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jueves, 7 de agosto de 2014

MERCEDES LUNA FUENTES [10.831]



Mercedes Luna Fuentes

Mercedes Luna Fuentes (México, 1969) es autora de los libros de poemas Yo/carnicero (2008) y Elogio a la incomodidad (2011); este último libro se encuentra entre “los libros más extraños, fuertes y fascinantes de la reciente poesía hispanoamericana”, según palabras del poeta chileno Raúl Zurita. Su trabajo ha sido publicado en distintas revistas y antologías en México y España. Se ha presentado en México, España y Marruecos en festivales, encuentros y en Ferias Internacionales del Libro. Fue Jefa de Cultura en una dependencia federal, Consejera editorial del Grupo Reforma y becaria del FECAC, y ostentó la beca del PECDA en el área de Creadores con trayectoria en la disciplina de Poesía. Actualmente dirige y produce el programa de radio Libros de arena y es Coordinadora de Difusión y Medios de la Coordinación General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías del Estado en su país.





Pizarra digital

Bienvenidos

vendedor comprador visitante    noventa y cuatro mil cuatrocientos dólares por el riñón de un condenado a muerte    dinero para sobornar a buenos profetas    noventa y cuatro mil cuatrocientas noticias higiénicas diarias    no nos importan muchas cosas    noventa y cuatro mil cuatrocientas cuentas burbujeantes de caviar en línea –que no existe    sexo sin sexo    noventa y cuatro mil cuatrocientos rezos antiguos por la humanidad suspendidos en la costilla tridimensional del tiempo    creyentes –pocos son los entierros que van camino a casa    noventa y cuatro mil cuatrocientos botones azules activados en la red de aquí hacia el resto del mundo    los desterrados viven aquí    noventa y cuatro mil cuatrocientos motores se activan por las noches    el cansancio no es suficiente    noventa y cuatro mil cuatrocientos caminantes frente a la muerte con un condón en mano   todos atesoramos un bisturí    noventa y cuatro mil cuatrocientos cableados finos alargan sus dedos hacia nosotros    la electricidad es la electricidad    noventa y cuatro mil cuatrocientos ciberpilotos van al cielo    volar sigue siendo un sueño   noventa y cuatro mil cuatrocientos ciegos en la antesala de la oscuridad    vivimos la ceguera de otros    noventa y cuatro mil cuatrocientas cuerdas sujetan los elevadores de la ciudad    la caída sigue siendo la caída    noventa y cuatro mil cuatrocientos cuerpos heridos de vida por el carnicero    seguimos esperándote seguimos esperándote    noventa y cuatro mil cuatrocientas hachas llenan los vagones    no vamos a cancelar el metro    noventa y cuatro mil cuatrocientas cunas apiladas a los costados de nuestros caminos    nos sentimos solos    bienvenidos     bienvenidos      b

Del libro yo/carnicero.









modular la voz : un delfín atraviesa la bahía

un hombre habla así
sesenta años cara de luna y labios de mujer
rubio

dice que nació en África
y la camisa de seda blanca le ilumina el rostro
dice en inglés
mi sobrino ganó un grammy
por efectos especiales en Hollywood

Poema del libro Elogio a la incomodidad.









Emprenden caminos a lugares tan incómodos y necesarios como la habitación.
Instalados en –intenciones– botas que golpean el desierto, o en la cima de tacones delgadamente falsos, los pies avanzan a lugares inseguros: su propia casa. Ellos favorecen las apariciones nocturnas, los cuentos de horror por las mañanas, las entregas a domicilio. Son jaulas soberbias de incomunicación también.


Desdeñan teléfonos celulares, desdeñan a la red. Son expertos en utilizar aviones, autos, pavimento, banquetas, arena.

Uno de ellos toca
con su planta una pantorrilla
o se hunde sobre el pecho.
El pie se siente bien
al desaparecer
por momentos.


Los pies tienen un acojinamiento suave en la base para aminorar la herida que produce el aproximarse a otros pies.

Para examinarlos bien hay que acercar primero un instrumento: poseen un empeine silencioso, de una suavidad acosadora. Sus venas tímidas se esconden entre los dedos. Los huesos estrechos abrigados por una blanda garantía. Hay que observar su talón oval experimentado.

Bajo sombras de nicotina, luego de admirarlos, tomar esa herramienta. Tomar el mango del mazo, levantarlo en lo alto y estrellarlo sobre ellos. Quebrarlos. Perfectamente romperlos. Descansar.

Poema del libro Elogio a la incomodidad.






TODOS TENEMOS CABEZA DE PATO EN ESTE PAÍS

Anudamos al emplumado cuello corbatas de seda al amanecer y, al hacerlo, afuera, el sol observa el avance de las tropas mexicanas.

Algunos ojos de pato –lunares ámbares, hipnóticos– siguen el polvoriento camino rural en espera de un bus majestuoso. Sólo llantas gordas de la marina aplastan las piedras.

La cabeza de pato mexicano es café grisácea, tiene el pico color olivo con dos orificios como chimeneas industriales oxidadas. El pico se abre para comer moscas plateadas o para graznar a deshoras en las orillas de lagos contaminados. La cabeza ostenta una línea de plumas finas y negras en la cima. Llenas de grasa, las plumas apartan la lluvia.
La cabeza no suele ir al fondo de ningún lago, asoma para ver su interior, se hunde deseando practicar el buceo libre sin aventurarse al fondo jamás. Al salir, de sus mejillas emplumadas escurren gotas como lágrimas. Resbalan tan fácil que no dejan rastro.
La cabeza es una guía para las alas durante el vuelo. Impulsada por ellas, se eleva sobre el agua y busca el cielo, sostiene el vuelo un par de minutos negando la gravedad de la perversión, luego, la cabeza gira levemente para caer en una picada extraordinaria. La caída, siempre la caída, la efectúa limpiamente.
Las plumas de la cabeza son tan pequeñas que pocas veces se utilizan para rellenar almohadas o edredones, son un desperdicio. La cabeza no tiene utilidad para la comida, para la taxonomía sí.

Cuando los cazadores matan una especie, toman su cabeza y cuerpo, le vacían de vísceras. Lo sumergen en sustancias para que resista la mirada exigente al exhibirlo y lo rellenan. Y dirán: “Oh sí, esta cabeza de pato tiene los ojos brillantes como si estuviera vivo, mira sus plumas. Pónganlo allá.”

Buscamos rutas seguras, los mejores blindajes; planeamos defensas estratégicas e instalamos juncos corredizos y acerados que distraigan a los cazadores. Abrochamos alrededor del tórax gordo, oloroso a cigarro y droga, chalecos antibalas. Y decimos también, no, no hay miedo aquí.

Hay cabezas de pato que beben whiskey con hielo, tiesas, inexpresivas, se creen concientes e iluminadas, lucen hermosas aunque no lo sean. Hay cabezas de pato apoyadas sobre una mesa de madera, el alcohol extiende sus cuellos indefensos.

Cabeza de pato muerto las intimidades que se escriben en las editoriales, se exhiben en tiempos de carne desprendida. Yacen aún tibias, lánguidas, con el cuello roto. No sabemos si enterrarlas o llorarles al darles lectura. Vamos, no exageremos, no hay porqué llorar. Todo se comercializa. Todo sirve. Sólo a veces esconden el nombre a las intimidades, mas las detallan, describen obscenamente sus secretos y las mandan a la Sagrada Web o a imprenta. Los personajes las utilizan para construirse.
Finalmente nadie enterrará a esas cabezas de pato, quedarán expuestas, olorosas a tinta, a divino cieno que mancha con su descomposición las manos.

Los discursos oficiales utilizan las palabras de la real academia española y las transforman en cabeza de pato, en blanco perfecto sobre los puentes del discurso. Las arrojan atadas. Durante el vuelo desafortunado, las matan antes de caer al asflato, al punto final.

Nuestros amados, con cargos o sin ellos; nuestros hermanos, con placas o sin ellas; nuestros niños con armas o sin ellas; los devotos ateos; los políticos devotos; no lo notan, pero todos, todos tenemos a alguien apuntando directo a nuestras cabezas.

México es una gran laguna. Todos tenemos cabeza de pato en este país.








Situada al centro del cuerpo, atraviesa nuestra espalda y nos levanta como un gancho vestido de carne. La Anatomía lo dice: está diseñada para mantenernos erguidos, para sostener al cráneo que se inclina y mira sobre una cama de hospital a un cuerpo tendido.

Hay algo que la sostiene, sin eso, la columna no cumple su función. Ese algo nos ayuda a girar el cuerpo dentro de las aguas de mar, a girarlo sobre la arena dentro de la noche, a girarlo sobre el asiento dentro de un autobús. 
Ese algo ayuda a la columna a envolverse sobre otra como soga.

Es falso que la columna se sostenga por sí misma. A esa curvatura hecha de puños cerrados y blancos ensartados dentro de la carne, la sostiene el pensamiento más obsceno, vulgar; verdadero como la mentira; algo que hemos nombrado y escrito hasta el asco.







Mantienen esa flexión, hacia adelante, como alcanzando algo que no sabemos. No se extienden lineales. Aún si caminamos con el agua de mar cubriéndonos hasta el borde de los hombros; los brazos, flotantes; no se convertirán en vías de tren. Atraviesan el mar sosteniendo ese doblez a pesar de cualquier voluntad marina. 

Ni toda la suavidad que el agua en grandes cantidades es; ni toda la fuerza del río demente –corriente que abre montañas, tierra–; ni todas las olas oceánicas que destruyen, cambian superficies de playas; logran que los brazos pierdan su curvatura. El mar, el océano, el río, son asesinos que lo han intentado. Ni matándolos se doblegan, pierden su forma.

Los brazos, dos partes del cuerpo que están hechas para recibir, para abrazar, para cargar. Hacia adelante. Nada hacia atrás. Los brazos de los recién nacidos lo dicen. Desde el nacimiento están así, doblados, esperando algo, alguien.

El agua arrastra los brazos mientras se avanza dentro del mar, el agua salada los mueve, sólo eso.

Tostados por el sol, en una tarde del año que casi termina, mantienen su forma en espera de encontrar, de acunar un premio –mecer al animal herido–, para calmar, para enfermarse. Para encontrar presión, pasión, prisión.

Los brazos, los lazos, los trazos de uno mismo penden del cuerpo. Son la parte más verdadera. No miente. Desde siempre, desde hace siglos, el doblez de los brazos es más fuerte que todos los océanos, que toda degradación. Es indestructible.







Se abren las puertas de un elevador. La cintura sale de él. Se adentra en el hospital. Sigue un pasillo. Se detiene ante la puerta de la habitación, la abre.

Un cuerpo de hombre duerme sobre la cama flexible.

La cintura se acerca al cuerpo en descanso. La cintura tiene dificultad para decir palabra.

En silencio, en el escaso hueco al costado de la cama, se sienta. Hay un anzuelo que la une a ese hombre. Despacio, se recuesta a lado. La cintura queda suspendida entre la cadera y el hombro, sin un brazo que la rodee. Por un momento imita a los que descansan, se abraza con cuidado al cuerpo conectado a sondas.

La cintura encuentra ahora los ojos abiertos del cuerpo, la observan con un gesto parecido al gozo.

Siseos delicados del clima artificial husmean entre las cortinas.

El cuerpo dice algo sobre la puntualidad. La cintura mira los brazos de ese cuerpo, observa su muñeca: puntos rojos, una aguja dentro y una línea blanca con su nombre.

La cintura, con la misma sábana, se cubre; acomoda de nuevo su perfil curvo cerca del cuerpo.

La cintura, procurando no tocar las sondas, cuidando de no mover el suero, acerca su cabeza al pecho de él. Intentarán dormir un momento juntos, antes de que se abra la puerta, antes de que lleguen las enfermeras.



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