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lunes, 11 de octubre de 2010
1677.- ÁNGELA TELLO
Ángela Tello nació en Santander de Quilichao, Colombia, en 1959. Poeta, economista y socióloga. Fue actriz de teatro. Ha participado en diversos movimientos culturales de la región y del país. Su trabajo ha estado centrado en el apoyo a procesos de fortalecimiento comunitario con diversos sectores poblacionales. Libros de poesía publicados: De Raíces y Alas, 1997; En el Corazón de la Bestia o Transfiguraciones del Rostro de la Ciudad, 2005. Su poesía ha indagado sobre temas aparentemente contradictorios como la vida y la muerte; la memoria y el olvido; la presencia y la ausencia; el amor y la guerra; el coraje y el miedo. Sin embargo, en su escritura se descubre la unidad que generan los contrarios y el sentido que tienen en el encuentro con lo humano. La poeta explora la ciudad, los escenarios urbanos donde en medio de la multitud se descubre el gran desierto en el que logran reconocerse aquellos que aquietan su corazón y aprenden a escuchar el silencio que los habita. La ciudad, que visualiza como una bestia que atemoriza pero que a la vez se teme a sí misma, una bestia que desea ser descubierta colectivamente para transformar su rostro. La ciudad que se pierde y que agoniza entre aquellos que huyen en busca de nuevos territorios o entre aquellos que son abatidos por las balas. La ciudad que renace entre las palabras y entre el bullicio de quienes la festejan; entre el amor y en medio del coraje de aquellos que vencieron el miedo y han decidido quedarse a enfrentar y a acompañar a la bestia. Ángela reconoce que es a través de las palabras y del encuentro humano que se puede salir de esta funesta noche donde la guerra ha tomado posesión del planeta. Múltiples guerras guían ahora el destino de los hombres y de las mujeres, múltiples guerras que se asemejan más que lo que pueden llegar a diferenciarse. La guerra de un pueblo y de otro pueblo, es una sola, es esa guerra del avasallamiento, del dominio, del sometimiento. Son guerras que se reconocen en la destrucción, en el dolor, en el miedo, en el vacío, en la desesperanza. Y en medio de esas guerras, dice la poeta, se levanta como un estandarte el amor, símbolo del hallazgo y de la posibilidad de renacer permanentemente de las cenizas.
XXII
Farim, querido amigo,
ayer vi a las tropas,
marchaban como un solo cuerpo
y exhalaban un olor a tabaco barato
que alejaba a los mosquitos y a las bestias.
En un solo movimiento
-cercano a una danza-
avanzaban bajo el sonido de los tambores.
La lluvia caía sobre el pasto,
los helicópteros volaban sobre nuestras cabezas
y diversidad de gritos surgían de la montaña.
Existe un lenguaje aprendido en el fragor de la batalla,
gritos de dolor y de asalto,
gritos de rabia y de impotencia,
se mezclan, se unen,
el lazo es la guerra.
También ayer vi a las tejedoras y a los jornaleros,
cantaban al unísono al bajar la montaña,
la simiente florecía
y los tejidos engalanaban la aldea.
Con vestidos blancos de fiesta
caminaban bajo el cielo, azul y brillante,
y el deslumbrante verde que revoloteaba en el ambiente.
Las tejedoras y los jornaleros que descendían de la montaña
se detuvieron durante un breve instante a escuchar el motor que se acercaba,
El ronco sonido que acallaba la música de las guitarras y los tiples.
Un viento helado golpeó sus rostros,
el cielo se abrió y el fuego cayó sobre sus cabezas
Como si los dioses estuvieran molestos.
Vi pequeños puntos blancos naufragar en la llanura,
vi las casas que ardían y se desplomaban,
vi a un pueblo morir sin comprender el sentido de su muerte.
Las tejedoras y los jornaleros que sobrevivieron al fuego
suben ahora la montaña,
cantos fúnebres acompañan sus pasos.
Para no convertirse en estatuas de sal
Deciden ignorar al pueblo que abandonan.
La simiente está rota,
los tejidos cuelgan deshechos sobre las tejas fracturadas.
Farim, esta es la guerra que habita nuestro territorio.
Una mujer porta en sus manos los hilos del nuevo tejido,
un niño templa las cuerdas de una vieja guitarra,
un hombre recoge un puñado de tierra.
Los tres, al unísono, reinician el canto.
VII
Los muertos,
los olvidados muertos vienen a mí como última esperanza
Con mi amor los abrazo, los protejo.
Llegan en compañía de sus miedos,
llegan en compañía de las lágrimas
y los buenos y malos deseos que en el último trayecto les ofreció su parentela.
«Que se encuentren bien, que la tierra sea ligera»
los arrullo dulcemente para que emprendan el viaje hacia la luz.
«Vive bajo mi manto para que por fin tengas morada
A ti que en vida nunca la tuviste
Niño de la calle, paria, mendigo, loco
Enfermo, drogadicto, miserable»
Con ternura los acaricio
a ellos que de caricias y de ternura poco conocieron.
«Deja que entre este terrón de tierra por tus labios marchitos,
Deja que nazca una semilla, que brote un gusano de tu boca.»
Con destreza los limpio con la tierra y el polvo
a ellos que de limpieza poco conocieron.
Los muertos,
los olvidados muertos,
Se cubren con este velo de polvo y de cielo en su último viaje,
Con este regazo de agua y de barro en su inevitable trayecto hacia la noche.
La Bestia que tanto temieron,
O que tanto odiaron,
deja, en el misterioso tránsito que emprenden ahora hacia las sombras,
caer sus máscaras definitivamente,
Ahora aceptan sin rechazos y sin reclamos,
la cama y la morada de un corazón
que no es de Bestia, tampoco es un corazón humano.
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