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miércoles, 14 de diciembre de 2011

5561.- GLADYS CASTELVECCHI


Gladys Castelvecchi (n. 26 de noviembre de 1922 en Rocha, Uruguay - † 28 de mayo de 2008 en Montevideo), poeta uruguaya y profesora de Literatura.
Residió en Flores tras casarse con el escritor Mario Arregui. Más tarde volvió a Montevideo donde ejerció durante muchos años la docencia en Enseñanza Secundaria. Durante el período dictatorial fue destituida y encarcelada.
Publicó poemas y artículos de crítica en diversos semanarios y revistas uruguayas.

Libros
1965 No más Cierto que el Sueño [
Editorial Alfa Montevideo]
1983 Fe de Remo [Ediciones de la Banda Oriental Montevideo]
1984 Ejercicio de Castellano [Editorial Monteverde ]
1985 Calendarios [Ediciones de la Banda Oriental Montevideo]
1987 Animal Variable [Ediciones de la Banda Oriental Montevideo]
1992 Claroscuro [Ediciones de la Banda Oriental Montevideo]
1994 Por Costumbre [Ediciones de la Banda Oriental Montevideo]












Caronte

Señor, sombrías sombras en mi barca
recuerdan los cuerpos de su sombra.

Soy también una sombra perturbada.
Si pudiera preguntar, preguntaría.

Creador ¿por qué no te arriesgaste a cuerpo
con sombra y alma ahogándose en la sangre?

Qué misterio las sombras de tu sombra...

de Claroscuro









Hora fija

Lloro un muerto.
Largamente largamente lloro un muerto.
Al fin las flores lloran por mis ojos
y mis ojos acogen otro muerto
y largamente muy largamente lloran.

de No más cierto que el sueño












Palabra de verdad

Venid a mí,
los desconsolados por los desmanes de la aurora
y os consolaré

Palabra de revelación.

Hordas de dedos pálidos avanzan al poniente
y en llegando
llamaréis sinsabor lo de la aurora.

Palabra de verdad.

de Calendarios













Penélope

Penélope, trenzadora de paciencias,
recobra la dulcísima costumbre
del tálamo y del cuerpo
que navegó 20 años hacia el suyo.

Penélope sonríe. Mira sonreír a Ulises,
plácido en el dormir.
Tal el premio que los dioses reservan
a los domésticos telares.

Privativo es el sueño:
el fecundo en ardides desdeña.
atarse dócilmente al mástil
y naufraga -fanfarrón y elocuente,
afanoso en sonrisas-

de sirena en sirena.

de Por costumbre






La loca María

Siempre soplaba viento en torno a ella,
le bailaban de rapidez los huesos,
el puro pellejo de su cuerpo;
más en volandas todavía
las larguísimas faldas superpuestas,
el delantal con bolsillo para yuyos,
el moñete apretado en gris prolijo,
chiquitos los ojos, verdísimos
arroyitos de locura mansa,
“La loca María”,
zapatos de hombre más grandes que los pies
-que los pies chasqueando-
todas las palabras que supo
le iban en la sonrisa a “la loca María”
aprisada de prisa a cumplir sus visitas.

El humo se escurría por las suyas,
las brasas mortecinas se avivaban
Si “la loca María” en remolino
entraba resoplando en la cocina.
María admiraba los cuadernos
-qué dibujos, qué letra, qué prolijo-,
Nosotros, escolares inocentes
(¿la crueldad se impulsa o ya está dentro?)
codeábamos, guiñábamos, reíamos
de “la loca María” analfabeta
alabando belleza tras belleza
con el cuaderno “patas para arriba”.
(Quién te tuviera hoy, loca María,
y quién la dicha
de mirarnos a agua limpia los reveses.)

De pronto un salto “que son ya las cinco”
y María se iba en ventorrillo
a cumplir su tarea ineludible
voluntaria y sagrada desde luego:
recoger los pañales de los niños
antes de que el relente los rozara
-sorpresas del relente tan liviano-
dañino -quien lo diría-
para tripitas de recién nacido.

No se busquen más datos a sumarle
(como sellos, constancias, papeleos,
alguna cruz desvencijada, un nombre)
a las prisas finales de María:
conviene que se sepa que es inútil.

Lo único seguro, segurísimo,
es que ella no nació por estos mundos
y por tanto -la conclusión es justa-
no es por estos mundos que -de morir-
murió.

A todo caso habrá que buscar rastros
a la hora precisa en que el relente
despliega sus paneles y ese filito artero
que “la loca María” desarmaba.

Las finas artes de María, loca.












Acerca de

Son lugares comunes que
el lenguaje adquiere hábitos
toma los hábitos
se desprende de los hábitos se deshabita
y co-hábita, siempre,
en especial donde se cruza
de golpe
lo habitual
con lo anidado por pájaros de antaño
que vienen a revolar hogaño.

Allí persisten emplazamientos escondidos
que estallan, arden, parlanchinean
cuando saltan el simulacro
taimado del olvido.

Curiosamente
hay hechos de paciencia pura:
aguardan a que la distracción se aturda de sí misma
y regrese a torear la vigilia
en el campo de ellas,
los fieles cómplices emplazados de presente
los de voz tartamuda
los que nunca en la vida se escabullen
vaya a saber por qué.

Hasta aquí las noticias
-las fidedignas, claro-
acerca / de:













Corralones

Pasó la hora perversa de la siesta,
el aire anda más suelto,
la tarde por las cuatro de la tarde
y en el umbral de ladrillos de mi casa
yo espero,
como todos los días.
Desde el centro, desde el lado de la plaza,
sacándole a la vereda con sus tacos
macizos y empinados
un apurado sonsonete de ecos,
ya viene,
como si hubiera para ella
nada más que adelante,

Filomena Miranda.

Mis cinco años brincan por adentro
cuando me saluda “Buen día, nii-ña”.
(Nadie más me saluda.)
Ya da vuelta la esquina.
Ya se va.

Atravieso de un volido
el fondo con jardín y con quinta,
el maizal donde es fácil perderse,
trepo las escaleritas que dejan
los ladrillos calientes del corralón
y atiendo a Filomena.

Filomena da clase:
“Niños, hoy es la lección del árbol.

Niños, ¿qué da el árbol?”
Los niños, muy muy de a poco,
sombra... fruta...leña....
El árbol que veo cada día va pareciendo otro.

Nada en el mundo me tentaría
como para perderme las clases de Filomena,
solterona dicen en casa y se ríen
-son tan raros los grandes-
porque ella lo que quiere es ser maestra.

En el fondo de su casa, con gallinero, árboles, malvones,
Filomena da clase a niños que no se ven,
que nunca, nunca se ven,
que nunca se oyen.
Ella los nombra como si los viera,
los ve, los oye.
Yo oigo lo que ella dice que los niños dicen.

Qué difícil la clase de la hache.
Aprendí mucho con Filomena.
Aprendí que hay que escuchar
cómo habla la ortografía la gente,
que la hache no es muda
(como en buevo, o en juir, o en güeso),
pero que en hormiga es un sonido mudo,
enseña Filomena.

Qué gusto aprender tanto con ella
allí, escondidita entre el cedrón y el níspero.

Aquí vuelve con taconeo amortiguado de recuerdo
Filomena Miranda.

Me mira con sus ojos llenos
De haches y de niños:
Como de lejos (como de cerca)
“buen día, nii-ña”.
No da vuelta la esquina.
No se va.
Del otro lado del corralón
los árboles dan sombra- leña - fruta;
las gallinas escarban y picotean,
se rellenan el buche y después,
en el escondite del galpón
o en la mata verdegris del malvavisco,
atiborran de tortilla y merengue
blanquísimos, muy ordenados buevos.

Por sola diferencia sucede que me han acorralado
muchas veces las cuatro de una tarde,
muchas más veces aquellos cinco años.

Y mire usted:
Filomena usaba moño alto, invencible.
Probablemente también tenía cuerpo,
que mis cinco años no pensaron jamás.

Ahora quiero imaginar cómo sería
su cabellera suelta
y recuerdo sus redondos pechos
y se me ocurre ahora comprenderlos
como a dos arroyitos contenidos.











Carteando

Señora la mi madre,
doña Braulia González:

qué lindo nombre para milonga criolla
vivió usté, doña Braulia.

Que bien vivió su nombre de paridora fuerte,
de vientre siempre en fruto,
cómo estaba su nombre en sus manos tan fieles,
en los pies afanándose por un lado en la cuna,
por el otro en la máquina de hacer nuevo lo viejo,
déle fuerza y fuerzaza
sin parar, doña Braulia.

Usted ahora sabe,
señora la mi madre,
cómo yo me moría por algo tierno suyo.
Eso que tienen todos; un beso, una caricia.
Aprendí muy de a poco
que su vida de pobre, sus tareas de pobre,
su cocina de pobre, su dignidad de pobre
(me inclino, doña Braulia),
eran todo lo tierno que tenía a su alcance.
Uno aprende despacio.

Aquí la estoy pensando como la vi por años,
su aguja, su dedal,
boca seria, ojos mansos
y el libro que leía
para llorar de tristezas no suyas,
hoy pienso.

Aunque heredé su nombre,
nadie me llamará como a usté, doña Braulia,
y es justo.
Hay que ser mucha cosa para llamarse Braulia.

Y en usted había algo
como de agua en cántaro,
como tierra impregnada,
como de hoja silvestre con un secreto adentro,
como de india, vamos.
Siempre me he preguntado
cuántos indios habría sostenido su sangre.
A canoa por sus venas, jadeando, y por las mías,
anda un indio, me juego.
Un indio muy formal, tatarabuelo,
muerto de hambre en su río,
codicioso de peces que se escapan, se escurren
(uno de ellos, justamente,
es el que viene a rebullir mi sangre aún,
de vez en cuando).

Yo le escribo esta carta
nada más de nostalgia.
Bien pocas lunas hace se me asomó en un sueño
y estaba trabajando
sin sacarle ni un poco de reposo
a ésa, su eternidad.

Y quiero aconsejarle que descanse,
señora Doña Braulia.
Deje de acicalarle las alas a los ángeles
o esponjarle blancuras al Espíritu Santo.
(Yo la pienso en un cielo
como usted lo pensaba.
Infierno y Purgatorio,
los vivió en estos pagos).

Y mire que no me olvido que usté era manolarga.
Modérese, mi madre.
Pobre angelito que andando por su lado
se las pase de diablo.

Porque esto tengo cierto:
donde está usted, hay ángeles.

Como hubo en su jardín,
en su quinta de verduras
y pasteles caseros en las festividades.

Ternura, doña Braulia,
ternuras. Se agradecen,
aunque se entiendan tarde.

Y hasta más ver, señora.


de: calendarios
Ediciones de la
Banda Oriental (1985)












ritornello

La costumbre es feroz.

Hasta le come
las alas a los ángeles.


de: por costumbre
Ediciones de la
Banda Oriental (1995)











la primera oración

Conoció el hombre a su
mujer, que concibió y
parió
Génesis 4,1

Ángel de la leche,
no me desampares.

Mi criatura duerme.
Bendíceme el seno
cuando se despierte.

No me desampares,
ángel de la leche.














testamento

Lucharás por ¡a verdade
hasta ¡a muerte.
Eclesiastés 4,33


Te dejo a tí, mis hijos,
lo que heredé.
El techo lloviznoso,
la intemperie aprendida,
signos de sumar y restar en gravoso tumulto.
Reconstruyelos, Tú puedes.

Te dejo a ti, mis hijos,
los laberintos donde se refugian los rencores.
Soy peldaño: me conduelo y me acuso.
Alas de pobre empeño
esforzaron más rumbos que la rosa de los vientos.
Te dejo mis alas.
Trónchalas. Empluma. Vuela.

A ti, mis hijos,
dejo a mejor uso los signos de puntuación,
las hojas que no nacen sin raíces,
el revuelto envoltorio de los intentos.
En él perdura una goma escolar
suave como el pan,
acusatoria como el primer robo de hambre,
redentora como nuestro último remordimiento.
Escribe. Borra. Perdónate.

A ti, mis hijos,
el agua que entendió la sed,
la cadena suntuosa de que doy testimonio.

No te dejo la soledad del mar.
Es bien de todos. Dejo mis remos
y acaso algún jirón
del viento servicial que me asistió.
Que sople en tus caminos.

Te dejo, hijos,
las escasas palabras que aprendí
y mi absoluta fe en el abecedario,
laboriosa, congregadora hechura.
Te lego mi silencio. No lo oigas.

En codicilio,
la final dialéctica de la frente
cayendo hacia la luz
y las leyes de la especie,
¡nocente, bellísima crueldad.
Resuélvela. Es tu turno.


de: Fe de Remo












Piedra en el cruce

En la esquina del barrio casi a orillas del pueblo,
la piedra blanca (larga como de un metro,
alta como de medio)
era la plaza de los chiquilines;
bienhumorada, noticiosa, noticiera,
íntima,
pechuga de gallina ponedora su curva delantera,
la noche no tenía poderes sobre ella.

La piedra blanca recibía con igual amistad
la lluvia
o los chorritos del niño o del cachorro;
sin discusión la piedra blanca la mejor vecina:
¿cómo podría amanecer sin ella?
Con una piedra chica y dura
cosquillas y risitas le arrancaban
en chisperío los varones, así, como a una niña.

A veces -otras veces-
la piedra blanca veía desfilar gestiones de misterio,
disimulos al desgarbo de la muerte:
carruajes pavonados, caballos lentos
-penachos y jaeces - circunspecto el cochero,
más solemne que todo su sombrero
altamente retinto.

Pero jamás la piedra blanca mencionó a los niños
Arracimados en su lomo boquiabiertos,
más que noticias adecuadas para niños.

Se entiende, entonces,
que antes de ajustar los haberes
o débitos del día
el sol la consultara.

La piedra blanca.

Pensada calmamente
-ya un palmo por encima del hallazgo o la búsqueda-
se le escucha el macizo corazón de paciencia
allí,
como un respaldo en la orilla del barrio
(o en el linde del mundo),
allí para que nadie, nunca,
para que nadie nunca se sufra estar tan solo
en la orilla del barrio
o en el linde del mundo.




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