JOHN JUNIELES
Nació en el Caribe colombiano (Sincé, Sucre, 1970).
En la actualidad vive en la ciudad puerto de Cartagena de Indias. Escritor, periodista y guionista.
Ha publicado: El amor también es una ciencia (Cuentos, 2009), Con la luz que me queda basta (Cuentos, 2007), Hombres solos en la fila del cine (Novela, 2004).
Y los libros de poesía: Metafísica de los patios (2008), Viajero con pasaje a tierra extraña (2006), Canciones de un barrio en la frontera (2002), Temeré por mí al final de estas líneas (1996), Papeles para iniciar el fuego (1993), y las antologías poéticas: Aquí estuve y no fue un sueño ( 2007) y Alfabeto del fantasma (2007).
Ha sido ganador del Premio de Cuento Universidad Metropolitana de Barranquilla, 1996. Premio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá, 2002. Premio Internacional de Poesía Ciudad de Alajuela-Costa Rica, 2005. X Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén, de México y Cuba, 2007.
En 2007 se le confirió la Beca de Residencia Artística del Banff Center for the Arts de Canadá. Ese año fue elegido por la UNESCO y el Hay Festival de Literatura para el proyecto Bogotá 39: que reúne a los 39 escritores más representativos de las nuevas tendencias de la Literatura Latinoamericana. Parte de su obra puede leerse en su bloweb: www.johnjairojunieles.blogspot.com
Barrio Lo Amador
No hay matadero sin ruiseñor
ni rosal sin gallinazo.
Me bajo del autobús en una loma
que me deja ver los techos del viejo barrio.
En ellos hay pelotas que se quedaron para siempre,
ruedas de bicicletas, maderos, trapos viejos,
restos de naufragios a la intemperie.
En los patios las mujeres espantan perros y
aves ajenas, parecen crucificadas en el viento
al abrir sus sábanas en las cuerdas.
Frecuento mi viejo barrio
(su memoria inviolada, quiero decir)
Niñas camino a clases de Corte y
Confección, afiladores de cuchillos,
pregoneros de sal y almíbar.
Rostros abolidos de mi infancia.
Olor a flores de Azahar bordando
melancolías, zapatos pisando ausencias.
No hay matadero sin ruiseñor
Ni rosal sin gallinazo.
Los autobuses recorren la
orilla de mi barrio en busca de pasajeros.
Hago mi señal,
subo a la máquina,
es como si uno regresara de lo mejor
de uno mismo.
Lo que nadie sabe
Mi madre aseguraba que una taza de ruibarbo podía curarlo todo,
hasta los males del amor.
Mi padre pensaba que un poco de dinero era mejor que el ruibarbo y el amor (además, podía comprar mucho más que eso).
Cuando yo tenía fiebre o estaba triste ella me daba ruibarbo.
Mi padre me dejaba algunas monedas.
Cuando ella murió él se metió en su cuarto, apagó la luz y sentí que lloraba bajito.
Jamás lo había visto hacer esas cosas y el aire empezó a faltarme.
Toqué la puerta y cuando me abrió dejé en su mano una moneda.
Un viejo vecino de Longueville invita a Nicole Kidman
Ven desde tu tierra roja, desde tu refugio allá en la vieja casa de Longueville, donde mordías la tela de una muñeca pensando en cosas lejanas. Entonces yo era tu vecino, un patio y dos mundos más allá.
Aparta la cortina que te separa, asómate, deja que la luz se arrodille y el mundo se abra como un mantel ante tus ojos, que hacen olvidar el paso de las nubes. No es el cielo que cae a pedazos, son tus ojos, la delgada marea de sus párpados; es como ver el mar, y el mar nunca es igual dos veces.
Mis pies conocen el paisaje de tu espejo, soy la sombra que ves pasar mientras te peinas. Soy quien te llama cuando nadie te está llamando. No tengas miedo, yo también aprendí a leer a Emily Dickinson en voz baja, y a no cerrar los ojos de la nuca en ciertas calles.
Un hombre que va solo al cine te está esperando. Existe en este mundo una ciudad, una esquina, una puerta que espera tus nudillos. Nadie recuerda el nombre que pronuncia mientras sueña, yo sí, es tu nombre, que suena como el viento en valles y estaciones apacibles. Ven y dile adiós al frío, a tus mejillas color de tarde derrotada.
Te enseñaré cómo se cazan las mariposas, y haré que nazcan plumas en tu espalda.
Metafísica de los patios
En el patio mi madre hace cortes en rosales y en pequeños árboles, y en ellos encaja otras ramas que luego sujeta con pedazos de tela.
El injerto que se hace en una planta termina por fundirse en ella, me dice: ya verás, un día de estos te sorprendo con una rosa azul, o una guayaba con sabor a cereza.
Algo junta estas plantas y árboles contrarios, los convocan quizá las mismas ansias, coinciden fuerzas y flaquezas : la suerte de uno es el destino de otro (resulta difícil no pensar en John Donne)
Me digo, mirando a la jardinera, que a pesar de las distancias, los hombres también somos almas contiguas.
Desde la raíz del tiempo nos injertamos unos en los otros. Nacemos y luego nos fundimos en los tajos del mundo. Nos agitan los mismos vientos, nos trepan las mismas hormigas del miedo.
Algunos –sin embargo– nunca dejamos de sentirnos los frutos caídos de un árbol que no crece bajo esta estrella.
Un vaso de agua para todos mis muertos
Las velas agotan su lumbre
frente a la foto del abuelo.
Frente a su rostro un vaso con agua,
una presencia extraña en el altar
de esa mesa en la esquina de la sala.
Atraído por el misterio,
yo observaba el vaso de agua
desde atrás de un baúl,
asustado como un indio que come hielo
por primera vez.
Esperando esos temblores que a veces
pueblan el aire, un golpe de luz,
un canto de viento
(algo vivo que va pasando)
La luz de otro fuego secreto
me hacía inventar vidas en el aire,
todas gritando desde un silencio
a manos llenas, como sólo lo haría un
piano en un incendio.
Nadie sabe lo que nadie sabe.
Pasaron los años en su río de siempre,
descubrí que todo el tiempo decimos adiós,
que aunque las piedras duerman en los lechos
de los ríos, hay una sed de adentro que sólo
se sacia en sí misma.
Ya no soy más ese niño oculto tras el baúl,
pero todavía dejo, todas las noches,
un vaso de agua para la sed de mis muertos.
Lugar común, el miedo
Por miedo a los espantos, mi hermano y yo íbamos a orinar juntos a la cola del patio.
Los fantasmas se ven con los ojos de la nuca —decían los viejos—: “Y si hay azufre en el aire, es mejor salir corriendo, aunque se orinen los pantalones”.
De noche la luna multiplicaba las sombras del patio.
El viento sonaba en la hojarasca como una cadena que se arrastra (la respiración se volvía difícil, recuerdo)
Aquel tiempo ha pasado y la memoria guarda la dicha de compartir el miedo.
A veces, cuando se peina ante el espejo, mi hermano interrumpe, se voltea, y presiente que alguien se esconde tras las cortinas.
También lo acompaño, por encima del hombro, cuando toma sus alimentos, o por las noches, cuando lee sus libros de lejanas tierras: Marruecos, Tánger, Sudán, Mauretania...
Como ahora, que lee estas palabras que escribí en el margen de una página, y que ambos hemos leído.
Se vuelve, mira a través de mí, y descubro el miedo en su rostro. Pero ya no puedo decirle: “Tranquilo, sólo estoy jugando”. Y empiezo a sentir miedo de mí mismo.
Mutatis mutandis
Muchos fuegos están ardiendo
bajo el agua.
Empédocles de Akragas
Las mujeres que desde el fondo de las cocinas sostienen el universo, y en sus baúles conservan nuestros ombligos entre gasa y algodones.
La etimología del idioma en que canta el viento.
Las sentencias que sueñan los mármoles dormidos
La grasa que dejamos a nuestro paso por los espejos.
Todo lo perdido en el camino del sueño hacia la vigilia
Acumulo tesoros vulnerables que no descubro en los libros, y sin embargo hacen que la vida mantenga su paso.
Todo eso que quiero salvar, y aún no sé cómo lograrlo.
Aquí estuve y no fue un sueño
Como arden las cenizas de los amantes
en el silencio que las sopla.
Tu nombre que me cerca y me libera.
Tus gestos imborrables, multiplicándose
como los peces y los panes de aquel evangelio.
Me encuentro en la multitud de tu mirada,
me sostiene ese viento que trae caballos hasta tu pelo.
En esta página nos morimos los dos
como algo que no acaba de nacer todavía.
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