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domingo, 4 de diciembre de 2011
5451.- JAVIER DEL GRANADO
Javier del Granado
Francisco Javier del Granado y Granado (27 de febrero de 1913 — 15 de mayo de 1996), fue poeta laureado e hijo predilecto de Bolivia.
Nacido en el seno de una familia aristocrática con notables precedentes literarios, pasó la mayoría de su juventud en la antigua hacienda colonial de la familia, ubicada cerca de la localidad de Arani en el departamento de Cochabamba, Colpa-Ciacu, que en el Siglo XVI fue un convento augustino. El contacto con la naturaleza y la vida campestre tuvieron mucha influencia en sus obras, que combinan la ambientación épica y crónica histórica con los temas rurales e indígenas, y un fuerte uso de idiomas autóctonos, principalmente el quechua (la lengua ancestral de los Incas). A raíz de la preocupación temática por el pueblo y el paisaje del terruño en que había nacido, así como por el cultivo de las formas métricas y la intensidad y brillo de sus sonetos y romances, su producción poética ha sido comparada con la obra del humanista mexicano Alfonso Reyes.
El vate boliviano logró reconocimiento amplio, recibiendo una multitud de premios nacionales e internacionales, a lo largo de una carrera de más de medio siglo. Su fallecimiento fue marcado por tres días de duelo nacionales y su funeral un evento estatal. En su memoria, Bolivia ha dedicado dos avenidas y una plaza y develado un monumento, además de editar un sello conmemorativo en su honor.
Bibliografía
Las obras principales de Javier del Granado son:
Rosas pálidas (1939)
Canciones de la tierra (1945)
Santa Cruz de la Sierra (1947)
Cochabamba (1959)
Romance del valle nuestro (1964)
La parábola del águila (1967)
Antología poética de la flor natural (1970)
Terruño (1971)
Estampas (1975)
Vuelo de Azores (1980)
Canto al paisaje de Bolivia (1982)
Cantares (1992)
(Del CANTO AL PAISAJE DE BOLIVIA, 1982)
LA MONTAÑA
Flagela el rayo la erizada cumbre,
el huracán en sus aristas choca,
y arranca airado con la mano loca
su helada barba de encrespado alumbre.
Rueda irisado de bermeja lumbre
el turbión que en cascada se disloca,
y hunde a combazos la ventruda roca,
para que el oro en su oquedad relumbre.
Bate el cóndor tajantes cimitarras
y arremetiendo al viento de la puna,
estruja al rayo en sus sangrientas garras.
Reverberan de nieve las pucaras,
y soplando el pututo de la luna
se yerguen en la cima los aimaras.
EL LAGO
Sobre el terso cristal de malaquita
que aprisiona el soberbio panorama,
el carcaj de la aurora se derrama
y el bridón de los Andes se encabrita.
Su ala de nieve la leyenda agita,
muerde las islas una roja llama,
y de la ola el sonoro pentagrama
el hachazo del viento decapita.
Sofrena el sol su cuadriga en el Lago,
salpicando de lumbre los neveros,
y en el lomo de fuego del endriago.
Emergen de la bruma del pasado,
la sombra de los Incas y guerreros,
bajo el palio de un cielo constelado.
LA VICUÑA
Esbelta y ágil la gentil vicuña
rauda atraviesa por la hirsuta loma,
y en su nervioso remo de paloma,
las graníticas rocas apezuña.
El sol de gemas, en su disco acuña,
la testa erguida que al abismo asoma,
y en sus pupilas de obsidiana doma
la catarata que el alfanje empuña.
Su grácil cuello como un signo alarga,
interrogando ansiosa a la llanura,
y envuelta en el fragor de una descarga,
huye veloz por el abrupto monte
y se pierde rumiando su amargura,
como un dardo a través del horizonte.
EL VALLE
Embozado en su poncho de alborada,
la lluvia de oro el sembrador apura,
y el cielo escarcha la pupila oscura
del buey que yergue su cerviz lunada.
Bajo el radiante luminar caldeada,
de agua clara, la tierra se satura,
y la mano del viento en la llanura,
riza de sol la glauca marejada.
Cuaja el otoño las espigas de oro,
y las mocitas en alada ronda
vuelcan su risa en manantial sonoro.
Se curva el indio y en su mano acuna
de un haz de mieses la cabeza blonda,
que siega la guadaña de la luna.
LA CASA SOLARIEGA
Mordiendo la granítica quebrada
se yergue la casona solariega,
alba de sol, con la pupila ciega,
y su techumbre de ala ensangrentada.
Con rumores de espuma la cascada
sus vetustas murallas enjalbega,
y en luminoso tornasol despliega
su cola el pavo real de la cañada.
Su arquitectura colonial evoca
la altiva estampa de un hidalgo huraño,
que vivió preso en su cabeza loca.
Un Gran Danés en el portal bravea,
y se desborda el mugidor rebaño,
atropellando la silente aldea.
EL HORNO
Combando el cielo en olorosa tierra
alza su nido el laborioso hornero,
que convierte las pajas en lucero,
y en miel, el barro que su pico aferra.
Por eso el hombre que en su ser encierra
todo el saber del universo entero,
con gran acierto lo imitó al hornero,
y horneó en el horno, el trigo de la sierra.
Bendice Dios, la casa en que se amasa,
y en el hogar hay un calor de nido,
si a cada niño se le da su hogaza.
Y si Natalio brinda a su familia
pascual cordero y pan recién cocido,
¡canta el horno en campanas de vigilia!
EL RÍO
Rastreando emerge del cristal de cromo,
un yacaré con ojos de esmeralda,
y serpentea entre la hierba gualda,
bajo el fogoso luminar de plomo.
Relampaguea en su quebrado lomo
el polvo de oro que la orilla escalda,
y un chiriguano de tostada espalda,
asecha al saurio, con feroz aplomo.
Rasga el ramaje su mirada oscura,
y estrangulando el pomo de su daga
hiere a la bestia con sin par bravura.
Resuella el monstruo y de venganza hambriento,
la hirviente sangre con su lengua halaga,
y con su cola decapita al viento.
LA SELVA
Con salvaje lujuria de pantera
se enardece la selva en el estío,
y el huracán con ímpetu bravío
destrenza su olorosa cabellera.
Blonda cascada de hojas reverbera
sobre el ramaje trémulo y sombrío,
que troncha el rayo en rudo desafío,
incendiando el plumón de su cimera.
Se retuerce la jungla acribillada
por dos pupilas de rubí llameante
que desgarran su carne alucinada.
Viborea un relámpago en las huellas,
el temible jaguar huye jadeante,
y en su lomo chispean las estrellas.
LA LEYENDA DE EL DORADO
Bajo el ardiente luminar del trópico,
como el hidalgo Caballero Andante,
jinete en ilusorio rocinante,
sueña don Ñuflo con un país utópico.
En la pupila azul de un lago hipnótico,
ve una ciudad de mármol relumbrante,
almenas de ónix, fuentes de brillante,
y aves canoras de plumaje exótico.
Ve al augusto Paitití en su palacio,
y a caimanes con ojos de esmeralda,
custodiando sus puertas de topacio.
Turba su mente el colosal tesoro.
y en los oleajes de la fronda gualda,
el sol incendia la Leyenda de Oro.
EL MÉDICO DE LA ALDEA
Como el dulce Rabí de Galilea,
con la sonrisa iluminó la infancia,
y derramó de su alma la fragancia
sobre la humilde gente de la aldea.
Su espíritu en el Héspero aletea,
su corazón palpita en nuestra estancia,
y su mano a través de la distancia
la plata de la luna espolvorea.
San Vicente de Paúl y San Francisco
transmigraron a su alma consagrada
a cosechar espinas en el risco.
Junto a la cuna meditar lo he visto.
Se cuajaba de estrellas su mirada
cuando pedía lo imposible a Cristo.
ROMANCE DEL HÉROE
Oh, General don Esteban
honor y prez de la Historia,
canción de huayño serrano
que en los charangos retoña.
Tu nombre llegó a nosotros
cuajado en sangre de coplas
y floreció en la garganta
silvestre de las palomas.
Fue en esta tierra morena
donde las quenas sollozan
y el sol que dora las mieses
canta en las tiernas mazorcas,
donde tus manos forjaron
aquella hueste gloriosa
que socavó con sus huesos
los Fuertes de la Colonia.
Ríos de sangre brotaron
del corazón de las rocas,
y el fuego del exterminio
redujo a escombros las chozas.
Fue ruda y larga la guerra,
mas, la raigambre criolla,
medró en silencio de cruces
como las jarkas coposas;
y cada rama fue en brazo,
y cada brazo un patriota.
La Virgen de las Mercedes
perdió sus dedos de rosa,
por restañar las heridas
donde los sables se embotan,
y los caudillos del pueblo
fueron izados en la horca,
como banderas de triunfo
que en el arco iris tremolan.
El alba segó las mieses
con su guadaña de alondras,
sembrando polvo de luna
sobre la augusta memoria
de aquellos hombres bravíos
que armados de sus picotas,
cavaron el horizonte
para que alumbre la gloria.
¡Ay! General don Esteban,
flor de charango y paloma,
qué duros vientos soplaron
sobre esta tierra de auroras,
cuando los wauques bizarros
tiñeron en sangre roja,
la copa de los chilijchis
que incendia el sol de Viloma.
Pero jamás tu alma grande
se doblegó en la derrota,
y vencedor o vencido
fuiste el Quijote de Aroma
que acicateando a su potro
que ante el nevado resopla,
contra un molino de viento
trizó su lanza ilusoria.
Porque los hombres del Valle
hechos de arrullo y de roca,
son fieros como el torrente
que se desborda en las lomas,
y altivos como las cumbres
donde los cóndores moran.
Las nubes se disiparon
en un airón de gaviotas,
prendiendo un haz de leyenda
sobre las viejas casonas
de la romántica Villa
que las retinas asoma:
con sus balcones labrados
y sus callejas tortuosas;
donde creciste, Aguilucho
de la insurgencia criolla,
enmadejando horizontes
en tus pupilas indómitas.
Tu espada talló en los riscos
el Himno de la Victoria,
y urgidas de primavera
reflorecieron las lomas,
bajo el resuello del viento
que los capullos deshoja,
para enflorar el sendero
por donde marchan tus tropas.
Porque esta Patria que amamos
hecha de fuego y aurora,
nació a los senos frutales
de las mocitas criollas,
y es hija de esos guerreros
tiznados en sangre y pólvora.
La selva meció tu sueño
con el rumor de su fronda,
y destrenzó de crepúsculos
su cabellera olorosa,
sobre el fanal de luciérnagas
donde tus restos reposan.
El tiempo pasó descalzo
sin dejar musgo en tu fosa,
y es a través de los siglos
que se agiganta tu sombra,
sobre la América libre
que te bendice y te invoca,
como al más bravo Caudillo
de los que ilustra su Historia.
Oh, General Don Esteban,
espada de los patriotas,
valluno de pura sangre
tallado en fibras de roca,
tu imagen de alto relieve
quedó acuñada en la aurora,
y hoy como ayer, en el alba,
cantan campanas de gloria.
ROMANCE DE LA NIÑA AUSENTE
Fue en esta tierra valluna,
cantar de sol y payhuaro,
que desgrané mis romances
al pie del Ande nevado,
cuando surgió en mi camino,
sobre los surcos preñados,
aquella Niña de ensueños,
¡aurora y flor de mi pago!,
que deslumbró mis pupilas
y puso miel en mis labios,
embelleciendo mi vida
como un paisaje serrano.
Por ella me hice poeta,
y amé en sus ojos sombreados,
la lumbre de las auroras
y el vuelo azul de los astros,
que cantan al Ser Supremo,
bajo el fanal del espacio.
Fue nuestro amor un idilio
de tierra ardiente y riacho,
que floreció en el arrullo
de los hulinchos montanos,
cuando mis manos sedientas
de eternidad, destrenzaron
el oro de los trigales,
sobre sus hombros de nardo.
Sentí en su cuerpo de mieses
calor de predio sembrado,
piar de nido en su boca,
amor de madre, en sus brazos,
y acariciando en las lunas
el fruto recién logrado,
canté a mi valle nativo
con voz de gleba y charango.
Canté la agreste belleza
de los paisajes serranos,
la espuma de los torrentes,
la sierra parda y el llano;
la nieve de las montañas
y el latigazo del rayo
que incendia los horizontes
en fulgurar de topacios.
Canté las fiestas aldeanas
y las faenas del agro,
donde los rudos labriegos
encallecieron sus manos,
agavillando en las eras
la mies cuajada de granos,
que salpicó en las quebradas
el trino de los chihuacos.
Canté a las mozas de Colpa
y a los varones de Ciaco,
que medran en los breñales
como las plantas de cacto,
sorbiendo el cielo en sus ojos
y la poesía en sus labios.
Canté la vida del ayllu,
¡himnos de sol y trabajo!
que arracimó las estrellas
en el clarín de los gallos.
Y hundí mis pies en los surcos
como las raíces de un tacko,
para absorber en su médula
el alma del pueblo indiano,
que floreció en el ramaje
de las cantutas del Lago.
En fin, canté los crepúsculos,
el cielo azul, el regato,
la lumbre de la encañada
y el canto en flor de los pájaros;
porque en mis venas bullía
la sangre de mi terrazgo,
y el madrigal de ternura
que me brindaron los labios
de aquella Niña de ensueños,
¡aurora y flor de mi pago!
Pero no quiso el destino
que continuase cantando,
y vi quebrarse su imagen
en el cristal del remanso.
La vida se me hizo triste,
sentí el vacío en mis brazos,
dolor de ausencia en mis ojos,
sabor de hiel en mis labios.
Y anonadado y doliente
quedó mi ser meditando
en las miserias del hombre,
¡polvo de luz y de átomo!
que hizo inmortal el espíritu,
en el dolor del arcano.
La larva del pensamiento
rasgó el capullo en mi cráneo
y abrió sus alas de angustia
sobre el idílico tálamo,
donde ya nunca la amada
me estrecharía en sus brazos,
acariciando mi frente
donde los sueños nidaron.
¡Ay!, qué recuerdos evoca
la vieja casa del rancho,
donde mi vida fue un sueño
desvanecido en sus manos,
y el canto de las alondras
segó su nombre en mis labios.
Y desde entonces, sin rumbo,
sin fe, ni amor, por los campos,
huyendo voy de mí mismo
como una sombra sin llanto.
LAS HOGUERAS DE SAN JUAN
Murió el crepúsculo de oro
sobre las cumbres violetas,
iluminando de ensueño
la dulce paz de la aldea;
y el cabrilleo chispeante
de las fugaces luciérnagas,
prendió un collar de fogatas
en su garganta morena.
La noche cubrió los campos
en marejadas de niebla;
y desgranando en cantares
la blonda mies de las eras,
inflamó el viento del risco
la ardiente pira de leña,
que deshojó entre sus llamas
el corazón de la sierra.
Junto a las rústicas chozas
de la familia labriega,
donde florecen los cactos
y los pallares se enredan
al viejo molle rugoso
que huele a sol y pimienta;
los niños del rancherío
triscaban cerca a la hoguera,
que crepitante de leños
se retorcía en la senda,
hipnotizando a los astros
como una inmensa culebra.
Sentados junto a la lumbre,
sobre unos poyos de piedra,
parlaban los campesinos
entre sabrosas consejas,
de tiempos que se esfumaron
en haz de ensueño y leyenda;
mientras danzaban las indias
en la cromática rueda,
al son de un huayño nativo
que sollozaba en las quenas.
Pasado el baile, las mozas,
en ruedo con las estrellas,
huyeron de los gañanes
que acechan su primavera;
y salpicando la rosa
de sus mejillas trigueñas,
en claros chorros de plata
cantaba el agua en sus trenzas.
¡Qué imperio ejerce en los hombres
aquella noche serena,
en que las fuerzas del cosmos
ruedan en ronda de esferas,
carbonizando los cielos
al copular con la tierra!
Noche de amor y de sangre
que los pastores celebran
con las zampoñas del risco
y el arpa de la pradera,
mientras el viento preludia
baladas de Noche Buena.
Noche de grandes silencios
y de profundas ternezas,
en que maduran los frutos
y las cabrillas revientan.
Noche de intensos dolores
y jubilosas entregas,
en que la oveja parida
modela sobre la gleba,
con el calor de su aliento,
tiernos vellones de seda,
que tientan entre las ubres
tibiezas de vida plena.
Noche de agua, y de fuego
que purifica la tierra
y cubre el cielo estrellado
con una densa humareda,
para impedir que la luna
celosa de las doncellas,
degüelle al santo Bautista
sobre las ríspidas breñas,
que Salomé ensangrentara
con el rubí de su testa.
Y, en esa noche propicia,
de expiaciones supremas,
en que las sombras nocturnas
dialogan con las estrellas,
San Juan pasó por el Valle
después de un año de ausencia,
en medio del fuego sacro
y el humo de las hogueras,
que ciñen la serranía
con una roja diadema.
LA SIEMBRA
Voló el chihuaco del alba
sobre las quiebras rocosas,
y desgranando en gorjeos
de luz, su voz jubilosa,
clavó una saeta de trinos
al corazón de la aurora.
Celajes de ágata y oro
tiñeron las banderolas,
que en el testuz de los bueyes
gallardamente tremolan;
y descuajando de hierbas
la barbechera lamosa,
rasgó el vigor del arado
la tierra ardiente y pletórica,
que estremecida de polen
se engalanó de gaviotas,
para arrullar en sus vísceras
el germen de las mazorcas.
Polvo de sol que fecunda
la Pachamama gozosa,
y colma su entraña ubérrima
donde la sangre retoña.
Misterio azul del origen,
fuerza perenne y remota
que eternamente renueva
la muerte en vida gloriosa.
Canción de savia y simiente
que el sol madura en las pomas,
para nutrir con su fuego
la vida que al surco asoma.
Bondad de Dios, que las manos
de bendiciones enflora,
y con ternura materna
derraman las sembradoras;
aprisionando paisajes
en sus pupilas absortas,
donde se yerguen las cumbres
con sus penachos de sombra,
y se matiza de ulalas
la serranía fragosa
que al valle extiende sus brazos
en horizonte de auroras.
Floreció el día en el predio
tibio de sol y palomas,
y terminada la siembra
del chaupisuyo y la loma;
mientras pitaban los indios
y acullicaban su coca,
Lucía se fue al villorrio
meciendo un ánfora roja,
entre sus brazos torneados
y sus caderas redondas.
¡Qué olor de tierra fecunda
flota en su carne morocha,
propicia como el barbecho
para la siembra creadora!
Sangran sus labios jugosos,
y bajo el ajsu, sazonan,
sus senos recién combados
como dos frutas pintonas.
Juegan al viento sus trenzas,
el río su cuerpo añora,
y sus caderas repican
para la noche de boda.
Florencio la vio alejarse
por la quebrada de Colpa,
acariciando la brisa
con su garganta de alondra;
y ebrio de amor y deseo
pensó rendirla en la fronda.
Pero, no pudo seguirla,
porque la tierra es celosa
y no permite al labriego
que la abandone por otra,
cuando el misterio del germen
desprende su fuerza cósmica,
para plasmar nuevos seres
en sus entrañas recónditas,
por más que acechen los ojos
de algún rival a la moza,
y las abejas del campo
ronden la flor de su boca.
Pues, nadie rompe el hechizo
de la telúrica diosa
que en la plegaria del alba
los campesinos invocan;
hasta que el óvulo henchido
de germen, cuaje en la cópula,
y el sol proclame en los surcos
su luminosa victoria.
LA TRILLA
En ronda por los peñascos
que el agua talló en cantares,
el viento robó la flauta
de las torcazas del valle,
y perpetuó la promesa
del sol en blondos oleajes.
Madura de espera y trinos
la mies sintió desgajarse
y el oro de los crepúsculos
se derramó en los trigales.
Canción de espigas y estrellas
la noche sembró en el aire,
y destrenzando de sombras
su cabellera ondulante,
cubrió los campos dormidos
bajo el tupido follaje.
Amaneció el rancherío
soleado de palomares,
y los labriegos partieron
para segar madrigales,
aprisionando en sus ponchos
la llijlla de los celajes
y el vellocino de oro
de las majadas solares.
Humedecida de auroras
cayó la mies palpitante,
sobre la tierra olorosa
que la nutrió con su sangre,
y enloquecidas las hoces
por el temblor de su carne,
desmelenaron rastrojos
y agavillaron romances.
Bruñendo de oro la espalda
de los vallunos jadeantes,
rodó en cascada de gemas
el áureo penacho de haces;
y apilonada la torre
de espigas crepusculares,
se enroscó el sol en las eras
estrangulando la tarde.
Por las callejas del pueblo
gimió el charango galante,
y un remolino de coplas
revoloteó en espirales
sobre los túrgidos senos
de las zagalas errantes,
que enfloran de primavera
su estampa de líneas gráciles.
¡Qué olor de huerto llovido
tienen los muslos fugaces,
cuando se rinde la moza
como una flor de romance,
y la era guarda el secreto
lunado de los amantes!
Otoño cuajó en el cielo
la sangre de los rosales,
y salpicando rocío
de trinos sobre el paisaje,
una alborada de pájaros
se desgajó de los sauces.
Gemía el viento en el bronco
pututo de los menguantes;
izaba el sol en las cumbres
su luminoso estandarte,
y atropellando la pampa
como un tropel de huracanes,
pasó entre nubes de tierra
la caballada piafante.
Ebrios de sol y guarapo
gritaban los caporales,
y hundiendo las roncadoras
en los nerviosos ijares,
alborotaron los jacos
con el rebenque chasqueante.
Salpicó polvo de estrellas
de los lucientes herrajes,
y en una tromba de espuma
giraron los animales,
desmenuzando las parvas
en rutilar de collares.
Rasgó un relámpago de oro
la Pajcha de agua espumante,
y las imillas del ayllu
en danza con los gañanes,
ciñeron la era en sortija
de brazos primaverales.
Trillada la última curva
del ruedo de gavillares,
desnudó el viento la paja
con las horquetas punzantes,
y relumbró entre sus manos
el seno de los trigales.
Cargado por los nativos
sobre un hualucu rampante,
se irguió el Apóstol Santiago
capitaneando los aires,
y desfilaron los indios
bajo los arcos fragantes,
challando la Pachamama
con misteriosos rituales.
Bebió la tierra en el cuenco
de la encañada radiante,
y el jilakata más viejo
clavó una cruz de pallares,
sobre la cúpula de oro
cuajada de trinos de ave.
Y al rudo trueno del bombo
preñado de tempestades,
sangró en las quenas nativas
el corazón de los Andes.
LA COSECHA
La aurora cubre los cerros
bajo un fanal de violetas.
Los indios rasgan charangos
alrededor de la hoguera.
Frescas mocitas se escarchan
como el rocío en la hierba,
y del coral de sus labios
vuela un enjambre de abejas.
José Fernández, al moro
caracoleante, sofrena,
y airosamente desmonta
entre un repique de espuelas.
Juega el chimborno en sus dedos,
sus botas muerden la tierra;
dulces racimos de mozas
pican sus manos hambrientas,
y hunde el puñal de sus ojos
en Flora la molinera,
hija del bravo curaca
y de una hulincha colpeña.
Jugosa fruta del valle
con trenzas de madreselva,
pían sus senos caricias,
sangra su boca doncella.
Gloria de curvas su cuerpo,
su cara dulce y trigueña,
granos de quinua sus dientes,
sus ojos dos uvas negras.
Su carne prieta y fragante
emana embrujos de siembra,
y deslumbrado el mestizo
la elige su Delantera.
El potro oliendo los muslos
lanza un relincho de guerra.
Herida por las tipinas
cruje la panca reseca;
chacmiris y tipidoras
avanzan en larga hilera,
como dos brazos abiertos
para estrechar sementeras.
Palliris y suca-sarus
curvan la espalda en la gleba,
buscando mazorcas de oro
dormidas sobre la tierra.
El huillcaparo desborda
de las timpinas repletas,
hinchando enormes costales
que con sus dientes golpean
los huaraqueris de Arani,
temibles en la pelea.
Por el camino de sauces
los carretones se alejan,
desgarra el viento en chasquidos
el flaco ijar de las bestias,
y los gañanes preludian
una canción de la sierra.
Zumban mosquitos de lumbre,
circula el sol en las venas,
y los pulmones se embriagan
de acres vaharadas de tierra.
La gente sale a la sama,
Flora en la suca se queda
hilando un tierno romance
hecho de amor y de espera.
El jarkasiri murmura
que arde la flor de la aldea,
y cuchichean las indias
que habrá mañaca en la hacienda.
¡Ay! que ruedo de mocitas
en la casa solariega
cuando enlune el nina-pilco
su garganta de luciérnagas,
y se cuaje en los almendros
la plegaria de la tierra.
El campo colma de dones
las esperanzas labriegas;
reboza el maíz los graneros,
relumbra el trigo en las eras.
Una parvada de imillas
retoza por la pradera,
cargando al hombro su paga
dulce regalo de tierra.
Los cerros y los caminos
lucen sus ponchos de fiesta
y la encañada se viste
de campanillas solteras.
El sol incendia en las cumbres
el asta de sus saetas,
y se alborotan las coplas
que en el charango revuelan,
mientras las mozas se cimbran
en remolinos de entrega,
y los mancebos del rancho
barren el ala trovera.
Se enflora el viento de huayñus
y requebrando a la aldea,
sangre de sol y paloma
derrama sobre las quiebras.
El Mayordomo embozado
en poncho de polvareda,
sobre la grupa del potro
rapta a la grácil mozuela,
y el cielo comba su cúpula
en una fragua de estrellas.
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