bañaba
tu rostro celestial. Hoy solitario,
melancólico y mustio errar me mira
en el mismo lugar quizá buscando
con tierna languidez tus breves huellas
horas de paz, más bellas
que las cavilaciones de un amante,
¿Dónde volasteis? —Lola, dulce amiga,
di, ¿por qué me abandonas,
y encanta otro lugar tu voz divina?
¿No hay aquí palmas, agua cristalina,
y verde sombra, y soledad?... Acaso
en vago pensamiento sepultada,
recuerdas ¡ay! a tu sensible amigo.
¡Alma pura y feliz! Jamás olvides
a un mortal desdichado que te adora,
y cifra en ti su gloria y su delicia.
Mas el afecto puro
que me hace amarte, y hacia ti me lleva,
no es el furioso amor que en otro tiempo
turbó mi pecho: es amistad. —Do quiera
me seguirá la seductora imagen
de tu beldad. En la callada luna
contemplaré la angelical modestia
que en tu serena frente resplandece:
veré en el sol tus refulgentes ojos;
en la gallarda palma la elegancia
de tu talle gentil veré en la rosa
el purpúreo color y la fragancia
de la boca dulcísima y graciosa,
do el beso del amor riendo reposa:
así do quiera miraré a mi dueño,
y hasta las ilusiones de mi sueño
halagará su imagen deliciosa.
Mayo de 1822










A mi amante - Oda


Es media noche: vaporosa calma
y silencio profundo
el sueño vierte al fatigado mundo,
y yo velo por ti, mi dulce amante.
¡ En qué delicia el alma
enajena tu plácida memoria!
Único bien y gloria


Del corazón más fino y más constante,
¡Cuál te idolatro! De mi ansioso pecho
la agitación lanzaste y el martirio,
y en mi tierno delirio
lleno de ti contemplo el universo.
con tu amor inefable se embellece
de la vida el desierto,
que desolado y yerto
a mi tímida vista parecía,
y cubierto de espinas y dolores.
ante mis pasos, adorada mía,
riégalo tú con inocentes flores.


¡Y tú me amas! ¡Oh Dios! ¡Cuánta dulzura
siento al pensarlo! De esperanza lleno,
miro lucir el sol puro y sereno,
y se anega mi ser en su ventura.
Con orgullo y placer alzo la frente
antes nublada y triste, donde ahora
serenidad respira y alegría.
adorada señora
de mi destino y de la vida mía,
cuando yo tu hermosura
en un silencio religioso admiro,
el aire que tú alientas y respiro
es delicia y ventura.
Si pueden envidiar los inmortales
de los hombres la suerte,
me envidiarán al verte
fijar en mí tus ojos celestiales
animados de amor, y con los míos
confundir su ternura.
o al escuchar cuando tu boca pura
y tímida confiesa
el inocente amor que yo te inspiro:
Por mí exhalaste tu primer suspiro,
y a mí me diste tu primer promesa.
¡Oh! ¡luzca el bello día
que de mi amor corone la esperanza,
y ponga el colmo a la ventura mía!
¡Cómo, de gozo lleno,
inseparable gozaré tu lado,
respiraré tu aliento regalado,
y posaré mi faz sobre tu seno!
ahora duermes tal vez, y el sueño agita
sus tibias alas en tu calma frente,
mientras que blandamente
sólo por mí tu corazón palpita.
duerme, objeto divino
del afecto más fino,
del amor más constante;
descansa, dulce dueño,
y entre las ilusiones de tu sueño
levántese la imagen de tu amante.












La resolución - Oda


¿Nunca de blanda paz y de consuelo
gozaré algunas horas? ¡O terrible
necesidad de amar!... Del Océano
las arenosas y desnudas playas
devoradas del sol de medio día
son imagen terrible, verdadera
de mi agitado corazón. En vano
a ellas el padre de la luz envía
su ardor vivificante, que orna y viste
de fresca sombra y flores el otero.
así el amor, del mundo la delicia,
es mi tormento fiero.


¿De qué me sirve amar sin ser amado?
¡Ángel consolador, a cuyo lado
breves instantes olvide mis penas!
Es fuerza huir de ti: tú misma diste
la causa... Me estremezco... Alma inocente,
¡Ay! Curar anhelabas las heridas
que yo desgarro con furor demente.
La furia del amor entró en mi seno,
y el amargo dulzor de tus palabras,
y el bálsamo feliz tornó veneno.


Me hablabas tierna: con afable rostro
y con trémulo acento
la causa de mi mal saber querías,
y la amargura de las penas mías
templar con tu amistad. ¡Cuánto mi pecho
palpitaba escuchándote!... Perdido
a feliz ilusión me abandonaba
y de mi amor el mísero secreto
entre mis labios trémulos erraba.
Alcé al oírte la abatida frente,
y te miré con ojos do brillaba
la más viva pasión... ¿No me entendiste?
¿No eran bastantes ¡ay! a revelarla
Mi turbación, de mi marchito rostro
la palidez mortal?... ¡Mujer ingrata,
mi delirio cruel te complacía!...
¡Ay! nunca salga de mi ansioso pecho
la fatal confesión: si no me amas,
moriré de dolor, y si me amases...
¡amarme tú!... Yo tiemblo... Alma divina,
¿Tú amar a este infeliz, que solo puede
ofrecerte su llanto y la tibieza
de un desecado corazón? ¿Tú, bella
más que la luna si en el mar se mira,
unirte a los peligros y pesares
de este triste mortal?... ¡Damas! —Huyamos
de su presencia, donde no me angustie
su injuriosa piedad... ¡A Dios! Yo quiero
ser inocente y no perderte... Amiga,
amiga deliciosa, nunca olvides
al mísero Fileno, que a tu dicha
sacrifica su amor: él en silencio
te adorará, gozándose al mirarte
tan feliz como hermosa
mas nunca ¡oh Dios! te llamará su esposa.
Agosto, 1823










Calma en el mar


El cielo está puro,
La noche tranquila,
Y plácida reina
La calma en el mar.
En su campo inmenso
El aire dormido
La flámula inmóvil
No puede agitar.


Ninguna brisa
Llena las velas,
Ni alza las ondas
Viento vivaz.
En el oriente
Débil meteoro
Brilla y disípase
Leve, fugaz.


Su ebúrneo semblante
Nos muestra la luna,
Y en torno la ciñe
Corona de luz.
El brillo sereno
Argenta las nubes,
Quitando a la noche
Su pardo capuz.


Y las estrellas,
Cual puntos de oro,
En todo el cielo
Vense brillar.
Como un espejo
Terso, bruñido,
Las luces trémulas
Refleja el mar.


La calma profunda
De aire, mar y cielo,
Al ánimo inspira
Dulce meditar.
Angustias y afanes
De la triste vida,
Mi llagado pecho
Quiere descansar.
Astros eternos,
Lámparas dignas,
Que ornáis el templo
Del Hacedor;
Sedme la imagen
De su grandeza,
Que lleve al ánimo
Santo pavor.


¡Oh piloto! la nave prepara:
A seguir tu derrota dispónte,
Que en el puro lejano horizonte
Se levanta la brisa del sur;
Y la zona que oscura lo ciñe,
Cual la luz presurosa se tiende,
Y del mar, cuyo espejo se hiende,
Muy más bello parece el azul.












Himno al desterrado


¡Cuba, Cuba, que vida me diste,
dulce tierra de luz y hermosura!
¡Cuánto sueño de gloria y ventura
tengo unido a tu sueño feliz!
¡Y te vuelvo a mirar...! Cuán severo,
hoy me oprime el rigor de mi suerte
la opresión me amenaza con muerte
en los campos do al mundo nací.
Mas ¿qué importa que truene el tirano?
pobre, sí, pero libre me encuentro.
Sólo el alma del alma es el centro:
¿Qué es el oro sin gloria ni paz?
Aunque errante y poscrito me miro,
y me oprime el destino severo;
por el cetro del déspota ibero
no quisiera mi suerte trocar.
¡Dulce Cuba!, en su seno se miran
en el grado más alto y profundo,
las bellezas del físico mundo,
los horrores del mundo moral.
Te hizo el cielo la flor de la tierra;
mas, tu fuerza y destinos ignoras,
y de España en el déspota adoras
al demonio sangriento del mal.
¡Cuba, al fin te verás libre y pura!
Como el aire de luz que respiras,
cual las ondas hirvientes que miras
de tus playas la arena besar.
Aunque viles traidores te sirvan,
del tirano es inútil la saña,
que no en vano entre Cuba y España
tiende inmenso sus olas el mar.










Al Popocatépetl


Tú que de nieve eterna coronado
Alzas sobre Anahuac la enorme frente,
Tú de la indiana gente
Temido en otro tiempo y venerado,
Gran Popocatepetl, oye benigno
El saludo humildoso
Que trémulo mi labio te dirige.
Escucha al joven, que de verte ansioso
Y de admirar tu gloria, abandonara
El seno de Managua delicioso.


Te miro en fin: tus faldas azuladas
Contrastan con la nieve de tu cima,
Cual descuellas encima
De las cándidas nubes que apiñadas
Están en torno de tu firme asiento:
En vano el recio viento
Apartarlas intenta de tu lado.


¡Cuál de terror me llena
El boquerón horrendo, do inflamado
Tu pavoroso cóncavo respira!
¡Por donde ardiendo en ira
Mil torrentes de fuego vomitabas,
Y el fiero tlascalteca
El ímpetu temiendo de tus lavas,
Ante tu faz postrado
Imploraba lloroso tu clemencia!


¡Cuán trémulo el cuitado
¡Quedábase al mirar tu seno ardiente
Centellas vomitar, que entre su gente
Firmísimos creían
Ser almas de tiranos,
Que a la tierra infeliz de ti venían!


Y llegará tal vez el triste día
En que del Etna imites los furores,
Y con fuertes hervores
Consigas derretir tu nieve fría,
Que en torrentes bajando
El ancho valle inunde,
Y destrucción por él vaya sembrando.


O bien la enorme espalda sacudiendo
Muestres tu horrible seno cuasi roto,
Y en fuerte terremoto
Vayas al Anahuac estremeciendo,
Y las grandes ciudades
De tu funesta cólera al amago,
Con miserable estrago
Se igualen a la tierra en su ruina,
Y por colmo de horrores
Den inmenso sepulcro
A sus anonadados moradores...


¡Ah! ¡nunca, nunca sea!
¡Nunca, oh sacro volcán, tanto te irrites!
Lejos de mí tan espantosa idea.


A tu vista mi ardiente fantasía
Por edades y tiempos va volando,
Y se acerca temblando
A aquel funesto y pavoroso día
En que Jehová con mano omnipotente
La ruina de la tierra decretara.


El Aquilón soberbio
Bramando con furor amontonara
Inmensidad de nubes tempestuosas,
Que con su multitud y su espesura
La brillantez del sol oscurecieron:
Cuando sus senos húmedos abrieron
El espumoso mar se vio aumentado,
Y entrando por la tierra presuroso,
Imaginó gozoso
A su imperio por siempre sujetarla.


Los hombres aterrados
A los enhiestos árboles subían,
Mas allí no perdían
Su pánico terror: pues el Océano
Que fiero se estremece
Temiendo que la tierra se le huye,
A todos los destruye
En el asilo mismo que eligieron.


Acaso dos monarcas enemigos
Que en pos corriendo de funesta gloria,
Sobrados materiales a la historia
En bárbaros combates preparaban,
Al ver entonces el terrible aspecto
De la celeste cólera, temblaron:
En un sagrado templo guarecidos,
De palidez cubiertos se abrazaron,
Y al punto sofocaron
Sus horrendos rencores en el pecho.


Pero en el templo mismo
Los furores del mar les alcanzaban
Que con ellos y su odio sepultaban
Su reconciliación y su memoria.


Revueltos entre sí los elementos,
Su terrible desorden anunciaba
Que el airado Criador sobre la tierra
El peso de su cólera lanzaba.


Tú entonces, del volcán genio invencible.
El ruido de las ondas escuchaste,
Y al punto demostraste
Tu sorpresa y tu cólera terrible.
Cual sacude el anciano venerable
Su luenga barba y cabellera cana,
Tal tú con furia insana
La nieve sacudiste que te adorna,
Y humo y llamas ardientes vomitando,
Airado alzaste la soberbia frente,
Y tembló fuertemente
La tierra, aunque cubierta de los mares.


Entonces dirigiste
A la ondas la voz, y así dijiste:
"¿Quién ha podido daros
Suficiente osadía,
Para que a vista mía
Mi imperio profanéis de aqueste modo?
Volved atrás la temeraria planta,
Y no intentéis osadas
Penetrar mis mansiones, visitadas
Sólo del aire vagaroso y puro".


Así dijiste, y de su seno oscuro
Con horrible murmurio respondieron
Las ondas a tu voz, y acobardadas
Al llegar a tus nieves eternales
Con respetuoso horror se detuvieron.
De espumas y cadáveres hinchadas,
Mil horribles despojos arrastrando
Hasta tu pie venían,
Y humildes le besaban,
Y allí la furia horrenda contenían.


Jehová entonces su mano levantando,
Dio así nuevos esfuerzos a las ondas,
Que súbito se hincharon,
Y a pesar de tu rabia y tus bramidos
A tus senos ardientes se lanzaron.


Mas aun allí tu cólera temían,
Pues de tu ardiente cráter arrojadas,
Y en vapor transformadas,
Vencer tu resistencia no podían.


Pero Jehová contuvo tus furores,
Y sobre tu cabeza
Con inmortal, divina fortaleza
Aglomeró las ondas espumosas.


Viéndote ya vencido
Por el mar protegido de los cielos,
En tu seno más hondo y escondido
Los fuegos inextintos ocultaste,
Con que tu claro imperio recobraste
Pasados los furores del diluvio.


En tanto de tus senos anegados
Un negro vapor sube,
Que alzando al éter columnosa nube,
Al universo anuncia
Los estragos del húmedo elemento,
De Jehová la venganza y la alta gloria,
Su tan fácil victoria,
Y tu debilidad y abatimiento.


Después de la catástrofe horrorosa
Luengos siglos pasaste sosegado,
Temido y venerado
De la insigne Tlaxcala belicosa.
Jamás humana planta
Las nieves de tu cima profanara.


Mas ¿qué no pudo hacer entre los hombres
la ansia fatal de eternizar sus nombres?
Mira tu faz el español osado,
Y temerario intenta
Penetrar tus misterios escondidos.
El intrépido Ordaz se te presenta,
Y a tu nevada cúspide se arroja.


En vano con bramidos
Le quisiste arredrar; entonce airado
Ostentas tu poder. Con mano fuerte
Procuras de tu espalda sacudirle,
Y haciéndole temer próxima muerte,
Por los aires despides
Mil y mil trozos de tu duro hielo,
Y amenazas con llamas abrasarle,
Y le encubres el cielo
Y la lejana tierra
Con pómez y volcánica ceniza
Que a fuer de lluvia bajo sí le entierra.


Mas él, siempre animoso,
Ve tu furor con ánimo sereno:
Holla tu nieve, y desde tu ancha boca
Mira con ansia tu hervoroso seno.


Mil victorias y mil doquier lograba
El español ejército valiente,
Pero ya finalmente
La pólvora fulmínea les faltaba.
Y su impávido jefe fabricarla
Con el azufre de tu seno quiere.


Hablara así a sus huestes el grande hombre:
"Eterno loor a aquel que se atreviere
A acometer empresa de tal nombre".
Así dice, y Montaño valeroso,
La voz de honor oyendo que le anima,
Baja a tu ardiente sima,
Y tus frutos te arranca victorioso.


¿Con fuerza te estremeces? ¡ah! yo creo
Que a cólera mi labio te provoca.
De tu anchurosa boca
Humo y sulfúrea llama salir veo.
¿Qué? ¿me quieres decir fiero y airado
Que sólo he numerado
Los terribles ultrajes que has sufrido?


Basta, basta, oh volcán; ya temeroso
El torpe labio sello;
Pero escucha mis súplicas piadoso:
No quieras despiadado
Ser más temido siempre que admirado.
Jamás enorme piedra
De tus senos lanzada
Llene de espanto al labrador vecino;
Jamás lleve tu lava su camino
A su fértil hacienda,
Ni derribes su rústica vivienda
Con tus fuertes y horribles convulsiones;
Que el inextinto fuego
Que en tu seno se guarda
Para siempre jamás quede en sosiego.

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