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domingo, 21 de noviembre de 2010

2211.- MARINA ARRATE


Marina Arrate Palma (Osorno, 14 de febrero de 1957 , poeta chilena). Psicóloga Clínica de la Universidad Católica de Chile y Magister en Artes con mención en Literaturas Hispánicas de la Universidad de Concepción. Se titulo de Magister con una tésis sobre la segunda novela de Diamela Eltit "Por la Patria", siendo una de las primeras exégetas de la obra de Eltit.
Comienza a publicar el año 1985 en la revista LAR en la ciudad de Concepción. Publica su primer libro "Este Lujo de Ser" el año 1986. Al año siguiente participa como poeta invitada en el primer Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana como representante de Concepción. De regreso en Santiago dirige talleres de poesía durante 10 años al término de los cuales crea el sello editorial Libros de la Elipse.
Ha escrito algunos artículos críticos sobre poesía escrita por mujeres en Chile y sobre la relación entre identidad femenina latinoamericana y escritura. Ha sido docente en varias Universidades entre ellas la Universidad Tecnológica Metropolitana y en el Centro de Género y Cultura de América Latina (CEGECAL) de la Universidad de Chile. Actualmente trabaja solo como Psicóloga Clínica de Orientación Psicoanalítica.
Ha obtenido varias becas de apoyo a su creación y ha sido invitada a numerosas lecturas de su poesía en Chile, Argentina, EE.UU., y España. El año 2003 obtuvo el Premio Municipal de Literatura por el libro Trapecio, el segundo premio literario más importante de su país.
Su obra ha sido incluida en numerosas antologías de poesía chilena e hispanoamericana.
Características de su Obra
Junto a la generación de poetas chilenas que emergen en la segunda década de la Dictadura Militar chilena (1973-1990) llamada la generación de los 80 -Eugenia Brito, Carmen Berenguer, Elvira Hernández, Soledad Fariña- su poesía se caracteriza por la busqueda incesante de un significante libertario tanto para el signo mujer dentro del sistema sexo-género, como para el signo palabra dentro del período de la dictadura y posteriormente dentro de las clasificaciones y taxonomías de la mascarada de las sociedades globalizadas y de mercado del tercer mundo.
Erotismo y muerte se tejen y destejen en el transcurso de su obra dibujando una tela plurivalente de vaivenes significantes, entre cuyo abanico no se descarta una oculta ironía ni menos aún, como señala Diana Bellesi, Mercedes Roffé y Pilar Errázuriz entre otros, la belleza de un canto suntuoso, metafísico y misterioso.
Obras
Este Lujo de Ser, 1986, Editorial LAR, Concepción.
Máscara Negra, 1990, Editorial LAR, Concepción.
Tatuaje, 1992, Editorial LAR, Concepción.
Compilación de su Obra Publicada, 1996, Editorial Tierra Firme, Buenos Aires, Argentina.
Uranio, 1999, Editorial LOM, Santiago.
Trapecio, 2002, Editorial LOM, Santiago. Premio Municipal de Poesía de Santiago 2003
El Libro del Componedor, 2008, Sello Editorial Libros de la Elipse, Santiago.
Saten, 2009, Editorial Pen Press, New York, EE.UU.
"Carta a Don Alonso de Ercilla y Zuñiga" en Memoria Poética. Reescrituras de la Araucana, 2010, Editorial Cuarto Propio, Santiago.





del libro

Máscara negra

(Sgo. de Chile, Editorial Lar, 1990)





La Dorada Muñeca del Imperio



1.



Es el esplendor.
Hay una oscura orfebrería radiante
elaborando una tela solar.
Para su cuerpo para su piel
bordado en pedrería de seda y chifón.

La mujer es alta, dorada y fuerte.
Sus largas manos elevan
lentos cantos abisales.

Para los círculos
del Mundo y por su imperio.

Es la estela matutina la que alumbra
su alto entramado corporal y su modo
magnífico de ser
esculpida y ser vibrante.


2.


Es el sistema solar.
Hay antiguas catedrales viejas cúpulas
ardiendo en el tiempo
como el oro.

Tengo un recuerdo de la Habana Vieja:
son sombras doradas en los adoquines
y puertos eternamente abiertos
como si esperaran a un Dios.

Pero me distraigo:
esta mujer es ventrílocua y hermosa.

Oh, quisiera también hablar de amor.




3.


La mujer es alta, dorada y fuerte.
Su desnudez parece recamada y brilla, pero
es tan suave como una amatista.
Sin embargo,
está viva y la veo.
Recostada en los espejos, devana su
paciencia peinando su rubia cabellera
y esperando el turno
para salir al escenario y pasear
la tela imperial.



4.


Nantés, Florencia, Atlanta y Singapur.
Son las flores de Adimanto:
la ciudadanía ejemplar.
Se pueden pesquizar aún los rasgados telares
de otra allende ciudad antigua
anteayer contemporánea:
Indiga mesopotamia
Y sus valles estelares.
Mi mirada se agiganta.
Dios, son altos lirios y llameantes
pozos circulares
rigiendo los tiempos como imperios.




5.


La mujer se coloca una media.
Ella acerca sus dos brazos a su pie.
Su pelo rubio cae
cae hacia delante.
Pero ella en gesto colosal
Lo ordena tras su oreja.

Torsión de su torso hacia atrás




Sus dos ávidos pequeños pezones
un instante bailan
a pleno sol.

Muñeca dorada.



6.


Coronas para mi amada,
coronas azules para su cabellera dorada
vasos frágiles y fuertes para sus largas manos
telas tenues y misteriosas para la seda de sus dedos
versos puros y perfectos para su boca
y películas de arroz, escapularios ardientes
roncas caracolas y locas
piedras marinas para su lujo
dorado, historias de barcos
en infinito peregrinaje
y telas y telas

en telas imperiales.



7.

La mujer sorprende mi mirada.
A través del espejo observo como espía
mis dos pupilas inmóviles.
Quieta, continúa su lento maquillaje,
pero ahora sé
que cuando ella gire el cuerpo hacia mí
habrá terminado la larga fiesta,
esta vieja ansiedad de parecerme,
mi profundo deseo de tenerla:

La mujer ha salido al escenario.
Es suya la palabra.






Máscara negra

Para que me amaras
maquillé yo mi rostro de negro
y así pintada
ascendí de nuevo al escenario
monstruosa y deformada.

Quería mostrar lo negro
de mi oculto rostro
(Atrás las maquilladas capas).
Quería ser
mimo del terror,
ser fascinante.


Ahora,
de espaldas a ti,
miro el guante negro que cubre
la superficie blanca de mi brazo
de mi brazo níveo de pura porcelana
cristalina de China
y en el cuerpo
delgado y nervioso
el vestido negro que ajusta
como otro guante
la silueta contoneante
de la predilecta lujuriosa.

Un abanico antiguo de conchaperla
remolineo en mi muñeca
y en el aire se muestran
los revueltos pelos de mi axila.


Pero es mi espalda la que te enfrenta, observa,
mi espalda curva
insinuante y desnuda.


Enrosco mi verde manto
de Eva y acometo:

Qué placer éste de bajar lenta,
suave, sensualmente
el cierre eclair que encierra su grupa.
Todo el vestido cede
Y su contorno bruno.


Esta es la entrada triunfal
de la carne en el estrado:
blanca es y redonda,
firme y suave.


Y en derredor todo es
rojo y oscuro.

Plateada es la caminata en el sendero
Y su redonda luna.
Es hora, date vuelta, princesa,
Enséñame tu rostro.

- Momento – murmuro con voz ronca –
que no hay nada.
Sino un giro violento de mi oculto rostro.
Primero: vampira con dientes de sangre y ojos
negros de cadáver y
después la consumida.


Y todo nada más que un espectáculo
para que vieras a esta deformada
y la amaras
con terror y piedad.






del libro

Tatuaje

(Sgo. de Chile, Editorial Lar, Santiago, 1992)





Satén

Destellos en el bosque.
Fulgores rojos son.
Un fulgor rojo. Un rayo furtivo estremeciendo
la arboleda. Sedoso y brillante.
Satén es enervando las agujas del vasto pinar.


Satén que mancilla carmín entre la hierba y sobre el musgo. Prendido carmín ardiendo en el hueco de las hiedras. Carampangue carmesí de satinada sangre tersando la piel de raso. La piel que roza, riza y ora acariciando con su cola de murta la esmeralda, el centelleo del follaje verde que azota el viento a golpes, al borde de la ele azul de los abismos aquí al principio de este valle.



Satén es de sangre y lustroso y de traicionero terciopelo el tejido de las figuras que ahora llamean al sol como la luz de los cuchillos.

Bajo el esplendor aterradas en los filos que corta el haz figurando cavidades santas entre las redes rumorosas del bosque.

Qué silencio.

De verde firmamento o campana interior.

Aguza la mujer su oído en el asombro. Flama es el vestido que la cubre, de incendio la falda pasmosa.



En el lamé se raja lo húmedo, puro hechizo del reflejo, alterando a sangre la virginidad verde del bosque. En el verde se rasga el lamé, produciendo llamaradas azules en su espejo. En el símil, erizamiento de una tapicería milenaria y radiante:



Babas largas de un sileno, Belcebú, se arrastran y las bífidas corrientes lenguaraces de una turba agitada de enroscadas serpientes

Ay, los ojos leontinos y egipcios de garzas y lechuzas hieráticas.

Todo es terciopelo.

La sinuosa cabellera de una mujer antigua
la seda negra de una mariposa vibrante
los músculos sagrados de las panteras nocturnas.

Irisados volcanes tornean sus esputos a lo lejos
a lo lejos
como grandes y enormes colas de cometa.

De sangre y de oro la bella en su memoria.






del libro

Uranio

(Sgo. de Chile, Editorial Lom, 1999)







Fragmento de La Ciudad Muerta

En el primer esqueleto vi, toda daga y daguerrotipo y guerra, dos blancos ejércitos nefandos. Cada tibia era un desierto de buitres y camellos infaustos. Las rodillas tornábanse de niebla y precipicios y así era este puente rótula de oscuro destino. Si muslos alguna vez hubo en flacos remedos de espadas fantasmales tornáronse. Sobre ellas se sentaba el fémur, primera fulguración que, sobre dos torres de olímpico movimiento, parecíase batir como una puerta que, aleonada por bramidos lejano y cercada por dos leones impávidos, estremecía tiaras, fulgores, reinos, toda lejanía. A sus costados, graznaban gaviotas hacia fuera, hacia nunca, pues sólo cadenas y colmillos de cal yacían en las perdidas playas que algo tornó paradisíacas.



Oí rugir el río en la distancia.

Había rayado este esqueleto el árbol de su columna vertebral como las cebras. Así exasperaba su existencia y la vigilancia del ojo.

Brillaba al centro de su radio el sol del esternón, envuelto en su jaula de jade, hundida cornamenta de un bajel fatal.

Por la calavera peregrinaban tristes barcos amarillos y en el entrecejo allí estaba pintada ella misma, calavera de la muerte, con su alucinante corola de sedosa y brillante cola de pavo real.

El segundo esqueleto arrastraba una columna de mármol y en él a ratos se recostaba para tibia contemplación de sí mismo. Del cáustico reflejo de sus huesos sobre la redonda y rosada superficie, pálido fuego de un más allá sin nombre para luz de una osamenta sin deseo ya, ni memoria. Rojizas cabelleras que amor tornó doradas serpenteaban por las tibias y se elevaban por los fémures trocándose licor, medusa y lámpara, en una difuminación rosada que una oleada de garzas de tremol trizando la orilla de un plácido y largo lago azul y platinado. A lo lejos, veíamos volcanes y de ellos las volutas de humo, enroscadas primero y lilas hilos lentos después que el viento estiraba en una sola dirección. Barcos partían con secreto destino.

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