AGUSTÍN LABRADA AGUILERA. Escritor cubano nacido en Holguín (1964). Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, autor de los poemarios La soledad se hizo relámpago (1987) y Viajero del asombro (1991), así como de la antología de poesía amorosa cubana Jugando a juegos prohibidos (1992) y el libro de periodismo cultural Palabra de la frontera (1995). Se desempeña como periodista en el diario mexicano ¡Por Esto! de Quintana Roo.
Inventarme en el vacío
En la balanza,
otros ojos definirán mi luz y mi tiniebla.
Mi propia nobleza fue la espada enemiga
y navegué muy solo,
sin poder elegir el arpa o el Infierno.
Qué denso es el camino de dos caras.
Si mentí, fue para inventarme en el vacío.
Si viajé sin llegar a la muerte,
fue para mí un misterio.
Vengo desde un pozo
adivinando el mundo entre la incertidumbre,
mientras un viejo siglo cruza
ante ese juez más sabio que es el tiempo.
El rastro de los ángeles
¿Quién tiene el as de oro?,
¿quién la ruta precisa
donde darán las buenas noches
sin que la barra el humo?
Todo fluye hacia un fin y crea la nueva ausencia.
No podemos asir nuestra fortuna,
traducir santo y seña en múltiples reinados
si hasta vencer nos deja un gesto ocre.
¿Adónde voy tras el rastro de los ángeles?
¿De qué vale fundar una cabaña,
una familia y una oración que pronto olvidaremos?
Ahí se asienta la fe como arca de polen,
sucesión de escenas insondables,
rescatadas un día por el vino.
Entonces la libertad se vuelve barco,
una extraña ciudad con otra llave,
Odiseo hacia una mujer de niebla.
Entonces la libertad es un jardín
para romper su grito contra el muro.
Nunca contemples
tan triste la barranca,
confundirías
sus afiladas rocas
con ávidas mujeres.
Larga es la senda
y pocos los minutos
para extasiarse
apenas con el cisne
que derrumba el ocaso.
Nada heredé
más que un poco de niebla
y el rojo deseo
de subir tras el himno
a las eternidades.
Réquiem por Rubén Darío
De los montes del cielo bajan las golondrinas
hasta el valle sonoro de tu azul Nicaragua,
donde los cisnes lloran un sendero de agua
y los ángeles tienden sus músicas divinas.
El sombrero de rosas bajo el viejo laurel
enciende mil estrellas y un perfume fragante,
que tejieron tu vida, la vida de un errante,
sostenida en tu tumba como cáliz de miel.
Tú le legaste al viento y al mar toda la gloria,
los cantos más sagrados, las sagradas historias,
que evocaban tu idioma, tu brillante verdad.
Que cimbren en la tarde celeste los violines,
el fulgor de vitrales, los dorados jardines,
y no te vayas solo con tanta soledad.
Inventarme en el vacío
En la balanza,
otros ojos definirán mi luz y mi tiniebla.
Mi propia nobleza fue la espada enemiga
y navegué muy solo,
sin poder elegir el arpa o el Infierno.
Qué denso es el camino de dos caras.
Si mentí, fue para inventarme en el vacío.
Si viajé sin llegar a la muerte,
fue para mí un misterio.
Vengo desde un pozo
adivinando el mundo entre la incertidumbre,
mientras un viejo siglo cruza
ante ese juez más sabio que es el tiempo.
El rastro de los ángeles
¿Quién tiene el as de oro?,
¿quién la ruta precisa
donde darán las buenas noches
sin que la barra el humo?
Todo fluye hacia un fin y crea la nueva ausencia.
No podemos asir nuestra fortuna,
traducir santo y seña en múltiples reinados
si hasta vencer nos deja un gesto ocre.
¿Adónde voy tras el rastro de los ángeles?
¿De qué vale fundar una cabaña,
una familia y una oración que pronto olvidaremos?
Ahí se asienta la fe como arca de polen,
sucesión de escenas insondables,
rescatadas un día por el vino.
Entonces la libertad se vuelve barco,
una extraña ciudad con otra llave,
Odiseo hacia una mujer de niebla.
Entonces la libertad es un jardín
para romper su grito contra el muro.
Nunca contemples
tan triste la barranca,
confundirías
sus afiladas rocas
con ávidas mujeres.
Larga es la senda
y pocos los minutos
para extasiarse
apenas con el cisne
que derrumba el ocaso.
Nada heredé
más que un poco de niebla
y el rojo deseo
de subir tras el himno
a las eternidades.
Réquiem por Rubén Darío
De los montes del cielo bajan las golondrinas
hasta el valle sonoro de tu azul Nicaragua,
donde los cisnes lloran un sendero de agua
y los ángeles tienden sus músicas divinas.
El sombrero de rosas bajo el viejo laurel
enciende mil estrellas y un perfume fragante,
que tejieron tu vida, la vida de un errante,
sostenida en tu tumba como cáliz de miel.
Tú le legaste al viento y al mar toda la gloria,
los cantos más sagrados, las sagradas historias,
que evocaban tu idioma, tu brillante verdad.
Que cimbren en la tarde celeste los violines,
el fulgor de vitrales, los dorados jardines,
y no te vayas solo con tanta soledad.
Antes veía los astros
Detrás de nuestros vidrios todos acertamos
la doble faz de las épocas.
Pienso en el destierro dentro del mismo anillo,
la reconciliación que siempre nos visita
cuando ya hemos soterrado la confianza.
Antes veía los astros en las caras vecinas
y aquello que nombré alegría
era una tela que no logró velar su gran miedo.
También yo tuve miedo a la costumbre,
sólo pulsé mi audacia
y murmuré en blanco y negro imágenes de lo perdido.
Jamás aprenderemos que perder
es regresar en la neblina a los orígenes.
Ya arriesgué lo más puro,
no festejo los remordimientos,
no quiero traicionarme frente a tanto infinito,
quizá sea el extranjero que no encuentra su casa.
El poema de Norma
He cruzado esta isla como fiesta de pobre
y creo en sus prodigios,
pero toda la angustia cae dormida a mis ojos
y no llego a decir más que la noche.
Cruzo otra vez la isla y trueco mi destino
entre personas que mueren
de su propio rencor cada mañana.
Pero tropiezo con tus ojos que piden
la eternidad de un dios sobre tu cuerpo,
y ya no hay nubes ni oscuros comerciantes,
sino un paisaje para recobrar
dos historias en una misma fruta.
Entrar en esa desnudez,
limpios de soledad, aireados por un sueño,
como quien toca al azar su buena suerte,
es la pequeña gloria de arder en tu belleza
sin ser un dios sobre tu cuerpo, un dios,
pero alcanzando así la eternidad.
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