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viernes, 1 de julio de 2011

4242.- JEAN-YVES BÉRIOU


Jean-Yves Bériou (Jeumont, Francia, 1948)
A caballo entre Francia y España, tiene su casa desde hace años en Barcelona. Con una larga trayectoria en el campo de las editoriales independientes y las revistas, entre sus libros de poemas destacan Le château périlleux y el más reciente L’emportement des choses (2010), al que pertenecen los poemas aquí recogidos. Traductor del castellano, en colaboración con Martine Joulia, ha publicado en francés a poetas como Antonio Gamoneda (incluyendo una rigurosa versión del Libro de los venenos), Olvido García Valdés, Ildefonso Rodríguez o Miguel Suárez; traductor también del gaélico, a él se debe la versión al francés de un célebre texto medieval, Lamentaciones de la anciana de Beare.






Para Antoine Soriano


I

Azul, los oscuros del alba.
Vientos, los azules del cielo.
Cielo, muerte en Flor. Negro.



II

Sombras secas, risas negras.
Y los gritos de los cielos, ¿azules?
No, gime el azul negro, duerme.


III

Y las sombras de los árboles.
Y el hueso de la desgracia, en la garganta.
Sí, los astros, ahí arriba, en lo alto. Negros.


IV

Un astro negro, tu vida. Todavía.
Nuestras vidas, entre mareas. Azules
De miedo; ¡canta el hueso de la escarcha!


V

Y nuestras manos, secas. Jamás.
Y nuestros corazones, calcáreos. Plumas.
Tu vida, una mina oscura: los pájaros.


VI

En la mina, el minero.
El minero del grito, el hombre, el inhombre.
La mujer negra, azul, hueso, cielo.


VII

¿Quién grita entre dos muros?
¿Quién grita entre dos cielos?
¿Quién grita entre dos esferas?


VIII

El pus del mundo, los filos
Herrumbrosos; la infancia con ojos irritados.
El hedor de las lágrimas, Pájaros.


IX

Azul, los llantos del alba. Negros.
Cielo, vida, cuchillos, cuervos.
Viento, el grito, el martillo del cielo.
A ti, todavía.
------------------------(Barcelona, octubre 2000)


Traducción de Ana María Beaulieu

[publicado en la colección Cuadernos del Umbo -3]








Banderas, cuchillos

[Cinco fragmentos]

Traducción de Miguel Casado





El canto de una vértebra de oro, alto, a medianoche.
Vértebra que habla, pájaro de los osarios, mis plantas enloquecidas.
El vientre de un hechicero de boca estrecha, vientre que ríe.
En mi pulmón más bello, un muerto roe, dice no.
Un niño soñador, su cráneo olvidado, sus galas de domingo.
Violetas, cristal abierto en los calveros de sangre fresca.
Enigma de los mapamundis, marea por encima de las tumbas.
Siglos de ceniza volando por encima de la hoguera: el infierno.
La dulzura de un muerto que nos reúne, su piel: el infierno.
La frágil, la tenebrosa, la insatisfecha, la enamorada; el infierno.
Sigue esperando la llegada de la sangre en lo profundo del cielo.
No esperes más, iza la vela de nunca, la de las abejas.
Flota un mar de acero bajo velos de luto, un siglo pasará.
Escribir poemas, espiar al animal de los días festivos.
El pecho nos arde, se ausenta, sin órganos: el infierno.
A la estación, a la alegría, la gran música de las penínsulas.





Nuestro compañero, el antiguo animal, respiración de niño.
Deslumbrado, sus pezuñas de rayo golpean en la puerta del siempre.
Lo sabes, sin órganos, cubiertos con la sal de lo imposible: tórax.
Y ahí está el cielo con su barco negro, sus ciervas desolladas.
Desde ayer, las aves de presa, las brasas, la verdad.
Yo canto sin saber, desfallezco, contemplo el mar.
El ave que levanta el vuelo regresa al puño, al umbral la nube.
La nube en la ventana, como un fucsia que tiembla; el infierno.
El alba nos degüella, cielo de sed, lección de eclipses.
El enemigo tirado en la cuneta entre la hierba doncella y el áspid.
El que habla mejor, el desollado del cielo, la anatomía en el espejo.
Escucho las baterías del amor, el jazz de siempre, la infancia.
Si no es el infierno, es que es el hueso, los vencejos volando.
Yo me consumo, soy la abeja, el vino, soy la tarde.
La tarde bebida y por beber, perdido el demonio, con demora la desesperanza.




Es el mar, sus planetas frágiles, color de insecto.
Es la ciudad, sus mataderos, sus nubes; su oscura yugular.
Los espectros, los ancestros, los lémures, las golondrinas de mar.
Ya ves, el cielo, su canto de hojarasca, de hogueras: el abismo.
En el fondo del espejo otro espejo, vieja adolescencia.
El abismo y tus canciones: tu aliento, el carguero del oeste.
Lujo, miseria, sal invisible que seca los tormentos.
Tras la gaviota triplemente mortal, el lujo de tu talle.
Antes de la muerte, ordenamos los papeles del azur; el arcoíris.
Se desvanece la juventud de los gatos y canta el brezo.
Vendrán los otoños en sus jaulas llameantes.
Se sostendrán los inviernos, centinelas a la puerta de los yacentes.
Los ramos de sangre, las velas desdeñosas, la ternura del fuego.
No, ni la estela de abril ni la ausencia de los reinos.
El olor de ciertas algas, la última vértebra, la del fondo del ojo.
Los océanos después del amor, los océanos antes del amor.





El cielo es un cráneo, el cráneo es un cielo abierto sobre el cielo.
El cielo es un cráneo en el cráneo de los muertos; pero están las hadas.
La muerte es un cielo en el cráneo del que sueña; pero está la nutria.
El cráneo del cielo: pero la que sueña en el sueño del que sueña.
En el hombre, en su vena más gruesa, su enemigo excava.
En los ojos del enemigo veo todas las aves del mar.
Convoca, amor, las velas negras de los hookers de Carna.
Y la constelación de la foca, y los dientes, adagio.
El lujo del cráneo, maquinaciones, óperas, relámpagos.
Lo absoluto del amor, el ave de la abundancia; el infierno.
A la mesa de las mareas sentémonos, con lágrimas en los ojos.
Aquí, bajo el signo del tercer cielo de la melancolía.
El cráneo del cráneo, perdido en la luz, abril del invierno.
Como bebida fresca, empinemos el codo de los muertos entre las sábanas.
La voz de las piedras vivas, de los viejos insectos encerrados.
Tu veneno por beber, cielo mío, por beber en tu cráneo, hermosa mía.







Los pájaros negros del mañana, de la dicha, del eclipse.
Una sombra roja, en el cadáver sueña una piedra, el vado.
La dicha, en jirones, visiones de polen sobre el mar.
El fotógrafo ciego: abiertas galerías, animal obligatorio.
Como la sombra que tiembla bajo el árbol de un huerto, y el espanto.
A lo lejos, allá donde los niños, sus vértigos, barcas de antaño.
El recorrido de una liebre en el mapa: arde la liebre, arde el mundo.
Volvamos a las noches del helecho, a sus maneras eternas.
La bandera negra del tiempo sobre la sombra de los amantes; el miedo.
El miedo, el granito y sus príncipes, juventud del vagabundo.
Vivíamos entonces en las ciudades por donde pasan los ríos.
Bajo los puentes de Lyon, la barcaza de los muertos, qué hastío.
Huesecillo que cruje entre los dientes del amor, en sordina.
Vestigios del día, bulevares del crimen, hacia el olvido.
Me asomo a medias al cielo, que todo lo niega, y olvido.
El olvido de las chiquillas, de los chicos, piel del mundo, el olvido.





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