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jueves, 21 de agosto de 2008
28.- MARÍA VICTORIA ATENCIA
Poeta española nacida en Málaga en 1931.
Desde niña mostró una fuerte inclinación por la poesía, la pintura y la música, disciplinas que cultivó a través de su educación en colegios de marcada tendencia religiosa.
A los veinticuatro años contrajo matrimonio con Rafael León quien se convirtió en su guía y editor, dedicándose de lleno a la poesía.
Es académica numeraria de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, de Málaga; académica correspondiente de las Reales Academias de Cádiz, Córdoba, Sevilla y San Fernando; consejera del Centro Andaluz de las Letras de la Junta de Andalucía, de la "Fundación de la Generación del 27" de Madrid, del "Centro Cultural Generación del 27" de Málaga, de la "Fundación María Zambrano" ( Vélez-Málaga ), y de "Honorary Associate of The Hispanic Society of America" de Nueva York.
Ha obtenido numerosas distinciones entre las que se destacan: «Premio Andalucía de la Crítica 1998», «Premio Nacional de la Crítica 1998», «Premio Luis de Góngora de la Letras Andaluzas», «Medalla de Oro de la Provincia de Málaga» e «Hija predilecta de Andalucía».
Antología poética
María Victoria Atencia
Arte y parte
Sazón
Ya está todo en sazón. Me siento hecha,
me conozco mujer y clavo al suelo
profunda la raíz, y tiendo en vuelo
la rama, cierta en ti, de su cosecha.
¡Cómo crece la rama y qué derecha!
Todo es hoy en mi tronco un solo anhelo
de vivir y vivir: tender al cielo,
erguida en vertical, como la flecha
que se lanza a la nube. Tan erguida
que tu voz se ha aprendido la destreza
de abrirla sonriente y florecida.
Me remueve tu voz. Por ella siento
que la rama combada se endereza
y el fruto de mi voz se crece al viento.
Letanías de Nuestra Señora en la noche de Navidad
Espejo de la mañana.
Rosa descendida.
Llanura apacible.
Fuente de musgo.
Gracia de la desposada.
Semilla del Antiguo Testamento.
Brazo de la aurora.
Charco de rosas.
Orilla hermosa.
Callada expectación de los pastores.
Cinta de los cielos.
Lluvia en la ventana.
Dueña de los campos.
Puerta de las vírgenes.
Muralla de los tiempos.
Suelo donde aprendió el Niño los primeros pasos.
Arco del Espíritu Santo.
Niña de Dios.
Ojos de Dios.
Candela de los montes.
Adorada de arcángeles.
Hermosa catedral sobre el desierto.
Jardín nuestro de cada día.
Sueño de todo un Dios.
Cañada de los Ingleses
Epitafio para una muchacha
Porque te fue negado
el tiempo de la dicha
tu corazón descansa
tan ajeno a las rosas.
Tu sangre y carne fueron
tu vestido más rico
y la tierra no supo
lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra
y acaba juntamente
-tal se entierra a un vencido
al final del combate-,
donde el agua en noviembre
calará tu ternura
y el ladrido de un perro
tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda
al tacto de la muerte,
que a las semillas puede
y cercena los brotes,
te quedaste en capullo
sin abrir, y ya nunca
sabrás el estallido
floral de primavera.
Marta & María
Mar
Bajo mi cama estáis, conchas, algas, arenas:
comienza vuestro frío donde acaban mis sábanas.
Rozaría una jábega con descolgar los brazos
y su red tendería del palo de mesana
de este lecho flotante entre ataúd y tina.
Cuando cierro los ojos se me cubren de escamas.
Cuando cierro los ojos, el viento del Estrecho
pone olor de Guinea en la ropa mojada,
pone sal en un cesto de flores y racimos
de uvas verdes y negras encima de mi almohada,
pone henchido el insomnio, y en un larguero entonces
me siento con mi sueño a ver pasar el agua.
Casa de Blanca
No llamaré a tus puertas, aldaba de noviembre:
el árbol de las venas bajo mi piel se pudre
y una astilla de palo el corazón me horada.
Porque tú no estás, Blanca, tu costurero antiguo
se olvida de los tules, y el Niño de Pasión
va llenando de llanto el cristal de La Granja.
Tiene el regazo frío tu silla de caoba,
tiene el mármol tu quieta dulzura persistida
y bajo tu mirada una paloma tiembla.
Perdidamente humana pude sentirme un día,
pero un mundo de sombras desvaídas me llama
y a un sueño interminable tu cama me convoca.
El duro pan
El insomnio beberme hasta la última gota.
Huir campo a traviesa, de par en par los brazos.
Conocer de qué angustia me llegan mis poemas.
Desgajarme el vestido con dolor y sin lágrimas.
Morder el duro pan del egoísmo ajeno.
Ahogarme en el tumulto que por dentro me invade.
Salirme del teatro que a diario me ofrecen.
Prenderme el desamor con un collar de escarcha.
Clavar en mi acerico oxidadas agujas.
Hacer trizas las horas que en las sienes me pesan.
Hundirme poco a poco con este peso impuesto.
Aguardar el momento en que la hiel reviente.
Marta y María
Una cosa, amor mío, me será imprescindible
para estar reclinada a tu vera en el suelo:
que mis ojos te miren y tu gracia me llene;
que tu mirada colme mi pecho de ternura
y enajenada toda no encuentre otro motivo
de muerte que tu ausencia.
Mas qué será de mí cuando tú te me vayas.
De poco o nada sirven, fuera de tus razones,
la casa y sus quehaceres, la cocina y el huerto.
Eres todo mi ocio:
qué importa que mi hermana o los demás murmuren,
si en mi defensa sales, ya que sólo amor cuenta.
Los sueños
Santa Clara
Queda detrás la puerta cerrada y entre todas
me llevan hasta el fondo de la sala. Es temprano:
pegado al cuerpo tengo el sueño todavía.
Va cayendo mi ropa, que una silla recoge,
y un traje de organdí me reviste de blanco,
de trustrús y jaretas. Tengo aún mucho sueño,
pero el velo me cubre la cara. Reconozco
esta cruz de mi abuela, cuando los bombardeos.
«Renuncio a Satanás, sus pompas y sus obras».
Derecho el cuerpo, ensayo la reverencia y sigo
un corredor que sale al cauce de San Telmo.
Me quito las sandalias y chapoteo el agua.
El Conde D.
Cada noche te espero desde antes de acostarme,
y cuando sobrevienes, agregada presencia
a mi quehacer, pareja de topacios que rompe
contra la piedra azul serena de los míos,
dócilmente interrumpo mi sueño y, pues prefieres
las sombras, me levanto y cierro las cortinas.
Ya puedes reclinar tu cabeza en mi hombro
y aposentar tus dientes con su sed en mi aorta,
boá de Transilvania que me cercase el cuello.
El mosto de la muerte con su empacho te alienta.
Me voy quedando fría en tanto que amanece
y sorbes acremente mi paz a borbotones.
El mundo de M. V.
Suceso
¿Quién desvía tu vuelo y me desea ahora?
Estaba yo ocupándome de la compra, el teléfono,
la ropa de los niños, y se me quedó fija
en un punto brillante del quinqué la mirada
cuando tú prorrumpiste -si a tu ventana llega...-,
con un ronco zureo y súbito aletazo.
Reposa tu fatiga un momento en la casa
mientras hierve en colores la pluma de tu cuello,
y echa luego a volar y vuelve con los tuyos
al trigo de los muelles y al agua de los parques,
donde a tu desolada pareja, por tu ausencia,
el celo le contrae la encendida pupila.
Cuarenta años más tarde
Antonio
En el recinto sepia de tu fotografía,
cuarenta años más tarde, una tarde entre amigos
han venido a dolerme tu muerte y tu belleza
mientras tengo tan leve cartón entre las manos
y en la umbría de un patio de aspidistras y helechos
sigues quieto en tu grata mecedora de mimbre.
Giraba junto al puente su rueda la albolafia
cuando sobre el pretil del río te nombraron
y el arcángel tus manos vació de repente.
Tras el fulgor de julio, la tierra sigue siendo
tremendamente dura y hermosamente cierta.
Godiva en blue jeans
Cuando sobrepasemos la raya que separa
la tarde de la noche, pondremos un caballo
a la puerta del sueño y, tal lady Godiva,
puesto que así lo quieres, pasearé mi cuerpo
-los postigos cerrados- por la ciudad en vela...
No, no es eso, no es eso; mi poema no es eso.
Sólo lo cierto cuenta.
Saldré de pantalón vaquero (hacia las nueve
de la mañana), blusa del «Long Play» y el cesto
de esparto de Guadix (aunque me araña a veces
las rodillas). Y luego, de vuelta del mercado,
repartiré en la casa amor y pan y fruta.
El coleccionista
Placeta de San Marcos
Amárrate, alma mía; sujétate a este mármol,
Sebastián de su tronco, con cuantas cintas pueda
ofrecerte en Venecia la lluvia que te empapa.
Amárrate a este palo, alma Ulises, y escucha
-desde donde la plaza proclama su equilibrio-
el rugido de bronce que la piedra sostiene.
Ghetto
Denso es el aire aquí. Y tibio. Lo respiro
entre casas que quiebran su fachada en el agua.
Un gato mansamente se me enreda en las piernas
y me retiene inmóvil delante de Yahveh.
Rosa
En el joyero Tiffany's se marchita una joven
rosa de Jericó.
Sólo al costado mismo de la muerte comienzan
su plenitud las rosas
tras la ruptura última del quicio de la sed.
Déjame
Déjame que te alcance la compartible boca
en el instante mismo que salto sobre el arco
del amor y me extiende el lino sus veredas
para yacer contigo, atleta abandonado,
feliz en su victoria.
Amanece
El tráfago del muelle
a una luz se despierta.
Retornan los pesqueros
desde sus marcaciones
y los remolcadores
taimadamente escoltan
a un carguero rojizo
de hierro y maquinaria.
Las seis y media en punto:
mi noche ya no cuenta.
Compás binario
Noche oscura
Quien apiña la noche bajo el embozo, vuelve
a negarme por huésped de su amor cotidiano,
y la palabra -el tenue susurro del aliento,
que apenas significa- con la alondra primera
teje la frágil trama de la desesperanza:
contra sí se debate el que combate a solas.
Amante el más difícil, que hasta el alba persigo:
en tu vacío encuentra mi poema su hechura.
Jorge Manrique
A esa luz que nos crea y nos destruye a un tiempo,
bajan desde sus nidos a abrevar las palomas:
abaten en la orilla su cuello hasta las aguas
y lo yerguen, y el río que se lleva su imagen
viene a dar en la mar, en tanto que ellas vuelan,
desnudas ya de sombra, hacia sus columbarios.
Ajuar para la muerte
No por mí: por el vuelo de una paloma ciega,
sobre tu mármol dejo la impronta de mis ojos,
y la luz delatora de un quinqué por tus muros
rompe en los arrecifes mi aguardante vigilia.
Al cabo de una calle que a tu amor me convoca
dispón para mi aliento un hueco lacrimario,
para mi espalda un pliegue oficiante de lino,
antes de que en la mar de tu noche me anegue.
Laguna de Fuentepiedra
Llegué cuando una luz muriente declinaba.
Emprendieron el vuelo los flamencos dejando
el lugar en su roja belleza insostenible.
Luego expuse mi cuerpo al aire. Descendía
hasta la orilla un suelo de dragones dormidos
entre plantas que crecen por mi recuerdo sólo.
Levanté con los dedos el cristal de las aguas,
contemplé su silencio y me adentré en mí misma.
Paulina o el libro de las aguas
Esa luz
Recógete, alma mía. Es sólo la belleza
que viene y tiñe el cielo y te deslumbra y pasa.
Conserva aún en tus manos esa luz que decae.
Algo trama la noche: también ciega lo oscuro
y tiene un cielo propio para acosar las aguas.
Peces errantes palpan un légamo de muerte.
En la terraza el viento quiebra el tallo a los áloes.
La llave
Me despoja de mí el silencio en las torres
que una llave de piedra o de plata me abren,
y a las veras del agua se desnuda de aljófar
y nácar la nostalgia. Deja escurrir el mirto
una gota de aroma que sacude a la alberca.
Puedo ungirme las yemas para dar luz a un ciego.
Discurro con la noche. Los cipreses se alzan.
Soy el vacío ya. Ni una voz me sostiene.
Trances de Nuestra Señora
Annunziata
Tu mensajero vino y me habló brevemente;
déjame una quietud que siga a su recado.
Descalza en los umbrales de la aurora me tienes:
recogeré mi pelo y dispondré mi cuarto.
(Por el otero asoma tu ternura impaciente.
Te conozco a su luz. Date prisa. Te aguardo).
Victoria
Estaba abierto el cielo y mi hijo en mis brazos,
tan indefenso y tierno y aterido y fragante
que lo sentí una obra sólo mía, victoria
de un cuerpo paso a paso ofrecido a su cuerpo.
Lo envolví con mi aliento y él tuvo el soplo tibio
en el que una paloma se sostenía en vuelo.
La mano
Cuando, tras asearla con las aguas lustrales,
por juego la aproximo y la entibio en mi pecho,
qué pequeña esta mano que encaro con la mía,
juego de amor y risas a la orilla del sueño:
su mano recental, que intenta levantarse
y que me desposee y colma al mismo tiempo.
De la llama en que arde
Con las luces del alba
A mitad de camino entre la mar y el suelo
que hace fértil un gesto de vida proseguida,
sobre la arena oscura expuesta al sol, propongo
yo misma mi balance entre fruta y olvido;
entre amor y despecho con las luces del alba,
o las yertas palabras que acoge un laberinto
de nácar y las vierte contra el rumor del puerto.
Campo de Villanueva
Tendida el largo suelo hasta dar en los montes,
zurcidos sus retazos -verde, cadmio, caldera-,
mansamente te mira, al cruzar, el paisaje.
Vuela un zorzal en busca del olivo cercano
con sobresalto apenas. Y después vuelve todo
a su durar inmóvil. Salvo tú, transitoria.
Noviembre
A Juan Bernier
Oigo crujir tus hojas y vuelvo a estremecerme,
memoria de noviembre con la fruta en los labios,
pervertido jardín que hollé una vez, descalza,
y en el que, de rodillas, llevé mi frente al suelo.
Tengo el leve recuerdo de un sollozo y mi nombre,
y fielmente el del hueso, áspero, cautivo.
La pared contigua
Carta a Denise
Vuelvo a escribirte, Denise, sobre la misma mesa
de preciosas raíces que conociste y dan
savia a las siemprevivas y apoyo a estas palabras,
resumen barnizado de un bosque. Bien lo sabes,
tú, que coloreabas la fronda del olivo
y eran tuyos los campos como mi calle es mía
(y, cuando niña, el campo); tú, que pusiste luz
-y una súbita sombra- en los paisajes que en la pared me miran escribirte;
tú, voz albergada en algún cuarto próximo,
de dulces sepias y azules desvaídos a lo largo de las horas cortísimas que recorrimos juntas.
Por eso ahora te escribo, Denise, mientras me queda tiempo, cada vez menos tiempo,
porque van a llamarme a través de esa pared contigua
y ya he cumplido de tu falta un año
y no sé cuántos días de condena.
La música
Volveré a tus estancias, padre Haendel, y a encerrarme con clave
universal donde nada más oiga, o sólo el roce
de una esfera celeste; volveré a las estancias en las que fui creciendo
y aspiré alguna vez a un sitio claro propio;
yo, la desterrada ahora, la del exilio mudo por hastío de ti,
desdeñado el antiguo amor y su servicio
bajo el ardiente arco del verano y su caliente insinuación:
bien venida al silencio.
La intrusa
Retrato de Frascuelo
Para Felipe Benítez Reyes
Montera sobre el muslo, pie pequeño, entrecejo
poblado, el fogonazo del magnesio detiene
en tu recuerdo al toro y en el sepia tu imagen,
como tuvo la tarde tu capote en suspenso.
Yo te quito las medias de seda rosa, el luto
rural de tu corbata, que en la cómoda cubren
mi peina de carey, mi mantilla de blonda.
Naufragio
Para Floreal y Pepe Bornoy
Como arreciaban más las olas, y la casa
seguía en su costumbre sin aviso,
asomé a la terraza mi aprensión, y era cierto:
ya no veía el faro y perdíamos pie
e íbamos zozobrando aguas abajo, brea
y sal abajo y por la casa adentro.
Caída en el turbión, entorné las cortinas
por no alarmar innecesariamente.
El puente
La rueda
Verdad es que en el mapa figuraba distante, que una rueda
de mi maleta iba gimiendo, y que en las bocacalles
su cansancio exponían con razón mis tacones.
Signos quizás de pérdida -de la esperanza al menos- en la ciudad oscura,
con mi mapa y más calles de rótulos vedados. Y ese joven
que no sabría decirme sino el raído azul de su bufanda
cuando busco un cobijo, de palabras siquiera.
Andar y desandar con la ciudad ajena como albergue
no mío: dádiva y negación a un torpe rodamiento
que, de improviso, si ésta es la Torre de la Pólvora,
acalla su insistencia en dar fin al viaje.
Reproche a Holan
Para Clara Janés
Si ves Moldava abajo, río abajo
-frente a la Isla de Kampa y el Molino del Búho-
un cubo de basura tiernamente mecido,
dulcemente mecido hasta el agotamiento,
no pienses en el cuerpo de Ofelia que las ratas horadan
entre sus muslos blancos, cubo adentro, hasta el fondo;
preserva
su maternal secreto río abajo.
A orillas del Ems
La casa
Me adentraba por ella -ante mí en la cubierta del libro-,
en su planta cuadrada y un silencio en sus muebles que adivino o invento:
podría pintarla como cuando era niña y abrir con una cuchilla sus ventanas,
porque ella era mi mundo inserto en otro mundo de intimidad discreta
que yo invadía y daba a los demás.
Lo que en ella pasaba -un perro, una bombilla- me resultó feliz.
La niña
La niña de trenzas y flequillo, de babero y maleta a la espalda,
en la que me enseñaron a reconocerme las fotos de los míos,
hoy, frente a mí, en este cuaderno aparece.
Coincidencia feliz: de esa criatura vine
para llegar a ella tras de un largo camino.
Te lo ruego: sigue tú misma, o vuelve y disfruta de tus padres aún jóvenes,
la borrega y el agua en el cauce de piedra. No te preocupes:
soy una de esas señoras que se encuentran a veces de visita en las casas
y cuyo nombre no vuelve a recordarse.
Las contemplaciones
Puerto
Para Biruté Ciplijauskaité
Escucho las campanas del puente de los barcos:
septiembre es mes de tránsito y una goleta viene
a llamarme a las islas, o el cuarto se desplaza
lentamente. ¿Quién parte
junto a los marineros o quién roza mis muebles?
Oh puerto mío, acógeme esta tarde,
envuélveme un pañuelo de lana por los hombros
o llévame en un cuarto de roble mar adentro.
El año que viene
Para Sharon Keefe Ugalde
Hacer girar el corazón contra su aguja,
contra el tiempo y su sangre, contra la memoria,
desploma mi pared. ¿Seré un rechazo
de piedra más, herida en el escombro?
No crujas, por cansada, alma mía enzarzada en mi pared,
en mi rodar del tiempo. Está Jerusalén a tientas de la mano,
y ya piso su umbral.
El hueco
La bella y la bestia
Puede a veces la bestia expresar su ternura,
irrumpir con sus ojos de ópalos nocturnos
en cualquier imprevisto corazón, como el mío,
que fui bella quizás. Tiene la danza
sus compases. Y yo sigo soñando
un sueño de preciosas piedras si las mirase
con ojos no aprendidos de lechuza.
El pájaro caudal
El pájaro que vuela sabe de un dios menor que sabe
-aunque a tientas- de un vuelo
que se proyecta a punta de lápiz en las cartas
frente a la infinitud de una noche o su número.
El pájaro solitario y caudal. Quien a solas se alza
-San Juan no lo ha advertido- a solas
desabridamente cae.
Las ciudades
Las ciudades nocturnas, sus paisajes,
sus fachadas, su tacto abierto a un aire
que alza sus brazos hasta mi estatura,
mínima piel o dimensión que alcanza sus perfiles
en un desarraigado mundo propio.
De pérdidas y adioses
Jardín
Vuelvo a cruzar tus verjas, jardín, vergel amable
una noche, hace tanto, sabiéndome perdida
y deslumbrada, pero cierta en el rumor del agua
y el aroma que alzaba hasta un mirlo el parterre.
Vuelvo a cruzar tus verjas, desolación de hoy,
crueldad del tiempo y tuya, mientras canta el autillo
y los topos horadan el césped bajo el suelo;
tú, plenitud que fuiste,
ya olvidado el afán con que ibas penetrándome
por si yo mismo fuera, acaso, tu jardín.
Y sus cosas
Aunque no estoy confusa
y bien sé quién me llama y quién me espera,
cerrados los postigos por mi estancia en el cuarto
y la pesada carga de mi insignificancia,
sin silencio de dios, sin siquiera un murmullo,
pero tan cerca su manera de expresarse
en un ramo de clivias o dombeyas, o en un cesto
de mimbre; un canastillo de frambuesas o moras.
Dios es dios y sus cosas y, como el fuego, sueña
construir como fuego cuanto tiene en las manos.
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