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lunes, 13 de diciembre de 2010

2656.- MANUEL SOSA


Manuel Sosa, es un poeta y ensayista cubano. Nació en Meneses, Sancti Spíritus, Cuba, en 1967.

Se graduó en Lengua Inglesa, y ejerció como profesor universitario hasta 1998, año en que emigró de Cuba. Escribió para revistas y periódicos de la isla, sobre todo reseñas de libros y temas culturales. Sus poemas han aparecido en antologías cubanas, mexicanas, chilenas y norteamericanas. Ha residido en Toronto, Charlotte y Atlanta, y en esta última trabaja desde el 2000 como supervisor de servicios sociales. Como escritor ha obtenido diversos premios. Entre estos, se encuentran el Premio Nacional de Talleres Literarios en 1990, el Premio David de Poesía en 1991, Premio Nacional de la Crítica por su libro Utopías del reino, en 1993, Premio “Heredia” de Ensayo en 1994, y Premio Pinos Nuevos en 1995, por su libro Saga del tiempo inasible1
Obra
-Utopías del Reino (poesía), Ediciones Luminaria, Sancti Spiritus, Cuba, 1992
-Poesía espirituana (antología), Ediciones Luminaria, Sancti Spiritus, Cuba, 1994
-Saga del tiempo inasible (poesía), Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1995
-Canon (poemas y textos), Ediciones Cairos, Atlanta, Estados Unidos, 2000
-Todo eco fue voz (antología personal), Ediciones Unión, La Habana, Cuba, 2007
-Una doctrina de la invisibilidad (poesía), Bluebird Editions, Miami, Estados Unidos, 2008




Instinto residual, vaciando un busto de Lombroso

Puedes volver las páginas, puedes hacerlas correr
hasta encontrar el boceto, el único vestigio de sensatez
que permanece en el cuaderno de notas, acaso la primera bitácora
evitada por el Orden, negadores de lo predestinado
y las marcas de nacimiento: darás con el instigador
de tanta obsesión clínica, estudiarás su rostro
para imaginarlo en el espacio, en su aparente equilibrio,
apoderándose del ámbito
que le tocó presidir. Un rostro que ya sabía disfrazar
su animalidad en la curvatura de otros,
esculpidos antes por la mano imprecisa
del Orífice, ese que sobrevive apenas
en tablillas ilegibles y heráldica vencida.

Puedes componer un mundo ya librado de atavismos
a partir de fisonomías ecuánimes, indiferentes a la pobreza
de los gestos, a la riqueza de las fábulas; miradas muertas
por la insistencia del símil; sonrisas vanas
en la neutralidad del rebaño que no busca el portón.
Puedes iniciar un vaciado eficaz como quien asienta
una piedra de ángulo, y que entonces emane de cada rostro
su propia imagen redentora, proyectada sobre la tela
y la tramoya de turno,
para que así el antifaz vuelva a ser objeto de lujo,
y no una mera repetición ante cristales ahumados.

De quienes nos gobiernan, sólo nos queda
el consuelo de memorizar sus fisonomías, y describirlas
al auscultador que sueña plasmarlas como artículos
que se resisten a la eugenesia, que impiden el progreso:
expedientes y apuntes
para sustentar una tesis contraria a la usura sociológica;
rasgos anómalos llamados al Poder, humanoides que saltan la regla
y demuestran su provecho cuando escrutan el miedo
de otros, aguzando sus sentidos, salivando ante la presa,
ebrios de instinto.

Mal gobernados entonces y hoy despojados de hacienda,
no tendremos otra salida que la minuciosidad, el auxilio
de la memoria cuando nos pidan una descripción fiel,
y así esbozarlos, castigarlos, reproduciendo sus caras
en el papel o en el mármol: el asno, el cerdo, el simio
y sus tonos oliváceos; las fauces y el hocico triunfales,
el grasiento tejido capilar, la dentadura amarilla
que refulgía desde el podio, las comisuras
y los cuencos insondables; así legar retratos por haber gastado
el otro caudal de palabras, ahora inexpresivas
cuando se presiente aún la cercanía del aliento enfermo,
la respiración del cuadrumano que nos custodia
más allá del cierzo y las tradiciones, del animal investido
que ansía recuperarnos y cuya paciencia es implacable,
asentada en el bronce, intemporal.






Mundos disponibles

para Sonia Díaz

Nunca habría dado testimonio de este raro gozo
que es recorrer casas muertas si permaneciera aún
entre los otros escombros, los restos humeantes
y el hemiciclo donde se asienta el clan más antiguo,
acaso nuestra verdadera ascendencia, avivando
el hogar y soñando una sucesión de poderes o símbolos
para resistir hasta el alba.
Allí estaría, ensanchando la pobre franja donde simulaba
el juego, como todos, puliendo instrumentos
que borrarían la angustia, si acaso una vez;
allí me veo haciendo promesas, inclinado
ante la cena indigente, recitando las preces,
apagando luego los rescoldos
para maldecir el espacio que seguía faltando
y matando la imaginación. Porque en las casas muertas
se puede acomodar cuanta febrilidad hemos heredado,
y en las casas de hacinamiento, las verdaderas,
no existe posibilidad de desdoblarse, o de añadir
personajes y tramas secundarias.
En las casas muertas se miente con ingenio,
el propio aire envilecido abre paso
al huésped irreal, al amigo exhausto que busca pausa
en su itinerario.
En las casas muertas no falta recitación, o voz punzante
que prefiera someterse al susurro.
Los aliados forman el círculo, la reina y su sierva se acomodan
en la pieza contigua, los emisarios vuelven
y traen confirmación de las otras casas, las verdaderas,
que se siguen hacinando en el estío, en la indiferencia.






Tres poemas de "Una Doctrina de la Invisibilidad"


OTRAS ATADURAS Y APARIENCIAS

El hielo sólo enseña destrezas,
maneras de ensimismarse ante el legajo manchado
donde han descrito esos síntomas
que pretenden retratarte: siluetas, pespuntes,
caligrafía temblorosa de los cuidadores,
recetas tenues.
Ellos describen su frialdad
sin enfatizar el argumento
de los espacios donde nada germina:
más allá ha de nublarse la visión, un espejo blanco
que devora a quien le interrogue, una capa
de nieve sucia que se extiende hacia el vacío.
Ciertas palabras, ciertas figuras conservan su eficacia
y me hacen flaquear, me rinden por fin.
Los miras asentir, apuntar el hallazgo con una sonrisa.
No admiten el temor de perderte, dibujo contra el cristal,
mirada que escruta sólo las huellas
que no parecen haber regresado.
Ven en tu calma su triunfo: eres una predicción
que vino a confirmarles
aunque afuera el hielo insista, mudo,
casi palpable.






EL PRECIO DE LAS PALABRAS

Yo vengo desde lejos a correr los cerrojos,
a mirar cómo se apagan los rescoldos
en la sala desierta
donde una vez centellearon, ilusivas,
mis palabras.
Siempre encubierto,
creí haber recreado estados espirituales
y era sólo el vicio de los ecos.
Y tardé tanto en comprender
que se puede acceder a la imagen,
pero el sentimiento ha de quedar velado al hombre.
Para decirlo mejor: una noche de angustia,
el escozor que nos hiende, el sollozo virginal,
el júbilo trepidante
no pueden ser enmarcados
en combinación alguna.
No se revisita la noche,
ni el escozor, ni el júbilo
a no ser que cerremos los ojos,
y resistamos la tentación de la página.
Describir un quebranto es medirnos
contra el arco de un dios
y requerir un efecto.
No se revisita ese quebranto
para descubrir toda la vaciedad que allí se enmascara.
Descuidar así los pálpitos, y sustituirlos
por las imbricaciones de la naturaleza:
sutiles lazos, halos que no oscurecieron jamás
por ser las fachadas una obsesión
de quien sólo descubre en los reflejos
el rostro que le enaltece y le miente.
Como quien sobrelleva todo el desprecio de una estirpe
que se aísla entre escombros,
preso de las simulaciones,
así he pagado el precio de las palabras.










LUJO DE UN DÍA

Tuvimos que buscar en otra parte
porque no estaba en nosotros.
Se deslizaba el manto incorpóreo,
estructura de la insistencia
nunca torneada por quien vino a perpetuarnos.
Y resultaban así la intemperie, las estatuillas fáciles,
los ojos escrutando, midiéndolo todo.
Quien sabe de rasgos mansos
no sabe ser dios.
La criatura tiembla bajo el cincel
como antes temblara el dispensador de almas.
Todo parte del objeto deforme, vaciado aprisa,
el ejercicio ridículo, la masa que acecha.
Lo que nos fue entregado hemos ido devolviendo
en ejercicios de intelección
que visten, como pueden, el temblor de criatura
develado al fin, cuando acuden a vernos
y somos la mueca tras el cristal:
cuerpos como fábula negociada en pericia.
Fuimos armando el personaje con trozos robados
que ya no sabremos disimular, ídolos marchitos
en la vitrina, de un día, de una calle borrosa,
de una ficción que ya resulta inservible.






MENOS LOS SENTIDOS

Se inhala el fulgor para contenerle
y borrarnos a su vez en la inmersión que sobreviene,
linfa tibia que al cuerpo acepta
como hace un sudario, tonos prometidos
y hoy dispersos en cada utensilio
que ensaya el juego de ceder a lo oscuro.
El precario dosel que intenta encubrir la Finalidad
y regresa en otra partitura
es el párpado al acecho, en su costumbre cíclica.
La terca certitud del aposento nos hace creer
que poseemos un claustro donde borrarnos.
Manos operantes, la falacia mayor que obsequian
si de los ojos se renegase.
Podrán tapiar las grietas, cubrir cada intersticio
por donde asoma el esplendor, lo que insiste y cautiva
al actor del capuz que verifica su antro impenetrable.
Late la densidad, y latirán las sienes
siguiendo el juego de las bifurcaciones.
Nos hacen creer que nada es distintivo
cuando la penumbra se salva de las fisuras.
Nos enseñan el vicio del tacto,
la verdadera flama del arbitrio
cuando apartamos la yesca.
Es la invisibilidad que nos contiene, es la sibila
que se niega a ver, por no vernos,
por no dejarnos sanar.










LUNAS

En cada transposición del silencio, un nido abierto
que busca otro nido triunfal,
dos estoques contra las rejas:
allí he visto juntarse las lunas, en mi piel,
en la garganta que intenta el grito.
Cuando desciende el crisol y sangra la bestia
las lunas se posan sobre yacijas irreales.
Son las noches de untarse esa pócima
abandonada a la indiferencia del muro.
Son las noches de evitar ciertos cumplidos que seducen.
Inapresable mi ánima salvo cuando se juntan
los portentos que ahora confieso,
he tenido que ver cómo talan los sicomoros
y se mella el filo contra la corteza.
He tenido que ver cómo desmenuzan los nidos,
y cómo a mis lunas, en la fragua de la lucidez,
de un golpe separan.









QUIEN BORRA

Crispada en torno al frasco,
delineando el arrobo de las privaciones,
viene la mano a cerrar un lapso
que no existe fuera de este confín y su herraje.
La mano que acariciaba urnas, puliendo astuta
como para encontrar un respiradero,
puliendo siempre en el sopor que ofuscaba,
inerte y vana en las noches, satisfecha del miasma
y oficiosa si malograba el amanecer,
tuvo que escribir la cantiga
y luego borrarla con el pudor que se aprende
en las candilejas y en la voz que sigue enmendando
la ineficaz actuación; y así correr el dosel
para ceñir otra corona aleve, sumisa,
hasta alzarse en el asombro de verse altiva
y ser el arma, la dosis,
el instrumento de rescisión, la tachadura.




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