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domingo, 6 de marzo de 2011

3422.- MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ


MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ (Valladolid, España, 1967). Ha publicado los libros Tratado sobre la geografía del desastre (México, 1997), La sola materia (Alicante, 1998), con el cual obtuvo el Premio Tardor, Carnalidad del frío (Sevilla, 2000), que recibió el XVIII Premio de Poesía “Ciudad de Badajoz”) y La ausente (Cáceres, 2004), así como la plaquette El ángel de la ira (Zamora, 1999). Ha sido antologada en Poeti Europei (albanesi, tedeschi, romeni, russi, britannici, italiani, spagnoli). Antologia (Roma, 1998), en Las palabras de paso. Poetas en Salamanca 1976-2001 (ed. de José Luis Puerto y Tomás Sánchez Santiago, Salamanca, Amarú, 2001) y en Palabras frente al mar. Antología (coordinación y edición de Ramón García Mateos, Cambrils, 2003). Fue incluida en Los rostros de la escritura. Una mirada fotográfica a la literatura de Salamanca, realizada por el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski (Salamanca, 2002). Trabaja como profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca.





El ángel de la ira


I


La destrucción, el óxido, la herrumbre,
la exacta dimensión de la derrota
y su extenso respiro aniquilado,
las largas chimeneas de las fábricas
habitando en su misma desazón
o el peso vertical con que las piedras
caen a la tierra madre que las vio desprenderse
para iniciar su viaje solitario,
a su modo nos traen el cuerpo de la herida,
esa forma imposible de no desmoronarse,
de caer contra el suelo abiertas en canal,
de pronto desmigadas,
no nutricias.
Porque sé que la vida es tan hermosa
con su luz de septiembre contra el aire
y el amor infinito por los pájaros,
pero a pesar de todo yo no puedo
atender sino al resto de materia
que se ha vuelto una forma de reproche,
hollín, grasa o rebaba de cemento,
el verdín de las cúpulas de Viena
y ese oscuro quejido que trae el deterioro

si de verdad me importa en las personas,
si las cosas son sólo una metáfora
imperfecta y estúpida al hablar
del arañazo rojo de la carne
que fue feliz en tiempos más sencillos
y ahora es espina, aguja o alfiler
con que dejar el corazón atravesado
como una mariposa disecada.





II


El acento imposible en cada nota,
ese temblor del aire cuando vibra
porque viene la música de lejos,
de dentro de la piedra soñadora,
de su oculto deseo por el agua...

El pálpito del aire cuando crece
una nota de luz desde la piedra,
el resplandor que atrapa los contornos
y hace inmenso el sonido,
impenetrable...

Pero no por todo esto se acaban los mendigos,
la floración de especies condenadas
a su nulo sustento, autonomía
de la escasez quebrada por el aire.
La piedra soñolienta, soñadora,
repleta de sí misma, de arenisca
y quebranto, belleza, más quebranto,
se queda sin aliento, se estremece
porque no hay forma humana de entender la pobreza,
el crecimiento vegetal de manos

como ramas,
como brazos creciendo
como troncos,
atados de raíz a la carencia,
extraños y desnudos, doloridos.





III

Hay días en que la luz querría borrar
el signo de la sangre cotidiana
un viernes cualquiera de ceniza
en que un barrendero recoge una paloma
que está muerta en la calle,
caída sobre sí.
No le tiembla la mano
al empujar el cuerpo y su perfume
con preciso
inquebrantable movimiento de muñeca,
y yo miro temblando el gesto elemental
de arrastrar, de alejar lo carnal si no lo es,
si perdió la preciosa trabazón con el pálpito,
su atadura solemne con la vida.
Mientras cae a su muerte yo miro esa paloma
alejada de sí, oscurecida
por el tiempo en que deja el hueco de la especie,
aterida en el suelo de cemento,
su corazón profundo, tan tempestuosa-
mente animal como el mío, tan innoble.

El día trae la marca de su herida.






IV

Para Ana Orantes, a quien su exmarido prendió fuego un 17 de diciembre de 1997.


La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina
la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.

La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo,
con cuerdas y cordeles y sogas y correas
de miedo, y aún más miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,

herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.

La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, graffitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.



Oh cuerpo de papel para la hoguera.


Nota de la autora: El poema “La mirada insolente” ha sido publicado en la revista Prima Littera 4 (primavera-verano de 1999).





V


Creciendo paso a paso,
moviéndose en la sangre,
avanzando despacio por entre las arcadas
de arterias silenciosas
en la feroz propulsión de la energía,
como un légamo gris y enmarañado
que sopla por la flauta del oído
el aliento enfermizo de sí, de su pobreza,

como un pájaro oscuro entre los dos pulmones,
el estómago, sus vueltas desde dentro del cuerpo,
reventado en la pelea desigual
de hacerse un hueco para cantar un canto
que no sea inaudible,
que haga temblar primero a las rodillas,
después a los mineros,
a los encarcelados
y a los que santifican los domingos,
a los insobornables y su esencia
podrida como un cántaro de mierda,

un canto como un grito como un trueno

inflexible y furioso en su latido,
una voz desde el día de la ira
para prenderle fuego a la historia excesiva
de toda esta amargura que no desaparece,
para quemarse así en su propia violencia,

porque si hay que morir al menos elijamos.





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