Arturo Horacio Ghida, dibujo de Daniel Ponce
Arturo Horacio Ghida
Nació en Buenos Aires, ARGENTINA en 1907 y murió en Florida, Provincia de Buenos Aires, en 1988. Estudió Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de La Plata. En esta ciudad vivió poco más de veinte años y su obra adquirió un carácter definido. A su casa, ubicada en diagonal 77 entre 5 y 6, solían concurrir numerosos escritores locales y también porteños; entre ellos, Joaquín O. Giannuzzi, que lo calificó como “poeta secreto”. Trabajó en el diario El Argentino, de La Plata, donde fue secretario de redacción y editorialista. Ya entrada la década del 50, pasó a integrar el cuerpo diplomático argentino, desempeñándose como cónsul en La Paz (Bolivia), para, luego, terminar recalando en la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires. Publicó tan sólo El poeta y el resplandor (1943), minúscula plaqueta de textos fantásticos a los que subtituló “Verídicas historias”. Si bien colaboró con numerosas revistas literarias (Megáfono, Fábula, Huella, Contrapunto, La Libertad Creadora, Teseo, Cultura, Testigo, etc.) y diarios del país, la mayor parte de su producción poética permaneció inédita durante mucho tiempo. Aun así, Roberto Saraví Cisneros lo incluyó en Primera antología poética platense (1956) y Ana Emilia Lahitte en Veinte poetas platenses contemporáneos (1963). Poco después, en 1965, Ediciones Culturales Argentinas dio a conocer Arturo Horacio Ghida, título que reúne poemas, textos de El poeta y el resplandor y algunos ensayos breves, cuya selección y prólogo estuvieron a cargo de Luis de Paola. Por su parte, Luis Alberto Ballester, Rogelio Bazán y Carlos Velazco recogieron una docena de sus creaciones líricas en el volumen colectivo Poesía de un tiempo indigente, publicado por Plus Ultra en 1981. Meses antes, más precisamente el domingo 31 de agosto de 1980, el diario La Opinión le dedicó dos páginas a su obra inédita en verso y en prosa con sendos comentarios de Joaquín O. Giannuzzi y Luis Alberto Ballester. Dueño de una inteligencia y una cultura prodigiosas –según cuenta Enrique Sureda, que fue compañero de tareas en El Argentino y amigo suyo– Ghida aportó a la generación del 40, a la cual se lo adscribe, una voz sumamente personal. En su poesía, deudora del romanticismo, el simbolismo y el surrealismo, es posible reconocer dos instancias creadoras: una, lindante con los sueños y la alucinación, que puebla los poemas de “cosas mágicas y de trasmundo”, como apuntó Alberto Ponce de León; y otra, donde la claridad expositiva y cierto orden clásico prevalecen sobre lo onírico y lo fastuoso.
… Mis pasos penetraron en esas poblaciones rumorosas
como el viento de un ángel que gira en el infierno
y no encontré mi nombre, y fui como un sonámbulo perdido entre cerezos
que oye reír los pájaros y sin embargo llora…
Arturo Horacio Ghida. Antología –El fugitivo-, 1965
Tú alargas los cabellos
Tú alargas los cabellos como un brumoso río
hacia bosques de lunas y serpientes despiertas,
cuando aúlla en tu sangre como un perro el hastío
y oyes pasar el tiempo en tus noches desiertas.
Yo también estoy triste y te amaré, oh impura,
y beberé en tus labios un fuego vivo y fuerte:
no buscaré tu alma ni tendré tu ternura
pero amaré tu carne para olvidar la muerte.
A. H. G. oye risas desde su balcón
Arturo Horacio Ghida, tenaz meditabundo,
a la luz de la lámpara, con libros y papeles,
sueñas en tu cartuja, silencioso y profundo,
pero en la calle estallan risas como claveles.
¿En qué piensas ahora, mirando el calendario
que marca un ilusorio tiempo que ya no existe?
Tu vida es como un blanco día de aniversario
y corre igual que un agua lenta, cansada y triste.
Aquí, sobre la mesa, humea el cigarrillo
cerca de un ceniciento remanso de tinteros;
arriba, el cielo raso, paternal y sencillo,
contempla los paisajes de polvo en los roperos.
La araña, fiel Penélope, visita los rincones,
condolida, sin duda, de verlos tan desiertos,
con la atroz soledad que invade los figones
después de los nocturnos bullicios de los puertos.
La biblioteca estira bostezos doctorales
abriendo la honda boca de su molicie austera:
primaveras e inviernos pasan por los cristales
sin conmover la oscura carne de la madera.
Desde la silla ensaya, pausadamente, un guiño
la corbata enlutada que acaricia el respaldo,
envuelta en la pereza de ese gran desaliño
que luce en las solapas medallones de caldo.
Como un espantapájaros, estéril y tedioso,
sobrevive en la percha la cruz del traje viejo:
tiembla en la indiferente luna de su reposo
la claridad inmóvil que duplica el espejo.
Y un cielo de bazar o de juguetería
finge la cal pintora que por los muros sube:
barriletes y estrellas dan su vocinglería
y se enreda, entre flores, el candor de una nube.
Arturo Horacio Ghida: amontonas tus horas
para quemarlas juntas, con fantástico empeño,
en la hoguera que encienden implacables auroras
mientras vas persiguiendo la hojarasca de un sueño.
Pero las risas dicen –¿las oyes?– que es preciso
retornar a lo cierto y emprender con firmeza
la marcha por la tierra de orondo vientre liso
sin soñar en la rosa vana de la belleza.
A lo lejos las voces que entre la sombra cantan
esparcen raudos fuegos de artificio en el viento
y las llamas alegres que las risas levantan
estremecen la noche con su deslumbramiento.
Habla el fantasma de Jean Arthur Rimbaud
De noche yo me acerco al mar de los remeros,
bajo cielos tristísimos cruzo los corredores,
y veo entre los brazos de oscuros pescadores
nacer el mar cantando con sus altos veleros.
Me lleva el grito azul que dan los marineros
a remotas penínsulas con olor de alcanfores,
envuelto en torbellinos surco los resplandores
y regreso escoltado por los vientos ligeros.
Mi sonora alegría en los abismos zumba
como el sol iracundo que al morder una tumba
llena de luz las lámparas y despierta a los muertos.
Con sus manos de espuma el mar me condecora,
salitres y monzones a mi pecho incorpora
y mi voz tempestuosa gira sobre los puertos.
Ritual de los Cornudos
A la memoria ejemplar del señor de Montespan,
súbdito de Luis XIV
Cuando hay mujeres tristes y palomas de llanto
cuyos pechos se cubren de rosales velludos,
con ojos amarillos y cabellos de espanto
recorren las alcobas los profundos Cornudos.
Detrás de sus orejas se alarga como un canto
la risa de las sábanas de afilados embudos
que atraviesan la noche con su furor, en tanto
que al cielo se levantan los dos cuernos desnudos.
La risa, igual que el viento, sacude las alcobas,
arrastra por los muebles insidiosas escobas
y llama a las ciudades, gritando en el balcón.
Entonces, gravemente, se acercan las vecinas,
los Cornudos explican su caso en las esquinas
y en un enorme cuerno clavan su corazón.
Fuente: Arturo Horacio Ghida, Luis de Paola, Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1965.
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