LES MURRAY
Nacido en Nabiac (Nueva Gales del Sur) en 1938, Leslie Allan Murray es hoy por hoy la voz poética más autorizada del continente australiano. Ganador del Petrarca Prize en 1995 y del T. S. Eliot en el 97, su obra comienza a ser conocida por una mayoría de lectores anglosajones especialmente a partir de la publicación de su poema-novela (un término que aquí, sin duda, nunca habríamos empleado) Fredy Neptune en 1999. Su nombre “suena” para el premio Nobel…
Les Murray
Un poeta cercano a su pueblo
Juan Cameron
Liberación
La imagen del poeta amado por la gente, admirado por sus pares, laureado por los estudiosos y las instituciones y reconocido por el poder, se unen en el australiano Leslie Allan Murray (1938), el más alto exponente de las letras de su país en la actualidad. De estirpe escocesa, la rebeldía de Murray se marca en un lenguaje expresado, en forma y contenido, a través del más alto sentido humano. Su reciente libro, Poemas tamaño fotografías, aún no traducido del inglés, recoge la suma de estas características.
Leslie Allan Murray nació en 1938 en Nabiac un pueblo costero de New South West. De familia pobre y campesina, su infancia transcurrió en ese espacio rural tan mencionado en algunos de sus mejores poemas. Su primer encuentro con la clase media australiana se produce al ingresar a la universidad de Sydney, en 1957, para estudiar Lenguas Modernas. De allí que su identificación con los más desposeídos, en especial con los aborígenes, esté inserta a través de toda su obra.
En su primera aparición en el extranjero, la antología Modern Australian Writing, recopilada por Geoffrey Dutton y editada en Manchester, en 1966, es publicado su poema Junto a la Carretera. En este trabajo da temprana cuenta de su sensibilidad y estética que lo ha llevado a ser, en la actualidad, el poeta de mayor influencia en su país. En la recopilación de Dutton figuran varios miembros de su generación, entre ellos Geoffrey Lehmann (1940) con quien publica un primer volumen de poesías, Colin Johnston (1938), Jan Smith (1935), Randolph Stow (1935) y Chris Wallace-Crabbe (1934).
El compromiso cultural de Murray se expresa de manera constante a través del idioma y responde a su creencia -citada por su biógrafo Peter Alexander en Les Murray; una vida en progreso- de que a través de «la lengua hablada realmente por los hombres», los poetas pueden hablar para y por el pueblo.
Esta vinculación tiene también raíces históricas. Murray desciende de una familias de pastores escoceses desplazada desde las tierras altas durante el Siglo XIX. Con posterioridad se instalaron en los territorios de los aborígenes Kattang, en torno al Valle Manning. Su abuelo, a su vez, fue despojado de sus posesiones a través de triquiñuelas legales, de modo que el tema de la usurpación -que tanto identifica a los nativos- se instala en su discurso como una cuestión nacional, cultural y familiar. Y representa también su ancestro celta: leyendo gaélico, constreñidos y avergonzados, tratamos de entender qué significa/ entonces, arrastrados a la deriva, traducimos opulentos sepulcros en un italiano cercano a nuestro descontento, señala en su texto Un paseo con O’Connor.
Hay en Les Murray un sentido epifánico superior, una celebración de la vida y la naturaleza -en la cual por supuesto está ‘the people’- que le permite gran fecundidad de imágenes y una variedad temática sorprendente, a veces instalada sobre un mismo texto. También es generoso con sus formas escriturales. Gran parte de su obra aparece en verso libre y en otras se enmarca en estructuras más clásicas. En Los niños que se robaron el funeral (1980), por ejemplo, la anécdota se construye como una novela armada en ciento cuarenta sonetos.
Si bien hoy su figura se nos aparece de pronto, este brillo se debe a una trayectoria permanente y fecunda en el campo de la poesía. Se inicia durante su período de estudios, en Sydney (ciudad donde vive en la actualidad), como redactor de publicaciones universitarias. Por esa época, también, abandona la Iglesia Libre Presbiteriana, en la cual lo había formado su familia, y se convierte al catolicismo.
Estos cambios violentos se deben y, al mismo tiempo, esculpen su carácter. Licenciado con distinción, se convierte pronto en un traductor de material escolar para la Universidad Nacional Australiana, de Camberra. Al publicar, con Lehmann, su primer libro, El árbol de Ilex (1965) obtiene el Premio Grace Leven de Poesía y es invitado al Festival de Poesía de la Conferencia de Artes de la Comunidad Británica, en Cardiff. En 1967, una larga gira por Europa le hace revisar a su país, convenciéndose de una necesidad cada vez mayor de independencia, circunstancia que lo lleva a declararse como un ferviente republicano.
Es uno de los más influyentes críticos literarios del país y sus artículos se repiten en los principales periódicos y revistas del género. Por otro lado, ha obtenido los mayores reconocimientos literarios australianos y de la Commonwealth, siendo los más recientes la Medalla Real en Poesía, en 1998, y el Premio del Premier de Queensland, en narrativa, en 1999.
Además de varias colecciones de crónicas y artículos, algunos de sus libros en poesía son Poemas contra economistas (1972), La república vernacular/ Poemas selectos (1976), Radio étnica (1977), Ecuanimidades (1982), La diurna luz lunar (1987), La rueda idílica (1989), Traducciones del mundo natural (1992), Poemas subhumanos de cuello rojo (1996), Conciencia y verbo (2000) y Poemas tamaño fotografías (2002).
Las religiones son poemas. Hacen confluir
nuestra vigilia y nuestros sueños, nuestras emociones,
instintos, nuestros gestos innatos, nuestro aliento
en el único todo concebible: la poesía.
Nada de lo dicho fue soñado más allá de las palabras
y nada es verdadero hasta que no figura en ellas.
Un poema, al lado de una religión organizada,
es como la breve noche de bodas de un soldado,
por la que ha de vivir y de morir. Pero esta es una pobre religión.
La plena religión es el poema largo que amorosamente se repite:
como cualquier poema, ha de ser completo, inagotable,
con giros que nos hagan preguntarnos ¿por qué hizo esto el poeta?
No se puede rezar una mentira, dijo Huckleberry Finn:
no se puede poetizar con otra. Es el mismo espejo:
mudable, oblicuo, que llamamos poesía,
y que una vez centrado, llamamos religión,
y dios es la poesía atrapada en cualquier religión,
atrapada, no presa: atrapada como en un espejo
que él atrae, siendo en el mundo lo que la poesía
es al poema, una ley contra su clausura.
Siempre habrá religión en torno mientras haya poesía
o mientras falte. Ambas son un don, e intermitentes,
como el vuelo de esos pájaros –palomas moñudas, rosellas multicolor-
que cierran las alas, las baten, y las cierran de nuevo.
Traducción de Abraham Gragera
Les Murray y el campamento
Les estoy preguntando cosas
a los eucaliptus y las acacias,
sentado en un banco concreto
del campamento, con un sombrero verde
de cowboy laxo y sintético,
de explorador del Discovery Channel.
Les pregunto como si fueran un grupo
de gente que sabe más de la gente que yo,
les hablo entre estrofas de los poemas
de un poeta australiano,
balanceado por la brisa de taninos
de Raimundo Fagner y Zeca Baleiro.
Hace años, solo como ahora,
en el débil momento en que dejé
de fijar la vista en la punta de mi nariz,
noté las figuras repetidas de los árboles
en la sombra fractal proyectada en sus vecinos,
con fondo de viento y coro de cotorras.
Les pregunto cómo es su relación
con las ramas de los vecinos,
si hay alguno que abarque y apriete
demasiado con las raíces,
quiero saber cómo toleran los fuegos
de los parrilleros y los restos de jabón,
si se alivian cuando el invierno
se lleva la gente.
Antes los miraba como de arriba,
les veía la superficie más o menos igual
a lo que esperaba encontrar,
y mis palabras rebotaban adentro
de la corteza de mi semilla seca,
sedienta de las lágrimas que la hicieran germinar.
Ahora les pregunto como a maestros más viejos
conectados por las raíces al ombligo de la tierra,
agarrados firmes de la melena cegadora de Janos.
Caen gotitas en el preciso lugar de este verso
que se quiere volar como la guadaña de eucaliptus
que taladra el espacio desde su vida a su suelo.
Los miro hacia arriba
cuando una cotorra repite estos ruidos,
sacuden las ramas, se entreacarician,
cuelan el líquido del sol y lo perfuman,
el viento es la mano que choca sus copas,
responden pasivos,
así es como brindan.
UN ARCO IRIS NADA ESPECIAL
Corre la voz por Repins,
corre el rumor por Lorenzinis,
en Tattersalls, los hombres levantan los ojos de las páginas de cifras,
en la Bolsa los pizarreros olvidan sus manos manchadas de tiza
y del Club Griego salen hombres con pan en los bolsillos:
un tipo llora en Martin Place. No pueden pararlo.
El tráfico en Geroge Street se amontona media milla
y pierde el movimiento. La multitud habla con desazón
y cada vez acude más gente. Muchos corren por calles secundarias
que hasta hace poco eran céntricas y bulliciosas diciendo:
Allí abajo hay un tipo que llora. Nadie puede pararlo.
El hombre al que rodeamos, el hombre al que nadie se acerca
simplemente llora, y no lo esconde, llora
no como un niño, ni como el viento, sino como un hombre
y no clama, ni se golpea el pecho, ni siquiera
solloza muy fuerte, sin embargo, la dignidad de su llanto
nos mantiene a distancia de su espacio, del hueco que forma
a su alrededor en la luz del mediodía, en su pentagrama de dolor,
y por detrás los uniformes, entre la muchedumbre,
que antes trataron de detenerle
se quedan mirándole fijamente y sienten con asombro que sus mentes
suspiran por unas lágrimas como los niños por el arco iris.
Algunos dirán, en años venideros, que un halo
o energía lo envolvían. No es así.
Algunos dirán que se escandalizaron y que hubieran querido impedirlo,
pero no habrán estado allí. El de más fiera hombría,
el más inflexible receloso, el más agudo superficial de entre nosotros,
se estremece en silencio y arden en inesperados
pensamientos de paz. Algunos que se creían felices
vociferan en medio del gentío. Solamente los más pequeños
y las criaturas que observan desde el cielo acuden a él
y se sientan a sus pies, con perros y palomas polvorientas.
Ridículo, dice un hombre a mi lado, y se tapa
la boca con sus manos, como si fuera a vomitar,
y veo a una mujer, radiante, que alarga la mano
y tiembla al recibir el don del llanto;
y a todos cuantos la imitan también les es dado
y muchos lloran con absoluta aceptación, pero los más
rehúsan llorar por temor de aceptarlo,
pero el hombre del llanto, igual que la tierra, no pide nada,
el hombre que llora nos ignora y grita
con su rostro atormentado y su aspecto nada especial
no palabras sino pena, no mensajes sino dolor
duro como la tierra, tan absoluto y presente como el mar,
y cuando al fin cesa, simplemente camina entre nosotros
limpiándose la cara con la dignidad de un
hombre que ha llorado y ahora ha terminado.
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