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miércoles, 14 de diciembre de 2011

5554.- BRUNO DI BENEDETTO


Bruno Di Benedetto nació en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina en 1955. Desde 1979 reside en Puerto Madryn. Ha coordinado talleres de escritura y creatividad para escritores y docentes en diversas ciudades del país.
Como promotor de la lectura, realizó programas radiales y televisivos y publicó artículos en diversos medios gráficos.
Fue co-editor de la revista de la calle “Darse vuelta”, premio "Hacelo vos" 2007 Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Desde 2005 es capacitador del Plan de Lectura de la Provincia del Chubut.
Coordinó las ediciones de "Palabras que trae el viento" 1 y 2, selección de autores chubutenses, para el Plan Provincial de Lectura y la Campaña Nacional de Lectura.
Fue organizador de los encuentros "Los maestros de la Rosa Blindada" (2001); "Los maestros del Escarabajo de Oro" (2002); y XXIII, XXV y XXVI Encuentro de Escritores Patagónicos.
Ha publicado los poemarios “Palabra irregular” (Premio Convocatoria Escritores Inéditos, Chubut, 1987), “Complicidad de los náufragos”, “Dormir es un oficio inseguro” (premio Fondo Editorial Chubut, 2003), “Vengan juntos” (relatos) y "Country" (Ed. El surí porfiado, 2009)
Libros inéditos : "Crónicas de muertes dudosas" (2008, Premio de Poesía Casa de las Américas 2010) y "Nada" (2009)

WEB: http://bruno-dibenedetto.blogspot.com/




Ferdinand Climent Sablier

Carmen de Patagones, 18 de agosto de 1932


No veo por cierto qué protección sería capaz de auxiliar
en su desgracia a estos artífices. No es fácil convencerlos
de abandonar un arte que les proporciona sustento y ganancias…
Bernardino Ramazzini
Morbis artificum diátriba:
De las enfermedades de los joyeros relojeros, 1703.

Si podéis mirar dentro de las semillas del Tiempo
y decir qué grano crecerá
y cuál no, habladme, entonces, a mí,
que no solicito ni temo vuestros favores ni vuestro odio.
William Shakespeare
Macbeth



I.

Hijo de un relojero hijo
de un relojero hijo
de un relojero
Ferdinand Climent Sablier
dejó Ginebra ya viejo
con su batallón de monóculos
y su escritorio de enebro
y sus doscientos relojes
mudos y muertos.

Partió al exilio Ferdinand
perseguido por el anatema
y la ignominia:
no hay lugar en la pacífica Suiza
para un asesino de relojes.


(Por las callejas de Patagones:
ferdi - nand
ferdi - nand
ferdi - nand

lo siguen las voces de los muertos
que ha destripado en su taller
de la rue Malagnue
al lado de la iglesia rusa)

El infausto pasaje de noble artífice
a asesino serial de relojes
sucede una tarde
de mil novecientos dieciocho
mientras camina alegre
hacia su sesión semanal
en la casa de putas
de Madame Laforge:
una simple piedra en el zapato
fue su Sarajevo personal.

Busca un banco a orillas del Ródano:
el único disponible
está ocupado por un anciano ciego
y un joven que reconoce
como su vecino de la Rue Malagnue.
Hablan uno de esos idiomas ásperos del sur,
así que no le preocupa
pasar por infidente mientras sacude
la botita de gamuza.
“Son muy parecidos – se dice Ferdinand –
Casi se diría que son el mismo:
dos puntas de la vida,
un puente sobre el océano del tiempo”

Y éste, su primer pensamiento
no regulado por áncoras
ni rueditas de bronce
fue su perdición.
Sin darse cuenta
vuelve sobre sus pasos
entra en su casa
enciende el fuego
descorcha una botella de cognac
que fue de su abuelo
y por primera vez se sienta a meditar
en la materia prima
que ha dado de comer a su familia
por doscientos años o más:

¿Pero el tiempo es un océano?
¿Con sus mareas y sus oleajes?
¿Con su trópico de sargazo podrido?
¿Con su polución fosforescente?
¿Con su profundidad medida en monstruos?

Mentira, mentira, grita Ferdinand
mientras descorcha una botella de ajenjo
de antes de la prohibición:
el tiempo es limpio como una bisectriz
no tiene profundidad ni anchura
ni tres mil dientes para desgarrar la carne
y ni brilla ni ahoga: el tiempo sólo sabe pasar.

¿Pero entonces el tiempo es un río?
¿Con su margen y su cauce de barro?
¿Con su pez bigotudo?
¿Con su meandro de borracho?
¿Con su insistencia de cicatriz?

Blasfemia, blasfemia - aúlla Ferdinand
mientras bailotea alrededor de la vitrina
donde esperan turno doscientos relojes-
el tiempo es recto y tierno
como un adolescente visitado por dios
el tiempo no duda
según la inclinación del espacio
ni moja los pies de la hierba inútil
de las riberas
ni le importa quién baja dos veces al mismo río:
Heraclite, je t’enmmerde – canta Ferdinand
con los compases de la Marsellesa.

Ferdi – nand
Ferdi – nand
Ferdi – nand
dicen doscientos relojes tartamudos


Con el oído afilado por el ajenjo
Ferdinand Climent Sablier
se detiene a escuchar:

Ferdi -nand -
Ferdi - nand -
Ferdi - nand

Ah, me llaman – dice Ferdinand –
Veamos qué tienen para decir
estos hijitos bastardos del tiempo.

Tambaleando
va hasta la vitrina
la saquea al azar
pone sobre la mesa el reloj del alcalde
(que acaba de componer)
le quita la tapa
y por primera vez
las ruedecitas
y resortes
se le aparecen como son:
una colmena de insectos dorados.




¿No es terrible cómo picotean y picotean
algo tan silencioso y transparente
como el paso del tiempo?
-dice entre dientes Ferdinand
y sin aviso descarga terrible golpe
con el culo de la botella de cognac.



Coloca al lado de los restos
el reloj de arena de su bisabuelo
símbolo de familia y profesión.
La arena cae como un río vertical.
Este reloj también miente- masculla Ferdinand
el tiempo no está hecho de semillas
y menos de arena
¿qué se pude cosechar de la siembra de estos granos?
¿Un desierto?
¿Esto es para ustedes el tiempo?
¿La demolición de una roca
mezclada con bosta de camello?

Vuela el reloj de arena contra la vitrina.
Ferdinand ve la explosión de cristal
en cámara lenta:
Es un regalo del tiempo – se dice-
El tiempo me está regalando una flor.

Ferdi – nand
Ferdi - nand
Ferdi - nand
-dicen ciento noventa y nueve relojes-
- Ya voy – dice Ferdinand.

El resto salió en los diarios:
un relojero loco,
los bolsillos llenos de engranajes,
lleva en la mano una gran flor
hecha de áncoras y carcazas de reloj.
Hace cerrar el prostíbulo
(mediante el pago de un décimo de su fortuna)
le regala la flor de oro y bronce a la madame
y se acuesta con todas las pupilas a la vez.
Decora pezones con resortes
teje vello pubial con agujas diminutas
dibuja constelaciones de rubíes
sobre la espalda de una egipcia
y tiene, según testigos expertos y confiables,
el mejor orgasmo del cantón francés.


II.

Ferdinand Climent Sablier parte al destierro
en el primer barco que encuentra.
En medio de la mar
Ferdinand se consuela
pensando en la Patagonia:
bestia plana y salvaje,
desierto de año luz,
alfanje de cien filos
y zona libre de relojes.

Desde la borda, para su confusión,
lo primero que ve
es la torre doble de Carmen de Patagones,
dos dedos impunes
en la garganta del cielo,
y ese reloj insultando al tiempo,
que es como insultar a dios.

Pero el buen dios no tiene tiempo
para ocuparse de Ferdinand y sus batallas,
y allá anda Ferdinand a la mala
subiendo y bajando
las calles empedradas
y cada adoquín es como un segundo
que dice ferdi – nand
en los puntazos arteros de la artritis,

siempre el ojo mecánico
allá arriba
sin perderle pisada
déle cortajear
déle cortajear
tic
tac
ferdi
nand
y Ferdinand se duele
del tiempo cortado como salchichón
y odia más que nunca esas agujas
chorreantes de grasa.

Ferdinand casi no trabaja:
subsiste de sus ahorros
y de la venta de cuadros
hechos de tripas de reloj.

El día lo lleva siempre lejos de las torres.
Le gusta ver a los enamorados
arrojar monedas y deseos al Río Negro
desde el nuevo puente de hierro.
Las monedas se hunden como relámpagos de bronce
Los deseos flotan un poco más.
A veces una punta de ovejas cruza el puente:
ferdi – naaaand
y Ferdinand las cuenta
por no sentir las horas,
las duras pezuñas.

Pero catorce años de aburrimiento digno
no bastan
para calmar una locura sagrada:
Ferdinand se ha enamorado

(todos los relojes muertos
le han resucitado en el pecho)

Tras el mostrador del correo
la viuda Angélica
tocotoc
sella las cartas que Ferdinand
se envía a sí mismo
con poemas
para ella:

la del vestido de noche griega
la de los ojos eternos
la de cabellos como río negro
la de la carne blanca y la sonrisa azul. (1)

Sufre de mala poesía, Ferdinand
pero más sufre de amor:
Todos los días
toco
toc
allá van las cartas
de nadie
para nadie
la viuda
tocotoc
las torres
ferdi
nand
ferdi
toc
toco
nand
así no hay corazón que aguante.

Es el tiempo o yo, se dice
y decide que el camino más corto
al corazón de la viuda
atraviesa el corazón del tiempo.

Matar el tiempo
para vivir ahora y siempre
a la sombra de tus manos
escribe en una tarjeta blanca
y se va en busca
de la más grande y blasfema
de las magnolias doradas.

Es de noche y trepa Ferdinand
con su asma
y con su artritis
y con su martillo
y su destornillador.

Allá abajo Patagones
moja sus luces
a la orilla de una cicatriz.
Suspira Ferdinand y levanta
el martillo contra la esfera de cristal
suenan
cinco campanas
y diez mil bronces
y todo le da en el alma:
tambalea
pierde pie
flota en un mar de sargazos
piensa extrañamente
en peces bigotudos
y en camellos vadeando el Ródano
y en una reina negra
con suave vestido de luto blanco
y en diez mil putas
pariendo flores
y en diez mil ovejas
rumiando la papilla de los siglos
y en diez mil adoquines disparados contra el cielo
y en el cielo que se acaba
y en el amor que explota
en un quejido
y en la eternidad que,
ahora sabe,
dura exactamente
un
ferdi
nand.


(1) Roberto Arlt, que la conoció en 1933, escribió acerca de Angélica: “…juro que sólo un ciego puede desear vivir lejos del correo de Patagones, pues en él se encuentra empleada Venus Afrodita, disfrazada de morocha. Cuanto viajero entra al correo de Patagones y mira la tal empleada recibe como una descarga eléctrica y luego, cuando se repone, pide cinco pesos en estampillas de medio centavo y contadas una por una por la susodicha empleada.”
Carlos Espinosa: Perfiles y postales, Crónicas de la historia chica de Viedma y Patagones, 2006

"Crónicas de muertes dudosas" (2008, Premio de Poesía Casa de las Américas 2010)





Martín Di Benedetto abrió sus seis párpados y dijo:


Casi simple


se llama un abrir de seis párpados y

¿para qué los caminos para qué el cemento para qué
los milagros las risas los tirantes el estallido del escarmiento?

¿para qué los camiones los honores para qué
las palabras tu silencio el mortuoso andar de las depresiones?

¿para qué el mate para qué las ventanas para qué
los trámites la espera sus hijas andrajosas ansiedades sin tema?

¿para qué la letra, para qué la razón para qué
los miedos, las invenciones las peleas tan cortas que de eternas se enfrían en las fronteras?

¿para qué todo esto para qué lo solemne para qué
el político la angustia el saber el deseo curvo que salva y desgarra aquellos indicios del
alma?

¿para qué?

¿para qué todo esto
hermano
reflejo
para qué al revés sin verdad humano amor tergiversado
alumna infancia madurez trillada?

¿para qué entonces para qué
seguir andando ciego con los ojos abiertos
si es que el canto del pájaro
ya pronto
al tu puerta cruzar?


Martín Di Benedetto nació en Puerto Madryn en 1986. Es mi hijo y una de mis pocas pero grandes felicidades.










Suma y resta

36
nada en los espejos

al apoyar la frente
publica dos pliegos simétricos

un test de roscharch
a todo color

la luz ya no sabe
cuál es la mitad
en la que se miente más.

14
nada entre muchos

la suma de las miradas
no ilumina lo que no se ve

lo devora

cada ojo con su tajada
a una cueva en el coral.

En ese cartílago traslúcido,
en su sombra indecisa

en lo que queda
nada.

De "Nada" (inédito, 2009)











La transparencia

7

nada en la transparencia

el cuerpo no goza del privilegio
de la mirada:
la opacidad es para el resto

para todo lo que nada y nada.



8

nada a contraluz

a medida que se aleja del hueso
la carne se hace permeable

cuando es atravesada en diagonal
la carne se nimba de azufre

pero el hueso
sostiene lo visible

porque nada.


13

nada en la belleza

la ambición de la medusa
es ser agua voraz

ondula
un escalón por debajo
de la transparencia

Lo que cautiva al ojo
no es lo transparente
sino la promesa del veneno
que sisea
en lo que no se deja ver.

De "Nada", ( Inédito, 2009)












Catherine Roberts - Davies

Punta Cuevas, Puerto Madryn, 20 de agosto de 1865

…es interesante el hallazgo en 1995 de una tumba a 160 m
al SSE de las excavaciones de Punta Cuevas.
Se trata de una mujer de raza blanca y de edad mediana,
enterrada en un ataúd de madera a unos 50 cm. de profundidad.
(…) La madera del ataúd resultó ser Pinus sylvestris,
apta para construcciones navales. Es posible que el ataúd
fuera fabricado con madera del pecio que había cerca,
usada también para la construcción del primer campamento.
Es muy probable que estos restos pertenezcan
al único adulto fallecido en Puerto Madryn en 1865:
Catherine Davies, muerta a los 38 años.
Fernando Coronato
“Punta Cuevas: inicio de la colonización del Chubut”

Catherine, su marido, Robert, y sus tres hijos partieron
de Llandrillo en búsqueda de una vida mejor. Sin embargo,
el hijo pequeño, John, de once meses, murió durante el viaje
a la Patagonia y fue enterrado en el mar.
Al mes escaso de llegar a New Bay (Golfo Nuevo)
Catherine también falleció. Robert lo hizo en 1868
y el hijo mayor, William, en 1872 cuando tenía 15 años.
El único que sobrevivió, Henry, tenía siete años
cuando viajó a la Patagonia y más tarde emigró a Canadá.
www.glaniad.com



Maestro de simulacros el mar
con su furia y su agua verde.

Apoyada en la baranda de pino del Mimosa
Catherine Roberts - Davies
ve las colinas de Llandrillo
donde sólo hay abismo lento.
Pero en las colinas de Llandrillo
los muertos no se hunden:
flotan a ras de tierra
en sus pequeñas barcas de madera
con una cruz por mástil
y una plegaria por velamen.
En las colinas de su pueblo
los muertos tienen domicilio fijo
una astilla en la piel de tierra
un polo magnético
hacia donde giran
todas las agujas del dolor.


En el mar los muertos
no se quedan quietos
se hunden
se hacen mancha borrosa
caen y caen en agua verde
y después en agua negra.
Algún marinero le ha dicho
que allá abajo hay extraños peces luminosos.
Catherine Roberts – Davies
piensa en su hijo John
muerto a los once meses
en medio de la mar atlántica
y en su viaje vertical
y en su escolta de fosforescencias
y en el manto blanco en que iba envuelto
y en el ruido sordo de la dentellada
con que el mar se lo tragó.

Ahora mira la foto,
la única de John y sus hermanos.
A la luz de la vela se esfuerza
por distinguir los rasgos de su hijo menor.
Esa mancha borrosa es todo lo que queda.
No es que el bebé se ha movido
- como insistía el fotógrafo -
es la muerte que ya comenzado a sumergirlo,
es la falsa transparencia del mar,
es un cruel reverbero del sol,
es un rostro que ya se aleja
a lo hondo y a lo oscuro.
- ¿Cómo no me di cuenta
- dice Catherine -
que esa máquina infame
que esa blasfemia química
que ese ojo del diablo
ya estaba viendo tu futuro?

Parada sobre la arena húmeda de New Bay
Catherine mira a su hombre y a sus hijos
arrancando tablas de lo queda de un barco.
Donde antes hubo naufragio
ahora hay canciones y alegría
que Catherine ya no entiende.
Sus hijos llevan cantando
la madera de pino hasta los refugios
tallados en la roca blanda de la costa.
Dentro de veinte días
una de las tablas será la tapa de su féretro.


Inmóvil para todos los vientos
salvo el de los años,
mínimo naufragio en las costas del presente,
una barca de pino nos ha traído
unos huesos
un botón
unos clavos oxidados
un anillo de oro
y la duda de un nombre fosforescente
que se hunde, borroso,
en la falsa transparencia del tiempo.


Poema perteneciente a "Crónicas de muertes dudosas",

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