Cristóbal Zapata (Cuenca, Ecuador, 1968). Ha publicado los libros de poesía Corona de cuerpos (1992), Te perderá la carne (1999), Baja noche (2000) y No hay naves para Lesbos (2004), y el cuarteto narrativo El pan y la carne (2007). Ha editado la antología de relatos de Huilo Ruales Hualca Historias de la ciudad prohibida (1997) y la poesía reunida de Roy Sigüenza Abrazadero y otros lugares (2006), ediciones precedidas de exhaustivos estudios introductorios. Es además autor de numerosos ensayos sobre arte y literatura, y curador importantes exhibiciones dedicadas a artistas ecuatorianos. Actualmente se desempeña como coordinador académico del Certamen de Poesía Hispanoamericana “Festival de la Lira”, y director de Proceso/Arte Contemporáneo, galería de la Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay. Reside en Cuenca.
LECCIÓN DE ASTRONOMÍA
Sobre el rostro de la madre
con la punta del dedo
la hija traza las constelaciones:
del mentón a la frente,
del pelo a la boca
dibuja Orión, la Cruz del Sur
la Osa Mayor.
En la cara amada el padre lee
una noche de cifras
una mañana de estrellas.
(inédito)
GEODESIA
Tan pronto la memoria
empieza a recordar
el cuerpo recién amado
como si apenas volviese del amor
ya fuera visión, o sueño, o sombra.
Del tuyo me queda
la curva negra de tu frente
la suave estribación de tus costillas
la cordillera ósea de tu espalda
la cavidad salina de tu vientre.
Me queda también
la línea azul que has dibujado en tu cintura
como aquella otra
que imaginaron los geodésicos
para dividir el mundo en dos.
Pongo mi mano sobre tu línea
y la Tierra es mía.
(de No hay naves para Lesbos)
STONE
El gesto dura unos segundos
(destello y obturación de la luz)
Sharon desmonta
para volver a montar
su pierna brillante de seda
sobre la otra, briosa de sed.
Pero en ese centelleo del aire
en esa ráfaga de tiempo,
desnuda debajo de su falda diminuta,
ha dejado entrever el bosque
y la noche,
la misteriosa piedra revelada
sobre la que los hombres edificarán su templo.
(de Te perderá la carne)
AQUÍ REINA UNA EMBRIAGUEZ MUY GRANDE
Aquí reina una embriaguez muy grande,
una locura del porte del mundo.
Cuando cae la tarde del páramo
o el sol imperial,
brindamos copitas de sake
o hirvientes traguitos de caña,
para olvidar la razón.
Vamos a hacerlo otra vez:
Yo soy Kichi San, tú Sada.
Esta vez nos estrangularemos de veras
sin más preámbulos ni simulacros.
¿Quién algún día osó llamar decadente a nuestro imperio?
Come de mi sexo
despacio, despacio.
Aprieta mi cuello
lentamente, lentamente.
(de Baja noche)
Pórtico
Una mano se abre sobre la crispación del vientre
Otra mano se cierra sobre el sexo
hasta que los labios musiten la primera vocal
la que inicia el gozo.
Mientras posa, la modelo reflexiona
Y aquel que no sea Ofelia,
comprenderá su fortuna porque yace enterrada y no,
como en la leyenda,
ahogada en un río.
Félix de Azúa, Las lecciones suspendidas.
¿Será eterna esta flotación esta mojada laxitud del cuerpo?
"Son tus manos
las que han de mostrarte inerte"
-dijo el Maestro-, y así me hallo
pretendiendo insinuar con los dedos
el ademán revelatorio,
la cabeza levantada de la superficie inmóvil
observando el lento valseo de las ramas.
¿Son la muerte este río imperturbable, estas aguas que no descorren mi vestido? Mi boca tiene un rictus de agonía pero la agonía es tan solo víspera.
Para hacer de Ofelia, no debió elegir a una mujer de la vida; cada vez que mínimos flujos de agua llegan hasta mis muslos
La niña en el charco
Desprevenida, con su falda corta
veo andar a la niña sobre el charco
ignora que el agua es un azogue
donde se refleja su slip blanco.
Descubierto su secreto más tierno
en ese turbio espejo de agua
solo quiero volver a encontrar su imagen
entre las ondas que deja a su paso.
Pero es tan repentino y fugaz el misterio
más súbito y veloz que el deseo o el aire.
Cuando torno a abrir los párpados
sobre el opaco cristal ya no hay nada.
Apenas consigo con mis dedos
acariciar la suave ondulación del agua.
Jordán
En la tibia tarde
del pueblo han bajado hasta el río
y sin decirse nada
han entrado en él,
desnudos.
Juan observa cómo el sol ilumina y abrasa
el pecho de Francisco,
cómo el agua que fluye tan munidamente
ciñe sus caderas
-esa poderosa conjunción de huesos
que la piel endulza y ablanda-.
Francisco, que advierte el brillo de los ojos
el inequívoco temblor del cuerpo bajo el río
lo abraza como protegiéndolo de él mismo.
Juan se refugia en su torso
y al hacerlo derrama,
sobre el hombro de Francisco,
un puñado de aceite sagrado, cristalino.
(Para Roy Sigiienza, poeta tutelar)
Las muchachas de H. H. (o Balada de las damas de antaño)
Qué se hizo Alana Soares
la muchacha de los punzantes senos
estudiante de ciencias políticas;
dónde está Susy Scott
la bronceada rubia de Boston,
que con tanta gracia sabía
correr su prenda;
qué fue de Cristina Ferguson
la hermosa colegiala de Liverpool
la que "eventualmente" pensaba
"tener varios hijos y ser una buena madre";
díganme dónde se halla Tracy Vaccaro
la de piernas lisas y largas
(columnas jónicas coronadas de acanto);
qué se hizo Carina Persson
la niña mimada de Estocolmo
tan holgada de carnes;
qué fin tuvo Penny Becker,
a quien le gustaban las cerezas,
el champagne y la luna llena,
la que tenía entre sus fantasías secretas
"convertirse en una vagabunda profesional
y recorrer por todo el mundo".
Qué se hicieron todas ellas,
las grandes agasajadas en el invierno del 84
las reinas de aquel Holiday House Party
que el abnegado Hugh Hefner ofreció
como cada diciembre
en el trigésimo aniversario de la empresa,
las que mi padre se llevó
(despegándolas de la pared de su estudio
con la misma acuidad que puso en adherirlas)
el día que se fue de casa.
Dónde, en qué país, en qué ciudad
encontrar a las adoradas playmates de mi padre
aquellas que hicieron dichosa mi infancia
la que quisimos tanto.
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