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domingo, 14 de noviembre de 2010

2120,.- RAFAEL RUBIO


Rafael Rubio, (Santiago de Chile, 1975)
En 1994 fue antologado en 22 voces de la novísima poesía chilena, Editorial Tiempo Nuevo. En 1996 fue incluido en Poesía Chilena para el Siglo XXI de la Dibam. En 1997 ganó el primer premio del Concurso "Yo no me callo", organizado por la Editorial Los Andes. Publicó, en 1998, un adelanto de su libro Arbolando, en la colección Cuadernos del taller de la Dibam. Entre sus obras figuran: Madrugador tardío y Luz rabiosa. En el 2008 recibe el Premio Pablo Neruda.







AUTORRETRATO

Yo baquiano me coloco
saludablemente loco
yo cascajo soy, carajo
subo siempre para abajo
transeúnte que presiente
que lo mira mal la gente
yo soy cántaro quebrado
soy relámpago desierto
cierzo malo, malhadado
mal vigía de mi huerto.







A LA TAZA DE TÉ

Sentado ante esta mesa incorfortable
con mis modales ciegos, demorosos
al cielo suben brazos vaporosos
de un té que me seduce con su tarde.
Sorbiendo de esta taza inacabable
del humo voy mirando tantas cosas:
desnudas señoritas, albas mozas
que ascienden de este té, lleno de tarde.
Y así se van las horas en la taza
soñando con el humo blancamente
con toda la tristeza que rebasa
la taza me sorprende de repente.









DURMIENDO BAJO EL SAUCE

Durmiendo bajo un sauce junto al río
me fui soñando verde en el ramaje
Fui el viento, fui el rumor y fui el oleaje
del sol entre las ramas. Encendido
verdor del río manso. Mansedumbre
del agua con el sauce en movimiento
de hojas, manantial de goce fresco.
Sol que moja la verdura muchedumbre.
Oh frescor en el ramaje, luz que trina.
Surtidor de verdes hojas, verde arpa
desgranando sus gorjeos, agua lira.
Sol que bruñe entre la sombra, brisa alta.
Haz de ramas remadoras en la risa
de las hojas. Sopla el cielo, verde flauta.









POR SER VOS QUIEN SOIS

Armando Uribe con ojos de descubridor de América.
En cada ojo una rueda de triciclo.
Los niños andan en triciclo no en bicicleta.
Armando Uribe es un niño con título académico
y corbata de tres metros de longitud.
Las corbatas cuelgan de los árboles.
Armando Uribe es un árbol con sombrero.
De su boca de repente salen flores.
En cada flor hay un verso alejandrino.
Armando Uribe se enfurece porque sí.
Vestido de domingo un jilguero en la corbata.
No hay lugar para aqueste transeúnte pálido.
El engañoso laúd será laúd para otros.
Y este conde con rabia mirará las estrellas
desde la torre de su castillo sobre el Parque Forestal.










ELOGIO A LA CERVEZA

Remando por un río de cerveza
las ansias sumergir bajo la espuma
como quien en corriente va y se suma
soñando por el flujo la cabeza.
Cogido, en el naufragio, de la mesa
contra el oleaje ronco de la espuma
sentir el cuerpo entero vuelto pluma
y dentro, el corazón, casi pavesa.
Y así volar soñando por las nubes
por cielo, viento y luna y por estrellas
por canto florecido va y se sube.
Así como meciéndose entre ellas
la tierra mueve verde la cintura
y así nos vamos potros por espuelas.








TRIGALES

I
Sonriente dentadura del sol, sol riente.
La espiga de la risa, discurriendo va la fuente
luz sonando, cascabeles
voz de abeja, lluvia, mieles.
La amarilla carcajada de las yeguas herbazales
algazara, multitudes, zarabanda, los trigales.

II
Sonriente dentadura del sol, sol riente.
La espiga de la risa, mar riente de abejorros,
rubio oleaje, crin al viento de un caballo en el galope,
marejada y el canoro, la rompiente de la espiga.
Pasto noble, sol sonoro, cascabel de las harinas.

III
Greña noble, los caballos de la risa, la rompiente,
galopando las potreras multitudes, ah de dientes,
ay solares niños juncos, amarilla carcajada,
dentadura de la harina en el relincho, marejada.









ALAMEDAS

Rema la rama de álamo arriba
rema la rama, vamos remando
bajo las hojas, vamos volando
sube la savia, mástil subida.
Reman las hojas por el torrente
de la alameda. Vente, pues, siente
como bucean entre los cielos
los brazos verdes por el poniente.
Sube la savia, sube la risa
viene la brisa y el sol se enreda
entre las ramas de la alameda.
Se hinchan las velas, rema remera.
Vamos de vuelo, mi niña, cielo.


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PRESENTACIÓN DE LUZ RABIOSA
DE RAFAEL RUBIO

Por Raúl Zurita






Conmocionante, descuartizante, estremecedora, Luz Rabiosa de Rafael Rubio es, junto con Coma de Héctor Hernández Montecinos y Príncipe de Chile de Roberto Morales Monterríos, una de las obras más rotundas de lo escrito en Chile en los últimos tiempos. La propuesta estética de Rubio se encuentra en las antípodas de Héctor Hernández y de Morales Monterríos, pero comparte con ellos un rasgo sin el cual un arte es nada: la potencia. Esto implica el asumir los máximos riesgos y llevar sus presupuestos a las consecuencias extremas. Un artista que carezca en su obra de vocación de extremo es mejor que se dedique a la floricultura. No se trata ni siquiera de abrir un debate al respecto porque el asunto es muy simple: en un mundo feroz como este la poesía de buenos modales está muerta antes de nacer. Lo primero que llama entonces la atención en Rafael Rubio, previo a cualquier análisis, antes incluso del asombro que provoca su técnica, es precisamente esa potencia desmadrada, incontenible, trituradora. El tema de Luz Rabiosa es una suerte trinidad: el padre, la muerte y la muerte del padre, y su indagación es hoy crucial: ¿de qué hablamos, cuál es la figura del padre que emerge en el Chile de la post dictadura, en el después de Pinochet? La respuesta, al parecer, es de un dramatismo inconmensurable.

El caso es que no existe en la poesía chilena una obra que haya llevado esto a la profundidad y tumefacción que muestra aquí Rafael Rubio. Existen poemas sobre la muerte, pero no obras. Como sucede con los grandes libros, la lectura de Luz Rabiosa es simultáneamente una lectura de todo aquello que subtiende el término poesía y, en última instancia, es una lectura del hecho de la lengua. De la consistencia misma de un idioma. Se trata de algo que desborda completamente el uso de la cita o del trajinado concepto de intertexto. Al utilizar las formas consagradas por la historia de la poesía, Luz rabiosa inventa a sus precursores y crea un nuevo pasado. Garcilaso, Lope, Quevedo, Góngora, ya no serán los mismos, y en ese metatexto que es el conjunto de todas las escrituras contenidas en un idioma, la poesía de Rubio le da un nuevo sentido, una nueva direccionalidad. Luz rabiosa viene a ser así la salida a aquello que hasta el momento se había entendido por poesía castellana y sus consecuencias son enormes.

La primera es dolorosa porque es una suerte de desenmascaramiento. Quiero decir que si hubiese una jerarquía de los libros que se han centrado en los últimos años en el motivo de la muerte, Luz rabiosa sería el ángel exterminador. Nada casi sobreviviría a él y la comparación misma ya es un abuso. Se trata ahora de otra dimensión. Pero paralelamente hace que otras obras de una filiación más o menos afín como Arte de morir de Oscar Hahn, o el Uribe de No hay lugar, puedan ser vueltos a mirar con una mirada nueva y que sean más notables ahora incluso de lo que ya eran antes. Una gran obra mejora las grandes obras, las hace ver de nuevo. Incluso un poema superlativo como “El poeta y la muerte” de Nicanor Parra emerge de inmediato, y no porque Rubio pueda adscribirse a la antipoesía, sino por lo contrario, porque es difícil leerlo sin pensar en su nuevo mérito: que podría haber formado parte de los poemas de este libro. Únicamente el arrasado testimonio de Diario de muerte de Enrique Lihn alcanza una dimensión equiparable y, al margen de Lihn, en ese equívoco que se llama poesía moderna, dentro de nuestra poesía tendríamos que retroceder hasta Réquiem de Humberto Díaz Casanueva, pero mucho más decididamente hasta Hojas de Parra donde se encuentra “El poeta y la muerte” y, más atrás, hasta las Residencias de Neruda, en concreto a “Sólo la muerte”, y a los “Sonetos de la muerte” de Gabriela Mistral, o irse a la poesía mexicana en Muerte sin fin de José Gorostiza, para encontrar poemas referidos a la muerte de una intensidad semejantes. Pero incluso con eso, ninguno de los grandes poetas chilenos; ni Parra ni Neruda ni la Mistral, habían llevado este archimotivo a la obsesión de Luz Rabiosa. El nudo es que en ellos encontramos grandes poemas, pero lo que no encontramos es un libro, no la entumida, dolorosa sentencia de una obra.

Hablamos entonces de la herida incurable de una poesía que se construye sobre la absoluta imposibilidad de lo humano de referirse a la muerte. De tocarla. Lo que emerge entonces es una autoconciencia lacerada y que alcanza el límite de lo decible. En dos de sus poemas, “Arte Poética” y en el alucinante “Arte de la elegía”, Luz rabiosa desnuda los mecanismos de construcción del poema en una suerte de diálogo con los famosos versos de Fernando Pessoa donde se nos dice que el poeta es un fingidor. Pero es precisamente esa comparación con “Autopsicografïa” de Pessoa, lo que hace más patente aún la proeza técnica que además es Luz rabiosa. Rubio mostrando la diferencia entre un poema sobre la muerte y la muerte misma, es decir, entre el lenguaje y aquello que por definición está fuera del lenguaje, crea una tensión tan dolorosa, que no puede sino acudir a los modelos consagrados, en suma, a la historia de la poesía porque intuye que en esos modelos, y no en una obra particular, está contenida la fiebre de ese diálogo imposible. Rubio hace entonces de esa imposibilidad radical de las palabras para referirse a la muerte, un rasgo más de nuestra incompletud, de nuestro pasmo y dolor. Hacia final, su “El arte de la elegía” dice:

Deberás entender a fin de cuentas
que el poema no es más que un ejercicio:

no va a hacer que se levanten los muertos
ni hará que tu padre retorne
del oscuro país de los dormidos

porque ya no habrá país del que volver
ni esperanza tampoco, ni poema.

El descubrimiento de Luz rabiosa, y esto es algo cuya trascendencia sólo podemos vislumbrar, radica en mostrarnos que desde las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, la muerte y el padre es la poesía castellana, que más aún, que nuestro idioma no es otra cosa que las exequias de esa muerte y de ese padre. Que el castellano es, en suma, la lengua de la muerte del padre. Y es en esa identificación donde Luz Rabiosa se yergue como una respuesta a las “Coplas a la muerte de su padre”, cambiando con ello lo que podíamos entender por poesía castellana. No se trata de ejercicios o de alardes de virtuosismos o coqueterías con las formas consagradas, que es el umbral con el que han chocado casi todos los que lo han intentado, sino de algo bastante más extremo y la única comparación sostenible es con Carlos Germán Belli. Porque no es un asunto de nostalgia. Lo que hace Rubio con la tensión entre el lenguaje y la muerte, es inventar en esta provincia del castellano precisamente aquello que la historia ha denominado poesía castellana. Los poetas del siglo de oro no son los mismos, son otros después de este libro. Más aún, esos poetas en estricto rigor, son tan deudores de Rubio como lo es Diego Velásquez y su Papa Inocencio X pintado en 1650, del Inocencio X pintado en 1961 por Francis Bacon. Es lo que hace evidente el poema “Misa I”, al incorporar la Egloga I de Garcilaso. Este poema de Rubio es uno de aquellos poemas que nos vuelven a plantear todo, partiendo por el desterrado pero nunca resuelto problema del genio en poesía, del genio poético. Transcribo su final:

Y el padre ¿Volverá a habitar la sangre de los huérfanos? los hijos ¿Temblarán ante
la sangre de su padre como ciervos aterrados por el rayo
en la primera noche de la tierra?
¿A quién ha señalado el peñasco profético? ¿A quién el semen le fue dado en lugar
de la ceniza?
¿A qué arañar la tierra? ¿A qué llorar? ¿A qué escupir el cardo con la furia del perro?
¿Quién ha oído el aullido del ciervo atravesar la noche como un látigo cuando
la muerte entra en el padre y los pastos se enroscan?
Y la muerte ¿Cómo tiembla cuando los hijos apresan a sus padres en la sangre y
los recluyen y no los dejan ir?
¿Vuelve la noche al pozo? ¿La llaga al fuego? ¿La cicatriz a su cuchillo? ¿Vuelve
la muerte al semen? (Y el padre, dime ¿vuelve?)
y dime si después de la muerte hay otra muerte y si después de esa muerte hay
otra muerte un poco menos terrible
Oh padre de mi cólera.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

No nos alcanza el tiempo para siquiera esbozar los alcances de esta recreación de una poesía y de una historia. Un poema como “Misa I” hace que el Salid, sin duelo, lágrimas corriendo de la Egloga I de Garcilaso de la Vega se vuelva el corolario fúnebre no de un poema de amor, sino de una lengua. De la lengua de la conquista de América. Esa lengua es el Padre muerto. A esa lengua muerta a la que ya se refirió Vicente Huidobro en el Canto III de Altazor, a nuestras palabras muerta, al Lázaro de nuestro idioma muerto Luz rabiosa le ha vuelto a decir: Levántate y camina.


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