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sábado, 16 de marzo de 2013

AGUSTÍN DE FOXÁ [9520]



Agustín de Foxá
(Madrid, 1903-1959)
   
Agustín de Foxá se lamentó alguna vez de que el sentido histórico de los estudiosos de la literatura haga que «se excluya ferozmente [de las antologías] a grandes poetas, porque su musa no ha coincidido con la moda reinante en aquel momento: Carrere y Villaespesa, por ejemplo» [Entrambasaguas, pág. 910]. Seguramente estaba pensando en su propio caso: el calificativo de postmodernista que se le ha solido aplicar bastó para considerarle un rezagado, una figura al margen de la evolución de la poesía contemporánea. Pero no fue ésa la única razón de la postergación de Foxá: hubo también razones políticas, basadas en su militancia falangista. Y razones personales. Joaquín de Entrambasaguas, al frente del extenso estudio que le dedica, escribe: «Aun siendo poeta de excepción, dramaturgo importante, novelista magnífico y ensayista y periodista, tal vez el primero de nuestro tiempo, Agustín de Foxá, como conversador inimitable -ingeniosísimo, certero, cuya agudeza rápida saltaba limpiamente de la ironía aguda a la justicia sin blanduras-, estaba todavía por encima del escritor exquisito que era». El brillo de su ingenio verbal -muchas de sus ocurrencias se han hecho proverbiales- oscureció la calidad de su obra.
El primer libro de Agustín de Foxá, La niña del caracol, nos lo presenta como un poeta al tanto de la nueva poesía, que ha aprendido del Lorca del Romancero gitano a unir tradición y vanguardia, la música del romance y las audacias metafóricas que tienen su origen en Gómez de la Serna y el surrealismo.
En la entrega siguiente, aparecida poco antes de la guerra civil, están ya algunos de sus más significativos poemas: «Un coche de caballos, lento, hacia el horizonte; / landó viejo y violeta, de caballos canela, / y en él, mi niñez triste, mirando las acacias / y los escaparates de antiguas primaveras».
Uno de los temas recurrentes en la poesía de Foxá es, como en la de Fernando Fortún, la nostalgia del ochocientos, la añoranza de un ancien régime que llegó a conocer: «Es muy difícil pasar de una época a otra. Yo creo que yo he estado enfermo de los nervios por el pecado de haber ido de niño en coche de caballos y de diplomático en avión supersónico» [Entrambasaguas, pág. 894].
Pero no todo es postmodernismo en El toro, la muerte y el agua. Al magisterio de Lorca le ha sucedido el de Pablo Neruda, el Neruda turbio de Residencia en la tierra.   -76-   El libro termina con tres «poemas en sombra» -los que le dan título- y hay en él un regusto por los sótanos del espíritu que contrasta con el carácter rubeniano y colorista que suele atribuirse a la poesía de Foxá.
El almendro y la espada antologa en sus dos primeras partes -«Breve romancero de la niñez» y «Poemas románticos»- los dos libros anteriores. La segunda de esas secciones se completa con nuevos poemas en la línea de añoranza de un tiempo doblemente perdido: infancia y adolescencia en la España anterior a la guerra civil. La tercera parte del libro la constituyen los «Cantos de guerra», donde la retórica de Foxá se dedica a exaltar la tradición española y a denostar a quienes, en su opinión, quieren acabar con ella: «¡Oh, Rusia! Te maldigo, porque eres, entre hielo, / la gran inteligencia, bajo cráneos mongólicos, / sutil, negra y segura, judía y miserable, / con la astucia de un diablo asiático y oblicuo».
El «Canto a Roma» de este libro -dedicado al Duce- iniciará los Poemas a Italia publicados al año siguiente. El componente político de exaltación fascista desaparece de ellos, para ser sustituido por un culturalismo de resonancias modernistas y simbolistas.
El gallo y la muerte se subtitula «Retablo de la Edad Media». Sus poemas -que pueden considerarse como partes de un único poema- glosan un dicho popular: «Una hora duerme el gallo, / dos el caballo, / tres el santo, / cuatro el que no es tanto, / cinco el peregrino, / seis el teatino, / siete el caminante, / ocho el estudiante, / nueve el caballero, / diez el majadero, / once el muchacho, / doce el borracho». Cada uno de esos versos titula un poema del libro, que termina con otros dos: «Habla la muerte» y «Perdemos nuestro tiempo».
Una nutrida Varia poética, recopilada póstumamente, completa la poesía de Agustín de Foxá. Muchos de esos poemas son textos circunstanciales, que el autor jamás habría reunido en libro, pero perdidos entre ellos hay un puñado de textos admirables, entre los mejores de su autor, que es como decir entre los mejores de la poesía española de este siglo, aunque prejuicios varios hayan impedido hasta ahora reconocerlo así.
  

Obra poética

La niña del caracol, Madrid, Ediciones Héroe, 1933. Prólogo de Manuel Altolaguirre.
El toro, la muerte y el agua, Madrid, 1936.
El almendro y la espada. Poemas de paz y guerra, San Sebastián, Editora Internacional, 1940.
Poemas a Italia, Madrid, Escelicer, 1941.
El gallo y la muerte, Buenos Aires, 1948.
Antología poética 1933-1948, Madrid, Editora Nacional, 1948.
Varia poética [incluido en Obras completas I. Poesía, teatro y novela], Madrid, Prensa Española, 1963; 2.ª ed. aumentada, 1972.
Bibliografía
Areilza, José María de, «Agustín de Foxá», en Así los he visto, Barcelona, Planeta, 1974, págs. 267-279.
Entrambasaguas, Joaquín de, «Agustín de Foxá», en Las mejores novelas contemporáneas, tomo IX, Madrid, 1963, págs. 891-941.
Luca de Tena, Juan Ignacio, «Agustín de Foxá, conde de Foxá», en Boletín de la Real Academia Española, XXXIX (1959).
Pensado, Berta, Pemán y Foxá, Madrid, Publicaciones Españolas, 1954.
Sagrera y Martínez-Villasante, Luis, Agustín de Foxá y su obra literaria, Madrid, Imprenta del Ministerio de Asuntos Exteriores, 1969.
Trapiello, Andrés, «Ejercicios de la melancolía», en Fin de siglo, núms. 12-13, s. f., págs. 17-24.
  




Romance de la lavandera de muertos

A María Victoria Arregui

 Sinagoga de oros finos
la Biblia tras terciopelos.
Triángulos de Salomón
sobre candelabros ciegos.
Mojada ropa tendida
sobre la estufa de hierro
y en las vidrieras, colgando
una triste luz de cuervos.
Boticas, pomadas, rosas
tristeza y barrio del Gheto.
Dentro de la sinagoga
la lavandera de muertos.
Tenía cien y tres años
cantaba romances viejos
en una ausencia de risas
brotaba el dolor del verso
«El rey estaba jasino
y los Dotores vinieron».
Lavandera, lavandera,
tuviste un hijo mancebo
lo mató el turco y su herida
no la lavaste en su cuerpo.
Setenta años ha que lavan
tus tiernas manos los muertos.
Lavaste cuerpos de arrugas
muchachas de blanco pecho.
Los hombres más orgullosos
de músculos y dinero
entre tus brazos de vieja
como niños se durmieron.
Dime, dime, lavandera
de negros ríos de sueño
¿nunca el jabón de las almas
se enredó azul a tus dedos?

[La niña del caracol]
    







 Hay algo...

(Horas grises)


 Hay algo
peor que las culebras y la lepra.

Son los días tediosos
o las conversaciones
con huesudas mujeres enlutadas
de tíos, primos y demás parientes;
las fiebres que no importan
de agonizantes entre sábanas
casi desconocidos;
las sentencias
de los banqueros místicos;
el sucio patriotismo de los gordos
con leontina;
la moral ceniza
de las solteras con el sexo helado;
las bodas por hectáreas;
los cines expurgados;
las novelas
de institutrices y rosales.

Hay algo
peor que las culebras y la lepra.

La Ley Hipotecaria;
los nichos numerados;
el amor que termina con la cuenta
de la cocina;
hay días
-82-
de afeitarse ante espejos donde llueve;
hay patios de carbón, noches de álgebra
y verduras cocidas, que producen
lentos sueños de Hombres sin cabezas.

  



  


Ciudad en la niebla

(Provincia de acacias y miradores)

 El pulso de la alcoba,
aquel reloj en penumbra,
con sus músicas lentas
y un polvo entre resortes y cadenas.
Residuos de fantasmas en el fósforo.
Mi abuela y galería con obleas.
Yo, niño, entre los miedos de las doce.
Campanadas con lluvia...
En la muralla, hacia las nueve, cierran.
Cristales, latigazos y maletas,
ya venía aquel coche
de una estación de trenes entre niebla
La Catedral abría una tertulia
de apóstoles románicos;
la piedra
frágil del nimbo: al fondo,
acacias...
Pena y lluvia.
¡Que tristeza...!
El amor se moría confesando.
Era pecado el beso;
una linterna
llevaba el Deán bajo los soportales.
Campo, surcos y bueyes; sementeras,
conversación de trigo y procesiones
en chocolate y naipe de las viejas.
El Coronel, el Conde y el Obispo
en tresillos eternos;
lejos, ella,
tras mirador con los visillos rosas,
flácido el seno y ya con más de treinta,
haciendo unos chalecos de ganchillo
para hijos de otra;
lluvia gris y lenta.
El pulso de la alcoba entre cortinas,
casi ataúd, la cama de la abuela
y olor a muerta, a naftalina y sábanas;
y el verdín de la lluvia entre las tejas...
Allí mi fantasía,
roja o verde, desnudos y cerezas
leyendo al pie de una bombilla triste
una anticuada Historia de Inglaterra.

  






 El coche de caballos

(Nostalgia de los siete años)


 Un coche de caballos, lento, hacia el horizonte;
landó viejo y violeta, de caballos canela,
y en él, mi niñez triste, mirando las acacias
y los escaparates de antiguas primaveras.

Brisa en sus ventanillas y entierros bajo lluvia;
en mis manos de niño, alguna vez, las riendas,
dando a las frentes toscas de los pobres caballos
las nociones, difíciles, de derecha a izquierda.

Yo os evoco, paseos de la Casa de Campo.
Penumbras de eucaliptus, y el auto de la Reina,
del radiador dorado, cruzando silencioso;
los neumáticos blancos, dorados de hojas secas.

Y el Rey siempre de luto; lacayos; las infantas,
en fondos de Velázquez, con un mirar de inglesas;
y aquella concha rosa, con venas de arco iris,
donde bebía el agua después de la merienda.

En la Casa de Vacas, cubos llenos de espuma.
Al fondo, la casilla blanca de la guardesa,
con patos y cabras, y un vendaval de expresos,
verdes de madrugada, en sus enredaderas.

Mis hermanos ponían soldaditos de plomo
en las vías heladas, alfileres, monedas,
y el tren los laminaba, corriendo hacia unas olas
que en mi niñez de Duero imaginaba quietas.

Lagartija en el yeso de las tapias y cardos.
En el Tiro sonaban lejanas escopetas
de Marqueses, y a veces un pichón moribundo,
macizo por los plomos, volaba con tristeza.

Desde el coche veía, peonando, a los faisanes,
con la sangre enjoyada por cacerías regias,
y, allá, en las «Garavitas», entre tomillos tenues
el sol de los insectos rosaba el agua fresca.

Mi padre me contaba la historia de Don Álvaro
o el drama de Cyrano, cuando íbamos de vuelta
hacia un Madrid, caliente de acacias y faroles,
cuesta de San Vicente; jardín con centinelas.

En la plaza de Oriente, fuego en los miradores,
niños en cochecitos de burros con banderas,
y el golfo que encendía al coche los faroles
y al fondo el Real, guardando sus palcos en la niebla.

¡Oh coche de caballos de mis primeros años!
cuando aún no conocía ni el mar ni la belleza,
que cruzas mi nostalgia, trotando eternamente
con un olor de parque dormido entre las ruedas.

¿Dónde estarán tus hierros? ¿En qué plaza de toros
o en qué noria murieron tus caballos canela?
¿Y dónde está aquel niño de comunión y de oro
que hoy, en mi sangre de hombre, como un fantasma juega?







 Origen

(Las fuerzas de la tierra)

 Me gusta que mi cuerpo presienta la tormenta,
sentir como una planta, una espina, una ola,
al trueno negro por la noche.
Que me entren por las plantas de los pies
duros efluvios de los minerales;
¡oh, Pan, dame tu fruta y tu piel de pantera,
la leche de las corzas y el racimo cargado,
los cuarzos y los óxidos, los saurios primitivos
y aquel fuego encendido por un brazo peludo
en el primer invierno de la Tierra.
Quiero estar con raíces y con nervios; tentáculos
que capten el ozono de las lluvias.
El caracol marino y la tortuga, sean
como un sueño en el suero salado de mi sangre.
Que el pecho de la hembra inflame mis arterias;
que me ahuyente el dulzón hedor de los cadáveres
y sienta los nocturnos espantos de las grutas
pintadas de rojizos bisontes abultados.

[El toro, la muerte y el agua]






Un niño provinciano

 Un niño provinciano, de familia modesta
Aulas del Instituto, charlas del profesor
Los jueves un mal cine y los días de fiesta
Banda del Regimiento en la Plaza Mayor.

Un preludio de novia en las tardes lluviosas
Y en la casa de enfrente; mirador de cristal
Mientras ríen las gárgolas, y relucen las losas
Y las viejas marchitas van a la Catedral.

Álbum de terciopelo azul; fotografías
Del abuelo o la abuela, sobre un turbio telón
De Venecias o lagos, mientras hablan las tías
Del manto de la Virgen para la procesión.

Paseos familiares por la muralla nueva.
Gris la ciudad y el campo, donde labrando están.
Gris el tren que en la lluvia su corazón se lleva,
Y grises los consejos del señor Deán.

Adolescencia casta; en el cine han cortado
A todas las películas las escenas de amor.
Anocheceres largos y se duerme arropado
En bronce de campanas y ruidos de reloj.

Y sin embargo tiene un alma de poeta
Hambrienta de horizontes y de islas de cristal.
Las acacias marchitas de la plazuela quieta
Cuando el sol que declinadora la Catedral.

Le han visto sobre el bello atlas de geografía
Su dedo azul de mares mil rutas recorrer.
Por los mapas extraños; capitán -fantasía
Robinsón de esa nube rosa de atardecer.

Yo sé tu sueño estéril; después de algunos años
Te vencerá el gris triste de esta vieja ciudad.
Y morirás sin sueños; envuelto en desengaños
Y dejarás un hijo; un hijo que será...

Un niño provinciano, de familia modesta
Aulas del Instituto, charlas del profesor
Los jueves un mal cine y los días de fiesta
Banda del Regimiento en la Plaza Mayor.

  



  


Melancolía de desaparecer

Y pensar que después que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.

Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.

Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.

  



   


Trenes de Ávila o Soria

 Entre tus negras manos
Una cesta de fresas.
Maquinista de un tren de Ávila o Soria.
Tu farol rojo en la nevada espesa.

Hacia Medina o bien Venta de Baños.
La Navidad del tren; y las banderas
Que en el paso a nivel alza tu novia
Tan rubia sobre el túnel que negrea.

¿Nunca has de detener tu vieja máquina
Con su alta chimenea
Como aquella de Stephenson, que un día
Desafió a un caballo en Inglaterra?

¿Dejarás esta noche deslizarse,
Por terraplén de lirios, esa cesta
Con carbones, que alumbra la cocina
De la pobre guardesa?

Tú rodeas ciudades con murallas
Y rozas, con el alba, las Iglesias
Cuando repican, frescas, las campanas
De las misas primeras.

Palomas de pañuelos, los andenes,
Donde Mozas de cántaro vocean
Almendras de Alcalá, tarros de leche
Y bizcochos, borrachos con canela.

¡Cómo en Agosto sudan tus vagones!
Su resina pringando las maletas;
¡Cómo el papel de la merienda fría
Pega al cardo morado en la cuneta!

A veces una chispa entre los pinos
Con el viento del tren se torna hoguera.

Tren del amanecer; con una lámpara
De acetileno, donde muere ciega
La mariposa, azul de los pinares
Que perfumó la ventanilla abierta.

¡Oh tren humilde, del trayecto corto!
Con un vagón, que era un redil de ovejas
Que iban al matadero y que balaban
Temiendo al lobo al coronar la sierra.

Gallos en las cantinas, de paletos
Que anunciaban la aurora en una cesta.
La estufa y el reloj y el Reglamento
De la sala de espera.

Eran, con sus puntillas amarillas,
De terciopelo rojo tus «primeras»
Donde iban catedráticos modestos
Y a veces funcionarios de la Audiencia.

Tus «segundas», de azul, eran solemnes
Con curas, cazadores, escopetas.

Y segadores, monjas y civiles
En el claro barniz de tus «terceras».

¡Tren de mis vacaciones!; en tus redes
Yo me dejé olvidada una cometa
Que iba a lanzar al aire de un verano
Del año mismo en que empezó la guerra.

Durante años yo vi desde mi asiento
Al cruzar Almazán, sobre una huerta
Y en un balcón de hierro, a una muchacha
Que agitaba un pañuelo con tristeza.

Yo la vi marchitarse año tras año
Y diciéndome adiós, hacerse vieja.

Por la llanura fría, allá, hacia octubre
Cuando trashuman las merinas lentas
Entre ermitas románicas que guardan
Santiagos con espadas de madera
¡Oh tren que pudo ser del romancero!
Tren del año sesenta
En ti, Antonio Machado llegó a Soria
Entre los chopos y el alcor violeta.

Y Bécquer, arropado y melancólico
En su manta escocesa
Al ver las golondrinas del telégrafo
Imaginó su rima más perfecta.

En un grabado de la «Ilustración»
Apareces cubierto de banderas
De tu inauguración, con un obispo
E ingenieros barbudos, con chisteras.

Aún seguirás corriendo tu trayecto
Casi sin nadie, por la helada estepa,
Por fondas donde dan agua de pozo
Donde braman, trabadas, las terneras.

Mucho he viajado desde entonces; trenes
De Sleepings con sus máquinas eléctricas
Han llevado mi tedio o mi alegría
Por las grandes ciudades extranjeras.

Pero a ti, tren humilde, tren de Soria
Vuela mi corazón: porque tú eras
Alegría inicial de mis veranos
Con equipaje ingenuo de cometas.

  






El viejo mar de los abuelos

Alférez de navío cuya vaca
es la ballena; y por reloj la brújula.
La palmera encendida en papagayos
y el negro azul; cañaveral de azúcar.
Marino del Caribe o Filipinas
que cruzas suaves playas de criollas
con faldas rojas y pañuelos blancos.
Tu timón huele a clavo y a canela
y en la noche del trópico estrellada
visitas -un farol bajo las velas-
al marinero enfermo de escorbuto.
Trae el limón del Sur, trae la vainilla
y el arroz de Luzón y sus corales,
el opio de Shanghai con los marfiles
del elefante de Sierra Leona.
¿Lloras por el landó de la cubana,
cuando iba a oír la ópera a Santiago?
Tu negro piano lleno de sextantes
solloza un vals entre los planisferios.
Dame tu lente, que en el horizonte
distingue el surtidor del ballenato
y la bandera inglesa entre la niebla.
Habla con tu alfabeto de banderas
al mirador de la hija del negrero
cuyos rosales ilumina el faro.
Y pinta, a la acuarela, a Oceanía
con una orla verde de delfines
y un indígena rojo sobre el mapa
con un ojo de cíclope en la frente.

  





Israel

 Como un Patriarca antiguo
Quisiera yo, a la sombra de los haces,
Desnudar el corpiño henchido y fresco
De alguna espigadora; en esa hora
En que los trigos calman sus ardores
Bajo los yertos prados de la luna.
Y prendido de un seno vigoroso
Ser Padre de una raza Macabea
Con nubes de camellos y de esclavas.
Y enterrado en la roca con cien vendas
Que mi momia, ablandada por ungüentos,
Aguardara las voces del Profeta
Que dijera a mis huesos ¡resucita!
Y salir como Lázaro insepulto
Desprendiendo gusanos por las viñas.






   


 Fondo inerte del mar

(Tristeza de la materia)


 El mar tiene otros meses, diversas estaciones
El mayo de las flores jamás llega a sus algas.
Nuestro Enero que nieva los bosques, solamente
Enfría dulcemente la piel azul del agua.

¡Oh gélidos y pálidos jardines submarinos!
¿Sois acaso un infierno de rosas condenadas
Porque adúlteras fueron al beso de la abeja,
Que levantó colmenas de amor, para olvidarlas?

Los peces no hacen ruido y son mudos eternos.
Nadie en el fondo verde sabe gritar ni canta
El mar es un silencio de barro y gelatina
Y se mueren de tedio, sin ciervos, sus montañas.

¡Oh desdichados seres de un mundo primitivo!
Continente anegado donde no existe un alma.
Astro desconocido pegado a nuestras costas
Por quien Jesús no ha muerto y es religión la Nada.

Cuando veo esas masas revueltas, combatiendo,
La bárbara energía, inútil de las aguas,
Bendigo a Dios que ha puesto en mí sangre y espíritu
Y no doy por sus olas la mariposa blanca.

[El almendro y la espada]
  



  


 Perderemos nuestro tiempo

Perderemos nuestro tiempo
como si no existiera la tumba en el final.
Como si fuéramos inmortales,
nos olvidamos de la luna y el mar.

Y nos metemos en nuestro cuarto
a decir la cosa banal,
como si no existiera la Desnarigada
o no se secara el rosal.

Se nos pasan los años hermosos
temblando al pecado mortal;
sabiendo que besaremos la tierra,
dejamos bocas sin besar.

Se nos pudrirán nuestras manos
y dejaremos marchitar
los blanquísimos senos amados
que debimos acariciar.

Si al que esta muerto le dieran una hora
con luna, con viento, con noche estival;
si la carne enterrada pudiera,
para el Amor, resucitar.

¡Cómo degustaría un minuto,
con qué amor volvería a mirar;
qué inmenso sería el roce de un ala,
qué asombroso sentirse vivir y marchar!

Pero si prolongáramos su tiempo,
acaso se volvería a engolfar
en el tedio de las oficinas
y en la monotonía familiar.

Y estaría en el reloj crucificado
perdiendo su corazón por la ciudad,
olvidado de la noche de mayo
o sumando bajo la estrella polar.

Olvidamos que vamos en un planeta.
¿Cuándo ese barquero sabrá
que es el viajero de una estrella
llamada Tierra, de la inmensidad?

¿Saben los pálidos funcionarios
entre sus máquinas de calcular
que están en el mundo de Meteoros,
de Iris y Polo, Misterio y Volcán?

¡Que un Dios, inmenso se nos aparece
en el milagro primaveral
cuando resucitan las momias de insectos
y la madera se pone a brotar!

¡Ay, cuántas horas de diálogo estúpido,
cuántas alcobas sin ventilar!
Sucios amores, estériles años,
¡como si no nos muriéramos jamás!

Vivamos como si fuese nuestra última noche,
que la muerte nos haga gozar
de esa leve plumilla de pájaro
o el perfume de la rosa Carnal.

Y esperemos en las playas futuras,
con un equipaje de Eternidad,
con muchas primaveras plegadas,
como un atlas para navegar.

A que nos diga el Divino Barquero,
en el momento de embarcar:
Pasa, porque amaste a la Tierra
como un corazón vegetal.

[El gallo y la muerte]
  






Inútil primavera

Todo inútil y triste,
como el sol a los ciegos,
la primavera al poste de telégrafo
o la lluvia dulcísima de mayo
a las amargas rosas del océano.
¿Para qué el arco iris
sobre los cementerios?
¿La luna en los salones sin espejos,
el alero sin negra golondrina,
el seno adolescente para el viejo?
¿Para qué el canto mío
sin objeto?
¿Este fuego sin bosque
esta colmena en medio del desierto?
Desde que no eres mía
me pregunto por qué sigo viviendo,
dándole cuerda todas las mañanas
al pobre corazón roto y sin péndulo.
¿Por qué el sol golpeando en mis ventanas
me hace alzarme del lecho?
¿Y para qué el Señor hila esa nube
o hace acuarelas tenues en los pétalos?

  







Diciembre

 Diciembre ha convocado sus hogueras
y el fuego es vegetal; son matorrales
de algún astro terrible; primaveras
de misteriosos seres; rosas de humo.
Diciembre es como un parque
(cerradura oxidada de su verja)
con sus verdes estanques
que hace ya un siglo no reflejan nada.
Es una estatua en triste plazoleta
a la hora del crepúsculo
envuelta por el humo de unas hojas.
Es ese ciervo bajo la luna roja
incendiado de vaho
y en su cielo un papel de calendario.
Diciembre es un tapiz carbonizado
con escenas de caza y fruta antigua.
Una ceniza, blanca, de viñedos.
Ese pastor de barro, en musgo y corcho
por alamedas de candelas rojas.
La uva envuelta en un bronce de campanas
para la boca, fresca, de fin de Año.
Y si en diciembre hubiera mariposas,
¡qué viriles!, ¡de hierro! Los panales,
sellados. -En su pozo el hormiguero
archivando las alas. Mes sombrío
igual que un monte.- ¡Oh perla de diciembre
que insulta al pobre! ¡Oh nieve de los reyes!
Tan suntuosa y cruel como el armiño.
¡Oh mes feudal para el castillo!
Burlón con la cabaña y el harapo.
-103-
Por templar tu rigor hubo un pesebre
y un niño luminoso sobre pajas
calentado por morros de animales
y entre ángeles de luz ultravioleta.









Mediterráneo

 Como un ala, incendiada de azul, Mediterráneo
llameante de corales, entre peces de plata
de esponjas chorreando de sal transparencia
verde el trémulo bulto, de tus rocas ahogadas.

Yo he visto tus orillas, troyanos o fenicios
en tu borde meditan las esfinges rosadas
los frisos de vendimias y guerras entre olivos
rosa espuma del mosto para desnudas danzas.

Pululan en tu hermoso hervidero caliente,
junto a Aquiles desnudos, cardenales de grana;
árabes de la arena, con turbantes de lino,
con la sed -hecha bestia-, llevan tus caravanas.

Tú estrenaste la rosa de Ispahan y el mosaico
y un polvillo astrológico parpadeó en tus terrazas.
César tuvo sus plátanos, y Abderramán, palmeras,
y avanzó, en nimbo de oro, la Galera del Papa.

El Atlántico tiene delfines; tú, sirenas.
Hielo verde es el Báltico, y tú, azahar y naranjas.
No te cruzan las focas con sus pechos de negra,
y tus ballenas llevan Profetas en su entraña.







 Relojes

 Tiene algo de planeta o de sol diminuto;
serpiente en nuestro brazo, ondula de tal suerte,
que no sabremos nunca si oculta en su minuto
el nardo de la vida o el loto de la Muerte.

Y hay una aguja lenta, como guadaña fina.
Y otra larga, que siega los tréboles menores.
Gangrena de las torres, su pulso determina
el fin de los mendigos y los emperadores.

Si es clepsidra, gotea como lágrima amarga;
si de arena, nos pierde por sus breves desiertos;
si de sol, pone sombras sobre el nido y la hiedra.

¡Quién pudiera en los mares dejar su mortal carga,
y desnudo de horas arribar a esos puertos
donde Dios mira al Tiempo con sus ojos de piedra!






   


Monje raspando un pergamino

 Bajo la tersa mano del monje casi ciego
de enroscar sierpes de oro en rojas iniciales
como un arroyo fresco aún canta el verso griego.
La hermosa Juno, rubia entre sus pavos reales.

Sonríe junto al Cristo la calavera muda
y llegan desde el coro los salmos de ceniza,
pero en el viejo texto nace aún Venus desnuda
y el caracol marino bajo sus pies se riza.

Raspa del pergamino a los blancos corceles
peinados, por efebos, las crines en la espuma
y copia en letra gótica una oración severa

de esos Padres del yermo con el Amor crueles.
Pues sabe por ser joven que ilesas a su pluma
las diosas resucitan en cada primavera.

  

   


 Desesperación cansancio

 ¡Qué bien estaba yo en el siglo trece
cuando ni sombra ni proyecto de hombre
en la mente de Dios, era mi sangre!
¡Oh la nada perfecta!
¡Oh cementerio de los no nacidos!
Cuando no era ni un hombre que levanta
un mundo de recuerdos,
antes de conocer la arteria, el beso,
y de mover como un remo las manos,
antes de dejar lágrima o luto,
de que heredara un gesto nuestro hijo,
sin estela de pelos ni de dientes,
sin engarzar el humo de los sueños,
un corazón de músculos vendado,
sin peso, sin volumen y sin sombra,
sin ataúd, sin lágrima o promesa
de arcángeles, esferas, limbos, glorias
libres de esclavitudes y medidas,
de sexo, de los nervios o la fiebre.
En el río de lotos del olvido,
en la costa sin ruido de lo obscuro,
allá, sin sitio, en las nadas inefables,
donde el humo parece un hierro enorme
y tiene un peso de montaña exacta,
la sombra de una rosa con la luna,
anterior a los números pintados,
antes del esqueleto y de las águilas
a la nada absoluta, más perfecta
que la nada de ortigas de la Muerte.
La Nada, cuyos bordes infinitos
huye Dios mismo con temor de ahogado.

  






 El pájaro de las fotografías

 ¿Y qué fue de aquel pájaro
de las fotografías? Franzen,
Kaulak,
vosotros le teníais.
Salía
del jardín misterioso de la cámara oscura.
Agua, el cóncavo lente,
en donde se miniaban las terrazas sin flor de los telones.
Niños de Comunión
te soñaban distinto,
con plumas de color y largas colas.
¡Oh, pájaro lejano!...
Siempre en la eterna víspera de un vuelo
o de una aparición que no llegaba.
Gelatina con agua,
iris bajo los paños.
Por el jardín oculto que se veía
en sus bordes de niebla,
por la placa sensible
que la luz hiere y mata.
Los ojos asombrados de los niños,
en todos los retratos de la tierra,
están mirando tus hermosas alas.

[Varia poética]








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