LA TIERRA
I
Nada detiene esta piedra ensimismada
hecha esfera por la ciencia
del giro indiferente
grávida de un dolor inmemorial
dolor de continentes y océanos
nada detiene este vértigo de tanto
contorneo en el negro largo bostezo
entre los mundos
Y nada conjura este hechizo
que impele a las abejas
al reclamo del estambre
al mismo tunal tendido
en el horizonte
¿Por qué esta ceguera
de piedra
lanzada al corazón de un pájaro?
II
No basta tanto vértigo
para aplacar esta vocación
orbital de canica subyugada
por algún chamullo divino
No basta la caída
de tanto párpado para desvelarnos
para que esta madre no salga
a seducir una vez más a sus hijos
con la prestidigitación de la lluvia
la ilusión de un quiebre
un matiz nuevo
en el desplome de las hojas
III
Alguna vez con ojos blancos
la tierra fue nave fronda
ballenas nubes y linajes
alguna vez las luminarias fueron
asombro incendiado en la llanura
alguna vez fue temblor
esta coreografía inalterable de los astros
su mutismo idéntico al furor
de la pregunta a la sangre
amotinada en la frente
atalaya afiebrada
Aunque las pupilas se afanen
el cielo seguirá siendo ese alto
sitio de desguace una avenida
con algunas luces que resisten
donde la tierra puta de ojeras azules
hace su ronda
OJERAS
Bajo la piel hay alforjas
para guardar las noches lerdas,
ojeras ocaso donde se ponen
fulgores y encallan los soles
hasta hacerse crónica nocturna,
pliegue del desvelo.
Marsupiales cargan sus penas párvulas:
ese modo tan humano de llorar
por dentro, de penar por dentro
hasta convertir en piedra
lunar el llanto.
Dos criaturas de lomo púrpura
abrevan la luz convaleciente
en nuestros ojos.
BOLSA DE PLÁSTICO
Perdiendo el último azúcar,
entregada a la corriente
mortal de un domingo cae
y se alza con su canto eunuco,
estandarte de la resaca
sin resistencia que no sea
sonido de arpa desgarrada.
La niña abre su mano…,
la bolsa crisálida
huérfana con su piel
translúcida en jirones
se entrega a su carrera
de Ofelia enloquecida
por el parque.
NIÑO DE LAS MINAS
Sopla la rabia sobre mesetas presentes:
ruge sin saber hacia dónde llevan las horas
vendavales que desafían las piedras.
Arturo Borra
Rabia de verte rompiéndote en esa
pulseada a muerte con la piedra,
robándole rigor hasta hacerte
socavón, llaga.
Tus manos muelen, demuelen,
pulverizan los huesos del mundo.
No de duendes el polvo
que te arrasa los pulmones:
soldaditos de plomo avanzan
por tus venas desvelando
bosques somnolientos.
Niño roca, niño maza,
en tolvas va tu sangre hasta la infancia
de los volcanes, hacia reinos de hadas
negras, minerales;
allí donde el mundo esconde
el humo de las caídas
EL SALTO
Porque el agua se me fuga
y yo -pura sed-
soy un zahorí que remata sus varas.
Porque las palabras regresan de un viejo abuso
y ya no tienen fuerzas para escalar los labios.
Tendré que invocar una caída
en el umbral mismo del verbo
con la fe de todas las manzanas.
Saltar muy dentro, libre
al fondo de las cosas,
deshabitar la memoria,
su ciudadela adoquinada, su lacre,
los arquetipos rotos en las esquinas
ofreciéndome su cuerpo.
Dejar de buscar advientos en el pan de ayer,
las migas que con que solía despilfarrar el hambre,
sacudir las cortezas que ya ni pueden recordar
su savia.
Porque no bastará con la poesía;
habrá que tener -además-
los huesos livianos de los pájaros.
LAS VARAS DEL ZAHORÍ
Viaje adentro,
al fondo, a ese barro primero
solícito para las manos,
los algodones tendidos
en coincidencia milagrosa con la herida.
Lo blando: refugio de las aristas
que nos duelen.
Viaje por los corredores de la sangre,
por el andamiaje de calcio que nos alza
en rebeldía incesante ante la gravedad.
Para ser polvo encendido en la frente
de algún dios, reconciliación
de puntos cardinales, fervor
que nos eleva a esa colina
desde donde podemos ver
la infancia que nos aguarda.
La última resistencia
Puede zozobrar el mundo bajo los pies,
alzado tantas veces en el regazo del alba
y hecho escombros en su espalda,
los continentes pueden astillarse en archipiélagos,
rompecabezas a la deriva
ensayando una geografía inédita.
El mármol puede sangrar sus vetas,
llorar arena en los ojos de las estatuas,
girar los pedestales de dioses,
las raíces ensayar su salto ultérrimo,
dislocar las copas que invocan
el vino de la altura,
bendito trueque de corteza en cielo,
de ala devenida piedra.
Pueden temblar las cuerdas
y las falanges, las semillas
y lápidas, arder los pájaros
en un vuelo suicida…
Nada veremos, nada sin antes
sacudirnos las muertes ordenadas en las sienes
para ver lo ínfimo encendiéndose,
pira descomunal para el aliento, los relojes
subyugados por una niñez sin término
y todas las brújulas confesando su derrota.
Poema de la sed
Sobrevino la sed
en las cuencas y los cráneos,
sed que se desplaza y agiganta
una vez que se nombra.
Y ya no hay lluvia suficiente
para entretener esta sed
de pradera en llamas,
sed desguarecida de su agua,
cal de tumba al mediodía,
pájaro que se nos seca en el vientre.
Sed de tanta evaporación de nuestro rostro
en todos los espejos.
Vértigo del brote
bajo la tierra, conduciendo
el anhelo de la savia
ciego al juicio de la escarcha;
vértigo de la flor
suspendida en su andamio
de briznas, revelando su perfume
al mismo viento que la lacera.
Vértigo de sentir el temblor
del mundo en las varas.
Las varas se desorientan y
los bosques elevan su última plegaria.
bajo tus pies las brújulas confiesan su derrota
se desvanecen los mapas que nadie releva
bajo tus pies
mercurial
fugitiva
la tierra tendida para el desastre
las orillas socavadas por la creciente.
Pájaro moribundo
Sacarte de la jaula
como a un corazón todavía latiendo
fuera del pecho, un corazón anterior al diluvio
aterradoramente niño o pájaro
y ese no peso hasta el vértigo
de tu luz apagándose en algún cielo
detrás de los dedos,
ese peso insoportable de lo limpio.
Nunca las manos fueron tan culpables,
culpables de atrás, de lejos.
Jaula última antes del frío.
Con miedo sostenerte,
con lágrimas: imposible sostener
esa mirada de continente
hundiéndose en las manos,
esta súplica de sed de Agosto.
Imposible no caer de
bruces blancas.
En las alas hormigas ciegas abrirán túneles,
te llenarán del cielo que no viste
desvelarán la maquinaria del vuelo.
Niño del Riachuelo
Niño del riachuelo,
comunión de tobillos y de barro,
chapoteo de tardes sin pupitre
y nadir temprano de tus cejas.
Tu diminuto Ganges,
resignado y austral,
en incesante procesión de latas, vidrios
y nenúfares mutilados.
Parábola de vida abundante
si la corriente arrima a tu descalza orilla
ternura de ranas o algún juguete roto.
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