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sábado, 27 de agosto de 2011

4696.- MANUEL DURÁN GILI


Manuel Durán Gili nació en Barcelona en 1925. Su padre era un ilustre abogado miembro de la Generalitat en el cargo de Procurador General de Catalunya. En 1939 su familia emprende el camino del exilio marchando primeramente a Francia. “Salir de aquel “callejón sin salida” que era la Francia de Vichy –nos cuenta Manuel Durán-, cada vez más sometida a los caprichos de los nazis, nos llevó primero de Montpellier a Marsella, y de allí a Casablanca, y finalmente a nuestro puerto de salvación, Veracruz”. Estudió en México donde algunos de sus mejores maestros fueron también exiliados españoles. Colaborador destacado de las famosas revistas del exilio español publicadas en México Las Españas, Presencia y Hoja. También colaboró en Cuadernos de Ruedo Ibérico, revista publicada en París, que desde su primer momento quiso ser “radicalmente libre y radicalmente rigurosa”. Durán obtuvo en Princeton University, con una tesis dirigida por Américo Castro, el doctorado en Lenguas y Literaturas Romances. Después de seis años de enseñanza como profesor adjunto en el Smith College, en Northampton, Massachussets, pasa a la Yale University, en 1960, de la que ha sido catedrático, jefe de estudios graduados y jefe del Departamento del Español y Portugués.
Con curiosidad intelectual desconocedora de fronteras, Manauel Durán mezcla en su abundantísima producción crítica intereses por diversas literaturas y épocas. Es poeta, aunque no se exhiba como tal. Publicó su primer libro poético Labios del presente en 1948, al que siguieron Ciudad asediada (1954), La paloma azul (1959) y El lugar del hombre (1965), en España, en 1970, La piedra en la mano, Cámara oscura (1972) y El lago de los signos (1978). Su poesía expresa la dialéctica de la vida en la ciudad. Una gran hondura, un deseo de explorar los problemas humanos –colectivos y personales- una búsqueda de innovaciones formales… caracterizan su obra. Le debemos estudios importantes sobre El superrealismo en la poesía española contemporánea (1952), La ambigüedad en el Quijote (1960), Francisco de Quevedo (1978), dos estupendas antologías de textos críticos, Lorca: A Critical Anthology (1962) y Rafael Alberti (1976) y numerosos libros misceláneos, como De Valle-Inclán a León Felipe (1974). Recientemente ha publicado un libro de gran éxito, Diario de un aprendiz de filósofo (2007).
Durán tiene el estilo de la sencillez, de la vivacidad de quien se interesa vitalmente y no sólo estéticamente, sea de Valle o de Paz. Ha leído mucho, y se le nota, como se nota el movimiento y la pasión de su prosa, la de un crítico que cuando escribe está disfrutando del hecho mismo de escribir. Y como dijo nuestro escritor que se marchó siendo un niño “ a un largo e interminable exilio”: “La gran literatura de nuestra época –lo sabemos- es una literatura rebelde. El momento privilegiado del escritor de hoy es el de la crítica y el desafío”.
Francisco Arias Solis



La lluvia

Sólo la luz de la tarde,
el brillo celeste que cae,
loco, rendido,
corriendo hacia mí mismo,
la luz que se va de viaje, que salta
de la orilla de una nube
a la orilla blanca de la calle
con la tristeza inconsciente
de un árbol de luz que se deshoja.

Poema de 'Ciudad Asediada'








Las piedras

Asoman la cabeza por el solar vecino.
Firmes, severas, grandes, manchadas por el liquen,
con la piel arrugada: grises, pardas, oscuras,
y el amarillo sucio del liquen por arriba.

Como peces cansados que el mar nos abandona.
Como ballenas tristes en la playa lejana.
Rocas color de tiempo, sacando por el barro
sus cabezas sin ojos, su dura piel manchada.

Las lluvias del verano les cambian los colores,
oscurecen las rosas, avivan los azules,
hacen cantar los verdes eléctricos del musgo,
ennegrecen la tierran, la perfuman, la esponjan.

Ya a veces a su sombra se sientan los mendigos,
o cabalgan los niños sus lomos deformados.
Siguen erguidas, tensas, sacando la cabeza
con su piel arrugada, mas sin abrir los ojos.

Poema de 'El Lugar del Hombre'





Los poetas puros

Pasan en cabalgata, montados en sus lirrios,
o asidos a las nubes, que, blandas, los acogen.
Eligen sus vocablos como quien compra joyas.
Los manejan con pinzas, los guardan en estuches.

Sus teléfonos blancos los conectan con Dios.
Se lavan con rocío. De noche, en la cantina,
se emborrachan con néctar que ha sido embotellado
por ángeles purísimos de amnos enguantadas.

La muerte los respeta: los nuevos diccionarios,
las plantas ilustradas de los libros de texto,
los defienden, los salvan: cuando llegan las sombras
se encienden tras sus bustos los halos blanquecinos.

Y apenas envejecen. Su piel, rosada, tersa,
al envidian las mujeres. Sus ojos asombrados
cosechan los matices, los ordenan, los limpian.

(Abajo, entre las sombras, mi quejido se apaga.)

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