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martes, 20 de septiembre de 2011

4976.- HÉRIB CAMPOS CERVERA


Hérib Campos-Cervera (*Asunción, Paraguay; 30 de marzo de 1905 – Buenos Aires, Argentina; 28 de agosto de 1953), poeta paraguayo, hijo de progenitores de origen español, Hérib Campos-Cervera, también poeta, y de Alicia Díaz-Pérez, hermana del gran intelectual Viriato Díaz-Pérez.
Fue interno en el Colegio de San Lucas de Hohenau, institución a la que más de una vez llamó “cárcel”, lo cual lo revela como un adolescente vital y libertario. Además de su afición por la filosofía y las ciencias exactas, se dedicó a la crítica literaria y, fundamentalmente, a la poesía.
En el prólogo de la reedición de “Ceniza redimida”, escribe el estudioso Miguel Ángel Fernández Argüello: “Una infancia desdichada, lejos de sus progenitores, parece haber marcado toda su vida, y en su poesía tal vez se encuentre las huellas de esta primera etapa de su existencia. Su adolescencia y juventud no habrían sido más afortunadas...”
Su valor como poeta es innegable. Todos los estudiosos de la literatura paraguaya coinciden en afirmar que su obra señala el punto de partida de una nueva concepción poética vinculada a los nunca sencillos senderos del vanguardismo. Así, en su insustituible libro “La poesía paraguaya -Historia de una incógnita”, el crítico e intelectual brasileño Walter Wey precisa: “Campos Cervera colocó la literatura paraguaya en el ritmo americano y a la altura de la actual poesía del continente. Para eso no necesitó auscultar el corazón de Hispano-América. Realizó apenas lo que hacía mucho la temática de su tierra aguardaba: un profundizamiento del nativismo de los modernistas que quedaron en los aspectos objetivos de la vida y de la naturaleza. Se volvió para los temas sociales y humanos con penetración, aprovechando parte de un inmenso folclore inexplotado. En este sentido, también abrió camino para las nuevas generaciones.
Si no realizó de manera total la revelación del Paraguay como se esperaba de su intuición, mostró cómo podrá ser revelado en el futuro. Puso en evidencia que en casi 100 años de poesía, los poetas paraguayos a pesar de describir la tierra no se identificaron con ella y con su estilo de vida”.
Su trayectoria
Colaborador de revistas tales como “Juventud”, “Ideal” y “Alas” en la década de los años ‘20, su producción de entonces se vincula a la corriente del postmodernismo. La firmaba con el seudónimo de “Alfonso Monteverde”.
Año Actividad Resaltante
1931 Su participación en los sucesos del 23 de octubre de aquel año, marchó a un primer exilio, primero en Buenos Aires, Argentina y después en Montevideo, Uruguay. Por entonces había hecho clara opción por las ideas de izquierda, influido quizá por el anarquismo y sus reivindicaciones y por el socialismo marxista con el cual entró en contacto en Argentina y Uruguay.
1938 Tres años después de su regreso al Paraguay, junto a Josefina Plá -también de retorno reciente de Europa por el fallecimiento de su esposo, Julián de la Herrería- se sitúa en el centro de un movimiento que tiene como protagonistas, entre otros, a Augusto Roa Bastos, Óscar Ferreiro, Ezequiel González Alsina y Hugo Rodríguez Alcalá, los cuales pasarán a ser conocidos en la poesía paraguaya como “Generación del ‘40”. El lugar de encuentro de aquellos jóvenes es el cenáculo “Vy’a raity” - se les unirá pronto Elvio Romero- y sus producciones tienen cabida en revistas como las del Ateneo Paraguayo, Noticias y el suplemento literario del diario “El País”.
1940-1948 En 1940, ante el fallecimiento del entonces Presidente de la República, el Gral. José Félix Estigarribia, en un oscuro accidente de aviación, asume la conducción del país el también Gral. Higinio Morínigo, simpatizante de los autoritarismos nacionalistas imperantes en la Europa nazi-fascista; su gobierno se extenderá hasta 1948. Un año antes, en 1947, tendrá lugar una de las páginas más luctuosas de la historia del Paraguay, la malhadada guerra civil del ‘47 que, entre otras muchas secuelas y consecuencias nefastas, privó al país del talento y la creatividad de sus mejores artistas e intelectuales. Entre ellos, Hérib marchó a un nuevo exilio en Buenos Aires, el cual durará hasta su deceso.
César Alonso de las Heras y Juan Manuel Marcos, en un texto para estudiantes de la literatura paraguaya señalan: “Campos Cervera es el padre de la literatura paraguaya contemporánea. Si bien en el campo de la narrativa, el ensayo y el teatro lo podrían disputar esa preeminencia Casaccia, Barrett y Correa, respectivamente, no cabe duda ni discusión sobre su influencia decisiva en el de la poesía. Sus poemas manifiestan por primera vez en el país, el dominio de las metáforas surrealistas, las técnicas de enumerar de Neruda, del ritmo de Nicolás Guillén, de la imagen nostálgica de Alberti -a quienes dedicó su elegía “Regresarán un día”-.
La nostalgia y la esperanza, la elegancia verbal y la transparencia espiritual distinguen el estilo personalísimo, hondamente enraizado en las circunstancias nacionales, del malogrado poeta...”
Obras
En 1950 publicó el único de sus libros de poemas que apareció en vida del poeta, “Ceniza redimida”, reunión de 28 muestras magníficas de su mejor producción. “Hombre secreto” es el nombre del segundo de sus poemarios, aparecido póstumamente. Le pertenecen asimismo el relato “El buscador de fe”, la novela corta “El ojo enterrado”, la obra teatral “Juan Hachero”, no estrenada y aún inédita, a más de la novela “Hombres en la selva” y el poemario “Romancero del destierro”, cuyos originales le habrían sido sustraídos cuando su exilio en Montevideo, Uruguay.
Últimos años
El periodista Humberto Pérez Cáceres, compañero de Hérib en la redacción del diario “Democracia” de Buenos Aires, transmitió las últimas palabras del poeta para su pueblo: “El arte, la política, el quehacer cultural, deben beber los zumos mejores de la nacionalidad. El proceso tiene este itinerario de lo nacional a lo universal, no a la inversa.
Que no haya arte inútil, que no haya belleza divorciada del pueblo. El pueblo, su servicio, su redención, su felicidad, su justicia, deben constituir los motivos de todo trabajo. Lo nacional, nuestro país, nuestros hombres, nuestros campesinos y obreros, nuestras mujeres. Es a ellos, a su elevación, que los artistas deben dedicar todos sus esfuerzos”.



Un puñado de tierra

de tu profunda latitud;
de tu nivel de soledad perenne;
de tu frente de greda
cargada de sollozos germinales.

Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus sales
y su desamparada dulzura de raíces.

Un puñado de tierra que lleve entre sus labios
la sonrisa y la sangre de tus muertos.

Un puñado de tierra
para arrimar a su encendido número
todo el frío que viene del tiempo de morir.

Y algún resto de sombra de tu lenta arboleda
para que me custodie los párpados de sueño.

Quise de Ti tu noche de azahares;
quise tu meridiano caliente y forestal;
quise los alimentos minerales que pueblan
los duros litorales de tu cuerpo enterrado,
y quise la madera de tu pecho.
Eso quise de Ti
(-Patria de mi alegría y de mi duelo;)
eso quise de Ti.

II

Ahora estoy de nuevo desnudo.
Desnudo y desolado
sobre un acantilado de recuerdos;
perdido entre recodos de tinieblas.
Desnudo y desolado;
lejos del firme símbolo de tu sangre.
Lejos.

No tengo ya el remoto jazmín de tus estrellas,
ni el asedio nocturno de tus selvas.
Nada: ni tus días de guitarra y cuchillos,
ni la desmemoriada claridad de tu cielo.

Sólo como una piedra o como un grito
te nombro y, cuando busco
volver a la estatura de tu nombre,
sé que la Piedra es piedra y que el Agua del río
huye de tu abrumada cintura y que los pájaros
usan el alto amparo del árbol humillado
como un derrumbadero de su canto y sus alas.

III

Pero así, caminando, bajo nubes distintas;
sobre los fabricados perfiles de otros pueblos,
de golpe, te recobro.

Por entre soledades invencibles,
o por ciegos caminos de música y trigales,
descubro que te extiendes largamente a mi lado,
con tu martirizada corona y con tu limpio
recuerdo de guaranias y naranjos.

Estás en mí: caminas con mis pasos,
hablas por mi garganta; te yergues en mi cal
y mueres, cuando muero, cada noche.

Estás en mí con todas tus banderas;
con tus honestas manos labradoras
y tu pequeña luna irremediable.

Inevitablemente
-con la puntual constancia de las constelaciones-,
vienen a mí, presentes y telúricas:
tu cabellera torrencial de lluvias;
tu nostalgia marítima y tu inmensa
pesadumbre de llanuras sedientas.

Me habitas y te habito:
sumergido en tus llagas,
yo vigilo tu frente que muriendo, amanece.

Estoy en paz contigo;
ni los cuervos ni el odio
me pueden cercenar de tu cintura:
yo sé que estoy llevando tu Raíz y tu Suma
sobre la Cordillera de mis hombros.

Un puñado de tierra:
Eso quise de Ti
y eso tengo de Ti.



Testimonio

I
No sé: yo no podría nombrarlos de otro modo
que enterrando en las venas sedientas de la pólvora
sus simples iniciales de símbolos caídos.

Este que está a mi lado, redimido de luces,
palpando espesos muros de abrumados silencios;
o aquel en cuyos párpados
se demoró el relámpago del plomo,
no fueron al estrago, no acudieron al riesgo
mortal, ni al alto duelo
contra el nivel pesado del agua traicionada;
no se echaron de bruces detrás de la pequeña
frontera de sus huesos
para vestir de mármoles y nubes
la fragorosa arcilla combatiente
de su dulce estatura.

No serviría de nada labrarles una máscara
a quienes desde siempre
nacieron y habitaron entre chispas de piedra.

No. Eran otros los rumbos que imantaban los pasos
de estos inaccesibles guerrilleros del alba.
No fueron al encuentro de una selva de bronce;
no buscaron metales solemnes, no quisieron
anchas investiduras, ni charangas, ni cantos.
Simplemente
bajaron a morir para dejarnos
otro tiempo más limpio y otra tierra más clara;
algún laurel más alto y un aire más sencillo;
otra categoría de nubes y otra forma
de dar un aposento, de nombrar una cosa;
o acaso otra manera de abrir una ventana
para llamar al Día del Hombre Venidero.

¿Cómo escribir siquiera la cifra que llevaron
sin lastimar el polvo de sus nombres?

No puedo hablar de lágrimas
frente a esta primavera de espigas derrumbadas,
porque ellas no besaron las márgenes del llanto
en esos días inmensos en que el rayo buscaba
nada más que la talla del Hombre para herirla.

Si hoy nosotros estamos de pie sobre este cieno,
es porque el firme fuego de todo aquel calvario
trabajó los cimientos de este cieno.

Si mañana tocamos la espada del rocío,
es porque ellos tendieron un puente hasta el acero
y nos dieron su trigo, sus hondos minerales
y el Norte y la medida del camino.

II

Porque yo les he visto sosteniendo sus hierros,
en el trance total de estar doblados
sobre el pétalo oscuro de la sangre.

Yo estaba en el costado de la furia,
cuando ellos manejaban las aristas del trueno;
los he visto poblando de centellas azules,
las heladas esquinas de la noche.

Yo he visto el amarillo sendero que dejaba
la bandera asediada;
allí donde ella estaba
el estambre infalible de mi pequeña brújula
hallaba el brillo honrado del metal de una frente,
buscando su trinchera o su mortaja.

III

Y ahora, decidme, vosotros,
taciturnos sobrevivientes del crucial torrente;
piedras abandonadas
en la huella caliente del combate;
cal todavía sonriente sobre el alto
paredón de la muerte:
¿de qué rocas del tiempo
viene esta arena erguida que atraviesa
los párpados del aire enfurecido?
¿De qué profundo sueño están viviendo
estos ángeles claros que van hacia la lluvia,
con sus rugientes números de filos justicieros?

¿Y estos pájaros roncos que castigan
las ventanas del día?

¿De qué venas en llamas
o a través de qué dulces dominios navegantes
emergen estas aguas levantadas y alertas
que, minuto a minuto, configuran el torso,
las arterias pacientes y el rostro de diamantes
de estos vertiginosos varones del castigo?

Yo pregunto;
yo quiero que me digan el nombre
del Capitán caído debajo del silencio
de la piedra final y del madero
en cruz.

Yo quiero que me nombren el número preciso
de aquellas simples manos de labor derramadas,
desde el Norte, de rayos torrenciales,
hasta la desolada cintura de las islas.

Quiero que me denuncien la dignidad y el orden
de esta desamparada cosecha interrumpida.

Necesito bajar hasta el obscuro
nivel de la tormenta encadenada
y hacer el inventario de esta lenta yacija:
juntar las manos rotas; las frentes y los párpados;
clasificar el vasto trabajo del osario;
ver en qué forma suben las substancias terrestres
por los acantilados de la cal deshojada.

Tengo que custodiar desde hoy y para siempre:
los surcos y los hoyos y los túneles,
donde la estalactita de los ojos yacentes
y la pisoteada guitarra de estos labios
esperan la llegada de una aurora invencible.

Yo soy el Designado:
yo estoy en este duelo para marcar el hombro
de los Ángeles Negros que humillaron sus alas
bajando hasta el infierno de la sangre inocente.

Y aquí estaré por siglos -como un vigía de piedra-,
gastando las aldabas de las puertas del día,
hasta que una Bandera de olivos y palomas
se yerga entre las manos de los muertos vengados.



Regresarán un día...
I

Por
los caídos por la libertad de mi
pueblo y para los que viven para
servirla, esta constancia.

¿Veis esos marineros aún vestidos de pólvora;
y esos duros obreros cuya sangre de fuego
circula como un río de encendidas raíces
bajo el denso quebracho de sus torsos?

¿Y esas pequeñas madres, de tan leve estatura,
que parecen hermanas de sus hijos?

¿No visteis, no tocasteis el rostro fragoroso
de esos adolescentes cubiertos de relámpagos;
seres rotos, usados, gastados y deshechos
en una mitológica tarea?

¿Los veis? -Son los Soldados
de una hora, de un día, de una vida:
todos los Hijos obscuros de la misma ultrajada tierra,
que es mía y es de todos
los muertos de esta lucha.

¿Veis esos ojos con dos rosas de lágrimas
colgadas de sus órbitas azules?

¿Veis todas esas bocas despojadas de labios;
con trozos de guitarras colgados de sus bordes;
todas deshilachadas, arrojadas de bruces
sobre la inocencia triste del pasto y de la arena?

¿Los veis allí, hacinados,
bajo la misma luna de los enamorados;
agrediendo la clara piedad de la mañana
con su despedazada sonrisa?

¿Veis todo ese tumulto de la sangre temprana;
que camina de día, de noche, a todas horas
hacia los más profundos niveles de la tierra,
donde se están labrando los moldes transparentes
de todos los Soldados de las luchas futuras?

Abiertos en canal, de Norte a Norte,
-desde donde nacía la Semilla del Hombre-,
hasta el caliente refugio del grito, yacen.

Miran las altas luces del alto día del duelo,
mostrando los horóscopos helados de sus manos
y sus frentes de piedra amanecida
y la cal valerosa de sus huesos.

II

No moriré de muerte amordazada.
Yo tocaré los bordes de las brújulas
que señalan los rumbos del Canto liberado.
Yo llamaré a los Grandes Capitanes
que manejan el Viento, la Paloma y el Fuego
y frente a la segura latitud de sus nombres,
mi pequeña garganta de niño desolado
fatigará a la noche, gritando:

«¡Venid, hermanos nuestros!
¡Venid, inmensas voces de América y del Mundo;
venid hasta nosotros y palpad el sudario
de este jazmín talado de mi pueblo!

«¡Acércate a nosotros, Pablo Neruda, hermano,
con tu presencia andina, con tu voz magallánica;
con tus metales ciegos y tus hombros marítimos;
acércate a la sombra de tu estrella despierta
y contempla estas llagas ateridas!

«¡Ven, Nicolás Guillén,
desde tu continente de tabaco y de azúcar,
y con esa segura nostalgia de tus labios
ponle un exacto nombre a esta agonía!

«¡Y tú, Rafael Alberti -marinero en desvelo,
pastor de los olivos taciturnos de España,
tú, que una vez cuidaste la sangre de los héroes
que puso a tu costado mi patria guaraní-,
dibújanos el mapa
de estos desamparados litorales de muerte!

«¡Venid, hombres absortos; madres profundas; niños:
buscadores de Dioses; pordioseros;
máscaras evadidas y nocturnas del vicio;
patentados jerarcas de la virtud de feria;
venid a ver el rostro del martirio!

«Venid hasta el remanso de este dolor antiguo;
simplemente venid: así, sin lámparas;
sin avisos, sin lápices y sin fotografías
y dejad, si podéis, en las riberas:
la memoria, los ojos y las lágrimas.

«Tocad con vuestras manos estos lirios dormidos;
tocad todos los rostros y todas las trincheras;
la numerosa muerte de todos los caídos
y el polvo que sostuvo esta batalla.

«Apartad con la punta de vuestros pies desnudos
todos estos metales de nombres extranjeros;
estos lentos escombros de torres agobiadas;
esta antigua morada de la miel
y la verde pradera
de esta selva temprana de soldados».

Sí. Todas estas torres de acumuladas ruinas,
son nuestras.
Aquella sangre rota y estas manos deshechas,
son nuestras:
son nuestro honor de ayer y de mañana.

Yo lo proclamo ahora desde el hondo reverso
de esta paz de cadáveres:
todas estas banderas
y estos huesos, abrumados de luchas,
son el metal de nuestro riesgo;
son el emplazamiento de nuestra artillería;
nuestro muro blindado;
nuestra razón de fe.

III

Porque no está vencida la fe que no se rinde;
ni el amor que defiende la redonda alegría
de su pequeña lámpara, tras el pecho del Hombre.

Con estas simples manos y estas mismas gargantas,
un día volveremos a levantar las torres
del tiempo de la vida sin sonrojos.

Desde el fondo de todas las tumbas ultrajadas,
crecerán las praderas del tiempo de soñar.

Aquí, cerca, en las márgenes de la tierra pesada;
junto a la sal antigua del mar innumerable;
en la madera espesa y el viento de los árboles,
están creciendo ya.

Yo sé que en la mañana del tiempo señalado,
todos los calendarios y campanas
llamarán a los Hijos de este Día.

Y ellos vendrán, cantando, con su misma bandera;
con su mismo fusil recuperado;
vendrán con esa misma sonrisa transparente
que no tuvieron tiempo de enterrar.

Vendrán la Sal y el Yodo y el Hierro que tuvieron;
cada terrón de arcilla les tomará los ojos;
la cal de su estatura se asomará a su cauce
y alguna eterna Madre de un eterno Soldado
los llevará en la noche caliente de su sangre.

Y en la hora y el día de un tiempo señalado,
regresarán, cantando, y en la misma trinchera
dirán, frente a la misma bandera de mil años:

«¡Presente, Capitana de la Gloria!
¡Aquí estamos de nuevo para cuidar tu rostro,
tu ciudadela intacta; tu imperio invulnerable,
Libertad!».



Huella de hombre
Hachero

I
En memoria de los Hijos de la selva
que agonizan y mueren en silencio en
el vasto imperio del Quebracho.

Este es Benigno Rojas: hijo y nieto de hacheros
y hachero él mismo. Viene de selvas torrenciales
y está como de paso frente a mí, porque siempre
camina hacia otras selvas cada vez más lejanas.

Lo veo marchar llevando sobre la cruz del hombro,
el fulminante símbolo de su poder: el hacha;
y siento que en su pulso rotundo le circula
-como en perpetuo flujo-, la fuerza y el coraje.

Es el Hachero. Viene de selvas torrenciales.
Su alzada poderosa recorta una silueta
de aborigen, tallada sobre un friso de piedra.

El instinto certero de vientos y de lluvias
le da esa taciturna sabiduría de anciano
y aunque apenas levanta dos décadas de vida,
sus experiencias llevan una herencia de siglos.

Es todo brazos. Tiene sobre el antiguo sitio
de la sonrisa, un tajo que le madura el gesto;
la frente toda: un amplio lugar de sufrimientos,
donde vidas y muertes libraron su batalla.

Sellado de miseria, lleva un sombrero roto
para cubrir el rudo tumulto de su pelo,
un recuerdo de viejas altanerías le sube
por el torrente ardido de la sangre, a los ojos.

II

Esta es la Selva. En ella su existencia se expande
hasta llenar sus densos dominios germinales.
Respira el sostenido perfume de las hojas
y en la solemne cúpula del aire mañanero
va eligiendo los cantos de pájaros amigos
que regirán la rítmica jornada de sus horas.

Y cuando en rojos círculos, los límites del día
despuntan, el hachero, poderoso de orgullo,
sacude la cabeza para alejar el sueño.

Cincuenta metros dentro de su reino, detiene
sus pasos e investiga con cauteloso atisbo
las invisibles huellas de las bestias nocturnas.

Cuando sus ojos cumplen la selección certera
del tronco favorable,
baja el hacha; se arranca los harapos del torso;
lubrica con saliva las palmas de las manos
y comienza su rito con taciturna furia.

Sube el hierro y de vuelta, su filo incandescente
con impacto tremendo se incrusta en la corteza.
Regresa diez, cien veces sobre la misma vértebra,
hasta que la garganta desgarrada se rinde
y entre un furor de gritos, se acuesta en la picada.

Luego vendrán, en lenta sucesión de torturas:
el corte de los brazos -la dulce cabellera
que en amistad de pájaros vivió quinientos años-,
y la final injuria de ser oreado al viento
su corazón sangrante, lampiño y desolado.

Después, lo que suceda ya no tendrá importancia:
viajar, quedarse quieto o arder, será lo mismo.
Ni las nubes del alba, ni pájaros, ni lluvias
recostarán su vuelo sobre la cruz difunta.

La selva castigada, se duele de sus llagas
petrificando el alma de sus hijos intactos.
A izquierda y a derecha de sus heridas, yacen
la sangre milenaria y el corazón constante,
con las venas abiertas y el canto sofocado.

El humus -que ha labrado la columna tranquila
del árbol y le ha dado su dulzura de sombras
(y que nunca, en mil años, descansó en su tarea
de levantar la lenta catedral de un quebracho)-,
llora, junto a las rojas cicatrices y tiende
sobre las venas rotas sus manos de substancias
para que en los futuros milenios no perezcan
los encendidos brotes que duermen bajo tierra.

III

Tras la blindada puerta duerme el Oro encerrado.
Lo guardan hombres duros, de corazón metálico,
más fríos que las hojas del hacha y más tenaces
que el músculo tenaz de los hacheros.

Infinitas planillas, con infinitos números,
tamizan el trabajo del Hachero de Bronce.
Drenan los calculistas la sangre peregrina,
hasta dejar un pálido puñado de centavos.
Abren, al fin, la puerta blindada y con sus garras
de pájaros nocturnos -como quien da la vida-,
su paga dan al hijo diurno de la Selva.

Después... Es el camino; los puertos; las nostalgias
de amor y la guitarra y el cuchillo y la caña.
Lento o precipitado rodaje hacia el agobio;
siempre es igual: un día, de nuevo hacia la noria;
el hacha compañera sobre la cruz del hombro
y un infinito sueño colgado de los párpados.

Y así una vida entera. Los hijos: con anemia;
la mujer: amarilla de pestes y fatigas
y él, en perpetuos trances de enganches y despidos.

IV

Y su final fue duro, como es duro el oficio;
como también es dura la materia que amasa
y es duro el hierro ciego del hacha compañera.

Ciertamente. Un domingo, en que iba de retorno
-con la noche ya entera tapando los caminos-,
vio cruzar un ardiente relámpago de acero.
Desde el costado izquierdo
bajó una catarata caliente y fragorosa
buscando el nivelado descanso de la tierra.

Vieja ley de cuchillos lo llamó por su nombre,
sin darle tiempo alguno para mirar el ceño
del que lo ató a la tierra del canto y del gusano.
Un eco, casi helado, de relinchos de potros
le fatigó un instante los tímpanos dormidos
y un silencio de tiempo sin voz le fue cayendo
sobre el cristal velado de los ojos.

Cuando quiso la mano dolerse de sí misma
y buscó asir el grito que se le estaba yendo,
sintió que le pesaba más que el hacha: la vida,
y que la cruz del hombro lloraba por marcharse.

Un sueño de guitarras, de puñales y música
le completó la muerte que ya llevaba dentro,
y entre la luz de sombras, de su fin reiterado,
sus turbios ojos vieron levantarse, muy lejos,
sobre un alto horizonte de oxidados contornos
una cruz de quebracho de brazos encendidos
-velando el firme sueño- y en ella, recostada,
-sosteniendo el sombrero y en actitud de espera-,
el hacha compañera de hazañoso recuerdo...



Palabras para nombrar a los míos

El Hombre cae en la tierra, mas su
tiempo cae en la Eternidad.

Federico:
te he visto, aquí, sentado, sobre una piedra negra,
frente al mar que amansaba su furor en la playa,
mientras el sol pulía tu perfil de gitano
sobre el remolino limbo de la tarde dormida.

Te he visto así: sentado, con la camisa abierta
calcinando tu pecho bruñido de marino;
apagando las voces de tu guitarra ardiente
con el opaco grito de un puñado de arena.

Verde gitano nuestro que maduró la muerte
cuando pasen mil años, junto a esta misma piedra,
la misma arena amarga que levantó tu mano
aún estará llorando tu nombre amanecido.

Cuando te arrodillaste sobre la tierra tuya
el mar, que oreó tu pecho con su aliento de yodo,
calló... Las caracolas rumorosas de música
apagaron de pronto sus milenarios cánticos.

Granos de terciopelo de la arena marítima;
caminos de los vientos que se llevan los sueños;
noches enloquecidas por júbilos de mundos;
alas que traen y llevan su música encendida;
todo: viento y arena; mundos y alas y noches
lloran albas de sangre sobre tu nombre claro.

Federico: los años han secado tus carnes;
en ellas han penetrado gusanos de la tierra;
pero tu voz remota, poderosa de símbolos,
como el mar, no está muerta...
Entre un vuelo de albatros y un tumulto de estrellas,
se volvió al infinito tu fiesta de canciones.

Cuando pasen mil años, junto a esta misma piedra
que destacó tu estampa sobre el telón atlántico,
aún estaré esperando que otra música análoga
taladre el laberinto de cal de mis oídos.




Simple ruego por el ausente esperado
Para el recuerdo de Andrés Campos
Cervera -(Julián de la Herrería)-, que
era de mi amistad y de mi sangre.

Yo te esperé:
eras como un hermano cuya mano se busca,
para oprimir los labios calientes de una herida.

Y faltaste, hermano: te quedaste sin voz
cuando todos rogaban tu presencia.

Pero vino tu sombra:
nada más que tu sombra, hermano ausente.

Abrió la boca antigua, todavía sellada,
y dejó florecer sobre los labios duros
esta solicitud de perdón por la ausencia:
«...Ya he devuelto a la tierra lo que era de la tierra,
pero os queda a vosotros lo que seré mañana.

»No me lloréis, hermanos: estoy entre vosotros.
Ya no me lleva el tiempo con sus manos de leguas,
ni me oprime los ojos la forma del espacio.

»Mi vestidura flota sobre el Alba y la Noche,
más allá del recuerdo.
Mis avatares buscan otro vaso más puro,
para infundirme un cuerpo que regrese a vosotros».

Calló tu voz: sentimos que temblabas de frío,
pensando en que podrías sufrir otra caída.

Como quien se defiende de una angustia indecible,
murmuré, como un rezo, tu súplica inefable:

«Ya no me lleva el Tiempo con sus manos de leguas
ni me oprime los ojos la forma del espacio...».

Así sea.



Desvelo de los ángeles
Para Lidia y Augusto en
la hora del tránsito
del Hijo.

«Escucharé en la noche tus palabras:
... niño, mi niño...».
Pablo Neruda

I

Sobre albas de maitines los Ángeles caminan.
¿Hacia qué territorios de música y laureles
llevan su paz inmensa y transparente?
¿Junto a qué latitudes de transido desvelo
van con el nardo intacto de su historia?

En espejos de nieve se miran y en perpetuo
sosiego, nos recuerdan.

Pero no duermen nunca:
arañan nuestra sangre llena de amargas heces;
suben por nuestras duras primaveras de sueños,
y en nuestra cal sonámbula y helada,
sollozan...

Y un día están, de nuevo,
con su ceguera triste de raíces
oprimiendo el camino de las llagas.

II

Los Ángeles son nuestros: son nuestras alas rotas;
son las anclas dormidas sobre lechos de herrumbres,
en la raíz penosa de la tierra.

Es nuestra voz de niebla y de distancia:
-esa que no pudimos usar en el instante
de elegir el camino marinero.

Los ojos de los Ángeles no duermen:
están en nuestras órbitas salobres
buscando el necesario reverso de la luz.

Y sus labios sumisamente eligen
las palabras que nombran la morada del sueño.

Sus manos son jazmines sellados de silencio,
junto a una cruz de nieve, eterna y pura.

III

Los Ángeles navegan siempre...
Un necesario acontecer los llama
hacia seguras islas de recuerdo y nostalgia.
Ardientes Rosas de los Vientos crecen
sobre el pecho, librado de mármoles tempranos,
y una remota música de brújulas
les traza itinerarios sobre un atlas de nube,
hacia dolientes rumbos de lunas desoladas.

Están entre archipiélagos de sombras,
reinando sobre imperios de glaciales contornos.

Cruzan la absorta dimensión del aire,
y el alba numerosa que los lleva
se ilumina de pájaros azules.

Los Ángeles, sin rostro y sin memoria,
navegan por los cauces nocturnos de la sangre.

Un cielo azul, invicto y despejado,
cuida su paz de sueños sin fronteras.



Pequeña letanía en voz baja
Para
el recuerdo de Roque Molinari Laurin.
-Donde estuviere.

Elegiré una Piedra.
Y un árbol.

Y una Nube.
Y gritaré tu nombre
hasta que el aire ciego que te lleva
me escuche.
(En voz baja).

Golpearé la pequeña ventana del rocío;
extenderé un cordaje de cáñamo y resinas;
levantaré tu lino marinero
hasta el Viento Primero de tu Signo,
para que el Mar te nombre
(En voz baja).

Te lloran: cuatro pájaros;
un agobio de niños y de títeres;
los jazmines nocturnos de un patio paraguayo.
Y una guitarra coplera.
(En voz baja).

Te llaman:
todo lo que es humilde bajo el cielo;
la inocencia de un pedazo de pan;
el puñado de sal que se derrama
sobre el mantel de un pobre;
la mirada sumisa de un caballo,
y un perro abandonado.
Y una carta.
(En voz baja).

Yo también te he llamado,
en mi noche de altura y de azahares.
(En voz baja).

Sólo tu soledad de ahora y siempre
te llamará, en la noche y en el día.
En voz alta.



Baladas
La noche de los toldos
Para José
Asunción Flores

Siete hogueras arden...

Siete hogueras cantan
músicas de luces.
En la noche blanca
de los toldos indios,
siete hogueras arden...

Palmeras salvajes
del desierto mudo,
destrenzan al viento
su música verde.

En los algarrobos
madura la chicha
que emborracha al indio
y da a sus tobillos,
cosquillas de danzas.

Mientras, en la noche
de los toldos indios,
siete hogueras arden...

Furor de tan-tanes:
se puebla el silencio
de mudas presencias.

Máscara de piedra
sobre el rostro verde
tiene el indio joven;
culebras azules
surcan sus mejillas,
ajorcas de plumas
ciñen los tobillos
de la joven india.
Mientras, en la noche
de los toldos indios
siete hogueras arden...

Frente al Sacerdote
siete hogueras arden.
Callan los tan-tanes
de la voz de cuero.
En la noche blanca
de los toldos indios
sube a las estrellas
un rumor de ruego:

«Kilikamá oú...
Kilikamá oú...
Kifikamá oú...
Kilikamá oú...»

En la noche blanca
de los toldos, arden
siete hogueras rojas.
El jhú-jhú acelera
su ritmo frenético
y arroja a los indios
hacia las doncellas,
en un entrevero
de danza nupcial.

Los labios ofrecen
sus copas de fuego,
para que mis indios
ardan en amor.
La Luna, que otorga
sus lágrimas rojas
a las indias núbiles,
escucha los ruegos
del Gran Sacerdote,
que en la noche blanca
de los toldos indios
le pide su amparo:

«Ta-aná oú...
Ta-aná tojhó...
Ta-aná tojhó...
Ta-aná tojhó...»

La noche del toldo
huye hacia los montes;
ponchos de cenizas
cubren los rescoldos
de las siete hogueras...

Duermen los tan-tanes
de la voz de cuero,
pero aún se escuchan
en la noche blanca
rumores de ruego:

«Kilikamá ojhó...
Kilikamá ojhó...
Kilikamá ojhó...
Kilikamá ojhó...»

Ya no hay siete hogueras:
la noche del toldo
se durmió en el alba...





Soledad sin recuerdo
Madrigal para la voz en fuga

¡Oh, voz de nube!
¡Oh, terciopelo!
¿Cómo nombrar tu música de musgo
sin disipar las brumas que te velan?

Viene la voz entre un aroma urgente
de jazmines de luna y se derrama
sobre el camino ciego de la noche.

Baja por escaleras de tristeza,
para perderse entre remotos pinos
y aliviarse de penas en los duros
espejos de la nieve desolada.

Deja en el aire en llamas su caricia
y al recorrer los círculos del viento,
un caracol incierto la recoge
y la devuelve, al fin, yacente y pálida,
muerta sobre un paisaje de silencio.

¡Y no saber cómo nombrarte,
para que vuelvas a llorar, subiendo
los senderos de luna y de jazmines!
¡Oh, voz de nube!
¡Oh, inasible perfil de ausencia y lágrimas:
verte morir
y no saber cómo nombrarte!
¡Oh, terciopelo!




Nivel del mar

Es como yo: lo siento con mi angustia y mi sangre.
Hermoso de tristeza, va al encuentro del mar,
para que el Sol y el Viento le oreen la agonía.
Paz en la frente quieta; el corazón, en ruinas;
quiere vivir aún para morir más tiempo.

Es como yo: lo veo con mis ojos perdidos;
también busca el amparo de la noche marina;
también lleva la rota parábola de un vuelo
sobre el anciano corazón.

Va, como yo, vestido de soledad nocturna.
Tendidas las dos manos hacia el rumor oceánico,
está pidiendo al tiempo del mar que lo liberte
de ese golpe de olas sin tregua que sacude
su anciano corazón, lleno de sombras.

Es como yo: lo siento como si fuera mía
su estampa, modelada por el furor eterno
de su mar interior.
Hermoso de tristeza,
está tratando -en vano- de no quemar la arena
con el ácido amargo de sus lágrimas.

Es como yo: lo siento como si fuera mío,
su anciano corazón, lleno de sombras...




Tiempo de amor y soledad

Y he estado nueve noches bajo el abierto cielo,
arañando la tierra, para calmar la sangre,
y adelgazando el grito de mi voz encerrada;
mientras el viento amargo se llevó brizna a brizna
este perfil de sombras de mi cuerpo en tinieblas.

Y luego te he entregado, noche mía, la sangre.
La sangre. Sí: la sangre. La sangre que solloza
por túneles azules su vida equivocada;
la sangre, que no quiere desintegrar su grito,
porque es el fundamento de la Flor y del Canto.

Y luego di mi frente. Tras su mármol tranquilo
vivió el furor del sueño su tormenta diaria,
sin que una sola arruga marcara su oleaje;
ni el pensamiento puro lo anegara en su sombra
al horadar mis sienes su vertical tortura.

Y ahora, son los ojos: los taciturnos ojos,
donde guardaba el alba sus pétalos de estrellas;
los ojos de agua clara, donde iban las gacelas
a buscar mansedumbre para su sed de fuga.

Y también va la piedra, ya muda, de los labios:
los labios ya besados por muertes numerosas.
Y los pies marineros, llagados de caminos;
el corazón ausente y el pecho amanecido.

¿Después? -Después, la mano: la calcinada mano,
marcada en su pecado con un buril de fuego;
la mano que no quiso pagar su duro crimen
de haber asido un sueño con sus garfios de carne.

¿La visteis algún día flotar sobre las cosas,
-pájaro alucinado, que aprisiona en su pico
luciérnagas azules que mueren de su fuego?
Después de nueve noches, sus lirios fatigados
-sin memoria y sin nombre- se volvieron recuerdo.

Todo se te reintegra: noche profunda y alta.
La tremenda parábola ya no se apoya en Ti;
y aquel temblor de siglos que me entregaste un día,
aquietó, al fin, por siglos también, su inenarrable,
desesperada angustia de ser humanidad.

Un día, desde el fondo caliente de la tierra
-seno eterno de Madre, que pare su cosecha
con una indiferencia de sexo apaciguado-
saldrá el rosario triste de mis huesos dolidos,
libres ya del espanto de su cárcel de vida.

Y nunca más la dulce canción que dio belleza
al peregrino tránsito por la prisión de piedra;
nunca más el lamento secreto de la flauta
encenderá en la tarde su rústico llamado.

Pero será otra vida. Sí: otra vida. Distinta.
Despojada del largo castigo del recuerdo.
Un árbol o una piedra: algo que mire al Tiempo,
mudo y sordo y sin ojos, por una Eternidad.




Poemas no incluidos en Ceniza Redimida

Desde Espartaco hasta hoy,
nuestros héroes se llamaron:
Stenka Razin, caudillo campesino, vengador de su clase;
comuneros de París, innumerables y anónimos, fusilados
en
el muro;
pero sobrevivientes para siempre en el gran corazón de
los
obreros;
trabajadores de Moscú, de Leningrado, de Hamburgo y de
Viena.
Los héroes de nuestra clase se llamaron:
Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht: ambos fuego, corazón y brazo de la Revolución;
ambos padre y madre del Partido Comunista Alemán.
Los poetas revolucionarios de hoy
cuando queremos cantar a un héroe proletario,
cantamos a Jorge Dimitrof.

Cada clase tiene los héroes que se merecen:
que los poetas burgueses levanten hasta las nubes a sus
héroes
sangrientos;
que canten epopeyas a sus masacradores de obreros y a
sus
mariscales de la matanza;
que tallen estatuas a sus financieros de la rapiña;
dejemos que tejan charreteras de oro para los generales
que han sobrevivido a los millones de soldados que
condujeron a la carnicería;
que ellos canten al rufián Horst Wessel -héroe de las
bandas
de Hitler-
Nosotros, los poetas revolucionarios de hoy,
cantaremos a un descamisado;
a un revolucionario,
al héroe proletario Jorge Dimitrof.

Sobre los escombros de la Europa imperialista y guerrera
todos los días amanece una aurora roja.
Hoy es Hamburgo la que levanta su voz de metralla;
ayer fue Reval la que cantó su himno insurgente;
luego Bulgaria inició su guerra campesina.
El fuego del incendio alumbró la estampa del obrero
Dimitrof,
alta, la figura;
imponente, la voz;
todo él, extraordinario y vencedor.

Asia se despereza y contesta:
Cantón la Roja ha izado una vez y otra vez la bandera de
la
Hoz y el Martillo.
El «Zeven Provincien» -hermano glorioso del Potemkin-
telegrafía al mundo:
«¡Hermanos! ¡No disparéis sobre nosotros!»
Entre el mar de las banderas rojas;
entre el sordo rugido de las masas que se aprestan a la
lucha
final,
las ametralladoras y los gases acuestan sobre las
calzadas a
las blusas azules.
Caen, se levantan, caen y se yerguen de nuevo;
héroes sin nombre sostienen en alto el símbolo rojo de
la
gloria revolucionaria;
voces anónimas cantan la marsellesa proletaria:
«...Es la lucha final...
...Unámonos todos con valor...
...Por la Internacional...».

Luego llegó «la noche de los largos cuchillos».
Sangre, cadenas, ley de fuga, «suicidios», horas y
hachas;
noche de San Bartolomé de los asesinos al servicio de la
Alta
Finanza.
El fuego, las torturas: un aquelarre de la Edad Media
fue lo que la burguesía ofreció a los obreros de
Alemania.

Pero las blusas azules prepararon su desquite.
...Y amaneció la mañana de Leipzig.
El Mundo, de nuevo pudo ver la estampa del héroe;
alta, la figura,
imponente, la voz;
encadenadas las manos laboriosas,
pero todo él, extraordinario y vencedor.

Los jueces callaron; los falsos testigos agacharon la
cabeza,
y el preso clavó a sus verdugos en el banco de los
acusados.
Habló. Habló para los suyos. Dijo su verdad de clase.
El supremo verdugo chilló aterrorizado:
«¡Sus palabras son excesivamente duras!».

El obrero Dimitrof piensa en la vida, en el dolor y en
las luchas
de todos los suyos,
y exclama:
«Mis palabras son ardientes y duras
porque ardiente y dura ha sido toda mi vida;
¡mis palabras son como la vida y la lucha de todos
los
míos!».

Y venció.
Venció porque era un proletario comunista,
venció porque sabía que todos los obreros del mundo
estarían a su lado en la agonía y en el triunfo.
Los verdugos desarmaron la guillotina;
Goering se hundió en su noche de crímenes y de morfina.

Manchester, Chicago, Skoda y Creuset han parado sus
máquinas;
los negros de la Carolina del Sur, de Liberia y del
África
Central,
los comunistas chinos que siembran de Soviet su país
milenario,
los «mensúes» del Alto Paraná y los mineros taciturnos
de las
montañas de Bolivia,
todos han escuchado la palabra de Jorge Dimitrof,
el corazón del mundo no tiene más que un único latido.
Una voz rompe el hilo de todos los telégrafos
y se derrama por las calles y por los caminos del campo
y de
las ciudades;
la consigna del Socorro Rojo Internacional pone de pie
a
todos los oprimidos de la tierra.
«Libertad para Jorge Dimitrof! ¡Abajo los jueces de
Leipzig!
Las radios de Moscú interrogan a Berlín:
«Capitán Goering: ¿Quién incendió el Reichstag?»

La respuesta fue un avión que cruzó el cielo de
Varsovia:
La Patria del Proletariado -que reclamó la vida de sus
hijos-
la Unión Soviética, desde el Ártico hasta Crimea
abrió sus 170 millones de brazos para recibir al héroe
vencedor.

Nosotros, los poetas revolucionarios de hoy,
cuando queremos cantar a un héroe proletario
cantamos a Jorge Dimitrof.




Hombre secreto

Hay un grito de muros hostiles y sin término;

hay un lamento ciego de músicas perdidas;
hay un cansado abismo de ventanas abiertas
hacia un cielo de pájaros;
hay un reloj sonámbulo
que desteje sin pausa sus horas amarillas,
llamando a penitencia y confesión.

Todo cae a lo largo de la sangre y el duelo:
mueren las mariposas y los gritos se van.

¡Y yo, de pie y mirando la mañana de abril!
¡Mirando cómo crece la construcción del tiempo:
sintiendo que a empujones
me voy hacía el cariño de la sal marinera,
donde en los doce tímpanos del caracol celeste
gotean eternamente los caldos de la sed!

¡Dios mío! -Si no quiero otra cosa
que aquello que ya tuve y he dejado,
esas cuatro paredes desnudas y absolutas;
esa manera inmensa de estar solo, royendo
la madera de mi propio silencio
o labrando los clavos de mi cruz.

¡Ay, Dios mío!

Estoy caído en álgidos agujeros de brumas.
Estoy como un ladrón que se roba a sí mismo;
sin lágrimas; sin nada que signifique nada;
muriendo de la muerte que no tengo;
desenterrando larvas, maderas y palabras
y papeles vencidos;
cayendo de la altura de mi nombre,
como una destrozada bandera que no tiene soldados;
muerto de estar viviendo de día y en otoño,
esta desmemoriada cosecha de naufragios.

Y sé que al fin de cuentas se me trasluce el pecho,
hasta verse el jadeo de los huesos, mordidos
por los agrios metales de frías herramientas.
Sé que toda la arena que levanta mi mano
se vuelve, de puntillas, irremisiblemente,
a las bodegas últimas
donde yacen los vinos inservibles
y se engendran las heces del vinagre final.

¡Cuánto mejor sería no haber llegado a tanto!
No haber subido nunca por el aire de Abril,
o haber adivinado que este llevar los ojos
como una piedra helada fuera lo irremediable
para un hombre tan triste como yo!

Dios mío: ¡si creyeras que blasfemo,
ponme una mano tuya sobre un hombro
y déjame que caiga de este amor sin sosiego,
hacia el aire de pájaros y la pared desnuda
de mi desamparada soledad!





Tu nombre sobre el muro

Para el nombre y el hombre Paul
Eluard. Para el hombre infinito que
vivió en él. Para la vida sin término
que vive en su nombre.

I

¿Cómo hacer para verte
acostado en la tierra, desde hoy y para siempre?
¿Desde qué primavera de flores infinitas
nos estarás mirando con tus ojos de luz
y tu pecho
de capital altura?
Ayer nomás estaba moviéndose entre vértigos
de lutos y vejámenes, todo el aire de Francia;
estaba todo lleno de ángeles transparentes,
todo lleno de Pablos luchadores.
Estaba allí el de España, vestido de rocío,
con su pólvora amarga, con sus limones verdes;
con sus rostros divididos
y sus metales hondamente fundidos en la arcilla.
Estaba allí el de América, nuestro Pablo más alto,
todo crucificado de mineral y Chile;
y estabas tú, Paul Eluard,
el hombre total, francés del universo,
el más Pablo de todos.
Y hablabas y cada uno de tus pequeños pájaros
cruzaba el horizonte y encendía una estrella
y la noche del hombre se arrodillaba y moría,
frente al fuego magnético de tu luz boreal.

II

Estaban floreciendo los naranjos de España,
flores de antigua sangre;
y tú, desde la dulce medida de tu pecho,
te arrancaste un duro fusil de miliciano;
un fusil infinito de balas infinitas,
que mataba a la muerte.
Y otro día, cuando los verdes prados
granaban en furiosas cosechas de ensangrentados
cereales;
cuando el gas y las bombas y el humo y el uranio
quemaban todo el polen y las hojas y el tallo
de la definitiva madera de los hijos de Dios,
tú, Paul Eluard,
con tu mirada-Eluard y con tu voz-Eluard,
te asomaste al estrago.
Y cuando los ángeles de la venganza
te pidieron tu cuota;
cuando te reclamaron los ojos y las frentes
y las gargantas mudas,
y las pobres garras calcinadas,
y las ametralladoras y los gritos
de los ajusticiados por tu mano,
tú señalaste el muro; mil muros;
todos los muros de París y de Francia
y del mundo.
Y allí estaba tu firma: ese día te llamabas:
«Eluard-la liberté».

III

Ayer, una criatura, hija clara del alba,
te buscaba, Paul Eluard:
te buscaba, para hablarte de amor.
Era un día de flor perenne, de perfumes ciegos,
en que nadie debería morir.
Te golpeaba la puerta, sacudiendo los arcos de tu
jardinería;
probaba con ingenuas ganzúas tus firmes cerraduras
y escudriñaba las rendijas de tus paredes,
buscándote, preguntando por ti.
Alguien le había pasado
una pequeña esquela con un mensaje tuyo,
escrito con minúsculas azules y con pulso de fiebre:
«si buscas al Amor, buscas a Paul Eluar...»
Recuerdo, hace unos años, cuando desde mi patria,
mi Paraguay de sueños, azúcar y agonía,
veíamos volverse tinieblas la mañana...
Recuerdo cuando el aire oreaba la sangre
recién desparramada sobre la tierra ardida,
de Oradour y de Lídice...
Recuerdo lo que estabas haciendo,
porque cuando llevábamos la cabeza a la almohada,
llegaba a nosotros los confundidos ecos
de las crepitaciones de leños y esqueletos
estallando entre el fuego...
Pero en la noche ciega,
alguien que no dormía levantaba su lámpara,
y la luz cariñosa del aceite prohibido
alumbraba las palabras inmensas:
«Allons, enfants de la Patrie,
le jour de gloire est arrivé...»
Ese pastor nocturno de la libertad,
era la dignidad del hombre y se llamaba:
Paul Eluard.





Así...

Dejo aquí, en tus umbrales,
mi corazón inaugurado; mi voz incompatible;
mi máscara y mi grito y mi desvelo;
todos los carozos desnudos, roídos de intemperie;
todo lo que decae como un pétalo seco
en los vencidos días de otoño.

Hoy quiero verlo todo desde dentro;
todo el hilván y el esqueleto de sostén;
toda la utilería;
los telones y relieves prolijos del sueño.
Hoy recorro los acontecimientos
como quien navegara a lo largo de la miga cariñosa
de un pan
y saliera, de golpe, a flor de costra,
en llegando a la ciega corteza
apoyado en carbones de próximos diamantes.
Así, ejecutado y prolijo,
con la corbata puesta y los zapatos en su sitio:
como un muerto que espera el turno de su leño.

Así.
Porque es hora ya de irse preguntando:
¿A qué tanto jadeo y tanto andar a pie,
con la corbata puesta al revés,
y el corazón al aire, allí,
justo sobre las coyunturas desangradas
y los dedos haciéndole señas al Dios de nadie?
¿A qué los ojos cayéndose de tanto ver osamentas
y los párpados, ardiendo
sobre el aire podrido de un tiempo miserable?

Bueno: dejo aquí, en tus umbrales,
mi corazón de arena; mi voz toda desecha
y mi máscara rota y mi mano sin horóscopos,
sin huellas saturnales de lunas muertas;
todo aquello que amé;
todo aquello que pudo ser un canto y es solamente
desprendido terrón de cementerio.

Tómalos todavía: colócalos
en un hondo nivel de marineros descansos;
ponles un grano de sal sobre las órbitas;
ponles una flor marchita en los ojales...
Llámalos a esa muerte que tú no desconoces
y entrégalos a la dulce vocación de los pájaros
que emigran hacia el Sur...
Y no los nombres nunca, si no es para amarlos
en recuerdo, en piedad, en dulzura de tarde quieta
-como quien acunara la cabeza de un infante sin madre-,
Así.



http://www.los-poetas.com/poetas/herib1.htm


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