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martes, 10 de enero de 2012

5769.- JULIÁN DEL CASAL







Julián del Casal.
Julián del Casal y de la Lastra (La Habana, 7 de noviembre de 1863 - 21 de octubre de 1893) fue un poeta y escritor cubano y uno de los máximos exponentes del modernismo en Latinoamérica.
Nació en La Habana el 7 de noviembre de 1863, hijo de Julián del Casal y Ugareda, natural de Vizcaya, y María del Carmen de la Lastra y Owens, natural de Artemisa. La muerte de su madre, en 1868, entristeció su infancia. Estudió en el Real Colegio de Belén, donde fundó un periódico, escrito a mano, que llevó por título El Estudiante. Julián del Casal obtuvo el título de Bachiller en 1879.
Publicó su primer poema conocido en un semanario de arte, ciencia y literatura llamado El Ensayo, en el número editado el 13 de febrero de 1881. Ese mismo año comenzó a trabajar como escribiente en el Ministerio de Hacienda e ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. No obstante, abandonó sus estudios de leyes para dedicarse a la literatura.
En noviembre de 1888 emprendió un viaje a Europa con la pretensión de visitar París, ciudad que le atraía enormemente. Sin embargo, este viaje se vio frustrado. Estuvo en Madrid, donde trabó amistad con Salvador Rueda y con Francisco Asís de Icaza, y finalmente regresó a Cuba en 1889 sin haber llegado a visitar la capital de Francia. De vuelta a su país, comenzó a acudir a las tertulias de la Galería Literaria y en 1890 publicó su primer libro de poemas Hojas al viento. Abandonado su puesto en Hacienda, trabajó como corrector y luego como periodista. En estos años conoce a Juana Borrero.
En 1891 había llegado Rubén Darío a La Habana, con quien Casal entabló amistad. El primero le dedicó a éste El clavicordio de la abuela; Casal, por su parte, había conseguido ese mismo año que La Caricatura apareciera el poema de Darío La negra Dominga; también publicó en La Habana Elegante un artículo sobre su amigo el 5 de enero de 1893.
La tarde del 21 de octubre de 1893, en la redacción de La Habana Elegante, Casal escribió un suelto al que dio el título de Mi libro de Cuba, que trata del texto de Lola Rodríguez de Tió. También corrigió parcialmente las pruebas de su libro Bustos y rimas. Esa misma noche murió súbitamente en la sobremesa de una familia amiga, en casa del doctor Lucas de los Santos Lamadrid. En un ataque de risa provocado por un chiste de uno de los presentes, se le produjo una hemorragia y sufrió la mortal rotura de una aneurisma.








Una monja


Muerden su pelo negro, sedoso y rizo,
los dientes nacarados de alta peineta
y surge de sus dedos la castañeta
cual mariposa negra de entre el granizo.


Pañolón de Manila, fondo pajizo,
que a su talle ondulante firme sujeta,
echa reflejos de ámbar, rosa y violeta
moldeando de sus carnes todo hechizo.


Cual tímidas palomas por el follaje,
asoman sus chapines bajo su traje
hecho de blondas negras y verde raso,


y al choque de las copas de manzanilla
riman con los tacones la seguidilla,
perfumes enervantes dejando el paso.










Las alamedas


Adoro las sombrías alamedas
donde el viento al silbar entre las hojas
oscuras de las verdes arboledas,
imita de un anciano las congojas;


donde todo reviste vago aspecto
y siente el alma que el silencio encanta,
más suave el canto del nocturno insecto,
más leve el ruido de la humana planta;


donde el caer de erguidos surtidores
las sierpes de agua en las marmóreas tazas,
ahogan con su canto los rumores
que aspira el viento en las ruidosas plazas;


donde todo se encuentra alodorido
o halla la savia de la vida acerba,
desde el gorrión que pía en su nido
hasta la brizna lánguida de yerba;


donde, al fulgor de pálidos luceros,
la sombra transparente del follaje
parece dibujar en los senderos
negras mantillas de sedoso encaje;


donde cuelgan las lluvias estivales
de curva rama diamantino arco,
teje la luz deslumbradores chales
y fulgura una estrella en cada charco.


Van allí, con sus tristes corazones,
pálidos seres de sonrisa mustia,
huérfanos para siempre de ilusiones
y desposados con la eterna angustia.


Allí, bajo la luz de las estrellas,
errar se mira al soñador sombrío
que en su faz lleva las candentes huellas
de la fiebre, el insomnio y el hastío.


Allí en un banco, humilde sacerdote
devora sus pesares solitarios,
como el marino que en desierto islote
echaron de la mar vientos contrarios.


Allí el mendigo, con la alforja al hombro,
doblado el cuello y las miradas bajas,
retratado en sus ojos el asombro,
rumia de los festines las migajas.


Allí una hermosa, con cendal de luto,
aprisionado por brillante joya,
de amor aguarda el férvido tributo
como una dama típica de Goya.


Allí del gas a las cobrizas llamas
no se descubren del placer los rastros
y a través del calado de las ramas
más dulce es la mirada de los astros.












Tardes de lluvia


Bate la lluvia la vidriera
y las rejas de los balcones,
donde tupida enredadera
cuelga sus floridos festones.


Bajo las hojas de los álamos
que estremecen los vientos frescos,
piar se escucha entre sus tálamos
a los gorriones picarescos.


Abrillántase los laureles,
y en la arena de los jardines
sangran corolas de claveles,
nievan pétalos de jazmines.


Al último fulgor del día
que aún el espacio gris clarea,
abre su botón la peonía,
cierra su cáliz la ninfea.


Cual los esquifes en la rada
y reprimiendo sus arranques,
duermen los cisnes en bandada
a la margen de los estanques.


Parpadean las rojas llamas
de los faroles encendidos,
y se difunden por las ramas
acres olores de los nidos.


Lejos convoca la campana,
dando sus toques funerales,
a que levante el alma humana
las oraciones vesperales.


Todo parece que agoniza
y que se envuelve lo creado
en un sudario de ceniza
por la llovizna adiamantado.


Yo creo oír lejanas voces
que, surgiendo de lo infinito,
inícianme en extraños goces
fuera del mundo en que me agito.


Veo pupilas que en las brumas
dirígenme tiernas miradas,
como si de mis ansias sumas
ya se encontrasen apiadadas.


Y, a la muerte de estos crepúsculos,
siento, sumido en mortal calma,
vagos dolores en los múscolos,
hondas tristezas en el alma.












Tardes de lluvia


Bate la lluvia la vidriera
y las rejas de los balcones,
donde tupida enredadera
cuelga sus floridos festones.


Bajo las hojas de los álamos
que estremecen los vientos frescos,
piar se escucha entre sus tálamos
a los gorriones picarescos.


Abrillántase los laureles,
y en la arena de los jardines
sangran corolas de claveles,
nievan pétalos de jazmines.


Al último fulgor del día
que aún el espacio gris clarea,
abre su botón la peonía,
cierra su cáliz la ninfea.


Cual los esquifes en la rada
y reprimiendo sus arranques,
duermen los cisnes en bandada
a la margen de los estanques.


Parpadean las rojas llamas
de los faroles encendidos,
y se difunden por las ramas
acres olores de los nidos.


Lejos convoca la campana,
dando sus toques funerales,
a que levante el alma humana
las oraciones vesperales.


Todo parece que agoniza
y que se envuelve lo creado
en un sudario de ceniza
por la llovizna adiamantado.


Yo creo oír lejanas voces
que, surgiendo de lo infinito,
inícianme en extraños goces
fuera del mundo en que me agito.


Veo pupilas que en las brumas
dirígenme tiernas miradas,
como si de mis ansias sumas
ya se encontrasen apiadadas.


Y, a la muerte de estos crepúsculos,
siento, sumido en mortal calma,
vagos dolores en los múscolos,
hondas tristezas en el alma.












En el campo


Tengo el impuro amor de las ciudades,
y a este sol que ilumina las edades
prefiero yo del gas las claridades.


A mis sentidos lánguidos arroba,
más que el olor de un bosque de caoba,
el ambiente enfermizo de una alcoba.


Mucho más que las selvas tropicales,
plácenme los sombríos arrabales
que encierran las vetustas capitales.


A la flor que se abre en el sendero,
como si fuese terrenal lucero,
olvido por la flor de invernadero.


Más que la voz del pájaro en la cima
de un árbol todo en flor, a mi alma anima
la música armoniosa de una rima.


Nunca a mi corazón tanto enamora
el rostro virginal de una pastora
como un rostro de regia pecadora.


Al oro de las mies en primavera,
yo siempre en mi capricho prefiriera
el oro de teñida cabellera.


No cambiara sedosas muselinas
por los velos de nítidas neblinas
que la mañana prende en las colinas.


Más que al raudal que baja de la cumbre,
quiero oír a la humana muchedumbre
gimiendo en su perpetua servidumbre.


El rocío que brilla en la montaña
no ha podido decir a mi alma extraña
lo que el llanto al bañar una pestaña.


Y el fulgor de los astros rutilantes
no trueco por los vívidos cambiantes
del ópalo la perla o los diamantes.












A la belleza


¡Oh, divina belleza! Visión casta
de incógnito santuario,
ya muero de buscarte por el mundo
sin haberte encontrado.
Nunca te han visto mis inquietos ojos,
pero en el alma guardo
intuición poderosa de la esencia
que anima tus encantos.
Ignoro en qué lenguaje tú me hablas,
pero, en idioma vago,
percibo tus palabras misteriosas
y te envío mis cantos.
Tal vez sobre la tierra no te encuentre,
pero febril te aguardo,
como el enfermo, en la nocturna sombra,
del sol el primer rayo.
Yo sé que eres más blanca que los cisnes,
más pura que los astros,
fría como las vírgenes y amarga
cual corrosivos ácidos.
Ven a calmar las ansias infinitas
que, como mar airado,
impulsan el esquife de mi alma
hacia país extraño.
Yo sólo ansío, al pie de tus altares,
brindarte en holocausto
la sangre que circula por mis venas
y mis ensueños castos.
En las horas dolientes de la vida
tu protección demando,
como el niño que marcha entre zarzales
tiende al viento los brazos.
Quizás como te sueña mi deseo
estés en mí reinando,
mientras voy persiguiendo por el mundo
las huellas de tu paso.
Yo te busqué en el fondo de las almas
que el mal no ha mancillado
y surgen del estiércol de la vida
cual lirios de un pantano.
En el seno tranquilo de la ciencia
que, cual tumba de mármol,
guarda tras la bruñida superficie
podredumbre y gusanos.
En brazos de la gran Naturaleza,
de los que huí temblando
cual del regazo de la madre infame
huye el hijo azorado.
En la infinita calma que se aspira
en los templos cristianos
como el aroma sacro de incienso
en ardiente incensario.
En las ruinas humeantes de los siglos,
del dolor en los antros
y en el fulgor que irradian las proezas
del heroísmo humano.
Ascendiendo del Arte a las regiones
sólo encontré tus rasgos
de un pintor en los lienzos inmortales
y en las rimas de un bardo.
Mas como nunca en mi áspero sendero
cual te soñé te hallo,
moriré de buscarte por el mundo
sin haberte encontrado.












Mis amores


Soneto Pompadour


Amo el bronce, el cristal, las porcelanas,
las vidrieras de múltiples colores,
los tapices pintados de oro y flores
y las brillantes lunas venecianas.


Amo también las bellas castellanas,
la canción de los viejos trovadores,
los árabes corceles voladores,
las flébiles baladas alemanas;


el rico piano de marfil sonoro,
el sonido del cuerno en la espesura,
del pebetero la fragante esencia,


y el lecho de marfil, sándalo y oro,
en que deja la virgen hermosura
la ensangrentada flor de su inocencia.












Ruego


Déjame reposar en tu regazo
el corazón, donde se encuentra impreso
el cálido perfume de tu beso
y la presión de tu primer abrazo.


Caí del mal en el potente lazo,
pero a tu lado en libertad regreso,
como retorna un día el cisne preso
al blando nido del natal ribazo.


Quiero en ti recobrar perdida calma
y rendirme en tus labios carmesíes,
o al extasiarme en tus pupilas bellas,


sentir en las tinieblas de mi alma
como vago perfume de alelíes,
como cercana irradiación de estrellas.












Neurosis


Noemí, la pálida pecadora
de los cabellos color de aurora
y las pupilas de verde mar,
entre cojines de raso lila,
con el espíritu de Dalila,
deshoja el cáliz de un azahar.


Arde a sus plantas la chimenea
donde la leña chisporrotea
lanzando en tono seco rumor,
y alzada tiene su tapa el piano
en que vagaba su blanca mano
cual mariposa de flor en flor.


Un biombo rojo de seda china
abre sus hojas en una esquina
con grullas de oro volando en cruz,
y en curva mesa de fina laca
ardiente lámpara se destaca
de la que surge rosada luz.


Blanco abanico y azul sombrilla,
con unos guantes de cabritilla
yacen encima del canapé,
mientras en la tapa de porcelana,
hecha con tintes de la mañana,
humea el alma verde del té.


Pero ¿qué piensa la hermosa dama?
¿Es que su príncipe ya no la ama
como en los días de amor feliz,
o que en los cofres del gabinete
ya no conserva ningún billete
de los que obtuvo por un desliz?


¿Es que la rinde cruel anemia?
¿Es que en sus búcaros de Bohemia
rayos de luna quiere encerrar,
o que, con suave mano de seda,
del blanco cisne que ama Leda
ansía las plumas acariciar?


¡Ay! es que en horas de desvarío
para consuelo del regio hastío
que en su alma esparce quietud mortal,
un sueño antiguo le ha aconsejdo
beber en copa de ónix labrado
la roja sangre de un tigre real.










Paisaje espiritual


Perdió mi corazón el entusiasmo
al penetrar en la mundana liza,
cual la chispa al caer en la ceniza
pierde el ardor en fugitivo espasmo.


Sumergido en estúpido marasmo
mi pensamiento atónito agoniza
o, al revivir, mis fuerzas paraliza
mostrándome en la acción un vil sarcasmo.


Y aunque no endulcen mi infernal tormento
ni la Pasión, ni el Arte, ni la Ciencia,
soporto los ultrajes de la suerte,


porque en mi alma desolada siento,
el hastío glacial de la existencia
y el horror infinito de la muerte.














Prometeo


Bajo el dosel de gigantesca roca
yace el Titán, cual Cristo en el Calvario,
marmóreo, indiferente y solitario,
sin que brote el gemido de su boca.


Su pie desnudo en el peñasco toca
donde agoniza un buitre sanguinario
que ni atrae su ojo visionario
ni compasión en su ánimo provoca.


Escuchando el hervor de las espumas
que se deshacen en las altas peñas,
ve de su redención luces extrañas,


junto a otro buitre de nevadas plumas,
negras pupilas y uñas marfileñas
que ha extinguido la sed en sus entrañas.

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