Daniel García Helder nació en Rosario (Argentina) y vive en Buenos Aires desde 1990.
Publicó El faro de Guereño (Libros de Tierra Firme, Bs. As., 1990) y El guadal (Libros de Tierra Firme, 1994). Fragmentos del inédito Tomas para un documental aparecieron en el sitio Poesia.com (Buenos Aires, 1996), en las revistas Punto de Vista (Buenos Aires, 1997), La modificación (Madrid, 1998), Matadero 103 (Sgo. de Chile, 2002) y en algunas antologías de poesía latinoamerica. Tiene escritos y publicados ensayos sobre Rubén Darío, César Vallejo, Juan L. Ortiz, Francisco Gandolfo, Juana Bignozzi, Francisco Urondo, Marosa di Giorgio, Alejandro Rubio, Raúl Gómez Jattin, Darío Canton, Néstor Groppa, etc. Formó parte del periódico Diario de Poesía y del sitio de Internet
(sch. 408)
Virgen de las causas perdidas
con un solo ojo pero de once mil facetas
que debe tener tremendo
poder de resolución
como para dar gracias que no haya sexo entre las amebas
ni tener que presenciarlo,
siempre me sentí la trilliza del medio
un poco perdida
en mi biosfera
regando en patas las flores sencillas
de la misma especie que las hay dobles
en casa de mis hermanas,
pregunta: qué hacer con las babosas
son una plaga, ponen huevos por todas partes
después uno los pisa,
pero la estela de ir arrastrándose
a la sombra del día
de noche fosforece en la pared como nervadura
que empalma con los astros
de profunda y clara permanencia.
El garage de Rembrandt
La calle está revuelta y sucia,
ramas que se frotan como espadas
a la altura de cornisas y balcones
donde la lluvia se resume
en un mínimo de luz, de gris sucio
y en un chisporroteo como de aceite frito.
Se ve la mala maniobra de un camión
frigorífico, la puerta de atrás que se abre.
Una media res colgando del travesaño
oscila, sola, a la vista de la gente.
Y habría que pensar que no la llevan
a la carnicería, sino al garage
donde montó su atelier un naturalista
tardío, un futuro nuevo Rembrandt
que a esta hora de la madrugada
debe estar limpiando los pinceles
en la manga de su camisa
-libros viejos ocupando la escalera
que sube a una puerta clausurada,
debajo una mesita con pomos
estrujados y porrones de ginebra,
trapos, viandas frías y restos de café
en las tazas que ahora se usan de cenicero.
Treinta segundos de ingravidez
Yo sabía que las ramas
arriba llevan una vida más libre,
absolutamente aislada, casi abstracta;
pero ahora es distinto, yo también vivo arriba,
mi cabeza y los hombros se pierden
entre las hojas más altas
y hasta siento y pienso como algo
que está solo, absolutamente aislado
y no tiene raíz.
Apuntes de pervigilio
Palabras que son la mitad de un diálogo.
Lo mismo si oyeras a cualquiera
recitar su parte en un teléfono público.
Ninguna idea rectora, lo sólido ya ves que se licúa;
ningún resto de conciencia o de vidas pasadas
en el filtro del café.
El guadal, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993
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Poemas de
El faro de Guereño
(1983-1988)
(Libros de Tierra Firme, Bs. As., 1990)
Una ninfa
El aire que se desliza a ras del agua
cruzando el banco de arena,
roza los cuerpos expuestos a este sol
que empieza a declinar, incluido
el de la bañista que unos pasos más allá
descansa sobre una estera de juncos.
Diminuto vello rubio en su piel tostada
erizado se mece con la brisa
como un campo de trigo. El abundante pelo suelto,
las piezas del biquini mojadas,
mirando en dirección a esa isla más o menos yerma
que los nativos llaman, inescrupulosos,
El Paraíso... no la imagino
en otras circunstancias más deseable.
De todos modos, en lo que concierne a los dos,
proximidad y simultaneidad
no significan nada, lo mismo yo estuviese
fuera de este banco de arena, en la ciudad,
o ella perteneciese a otro tiempo,
cuando una ninfa descansando al borde un río
se exponía a que un dios la violara.
Alisos en la orilla
A la rama de un aliso
vienen a posarse las torcazas,
y esa aparición, ese idilio,
las aguas del río que bajan
corriendo hacia el delta,
las nubes de humo industrial,
el barro de la orilla, los juncos
están en el ojo de un pescado
que se pudre al sol.
Y cuando el viento cálido y suave
inquieta los alisos, las torcazas
como la aguja de un reloj
que al completar una vuelta marca,
para siempre, el fin de un minuto
y el comienzo de otro,
se espantan y dejan la rama.
La familia y la red de pescar
Un día de abril
fuimos a comprar pescado
a la costa, donde una gran variedad
de especies de río
era exhibida al aire libre.
Al bajar del auto,
viendo a esas mujeres de manos sucias
ante mostradores improvisados
con tablas y caballetes,
comenté a mi hermano Carlos
que por Cooperativa de Pescadores
me había figurado otra cosa:
paredes y un techo, una casilla de madera,
no con cámaras frigoríficas,
pero al menos con una heladera.
Subidos a un árbol y gritando
como chimpacés, tres chicos o cuatro
caminaban por las ramas, seguros,
cerca de unos viejos tejiendo
una red nueva y de mallas minúsculas
que colgaba a medio terminar
de un travesaño. Más allá,
cuajada en una masa de luz
y de reflejos, esa imagen
no del todo real: la de los pescadores
echando al agua o recogiendo
algo que no pudimos distinguir
y cuyo peso hacía tambalear los botes.
Y en determinado momento,
antes de que hubiéramos dado un paso,
disonante, la charla de las mujeres
que tajeaban la carne blanca
arrojando las vísceras en la arena
nos llegó, con la brisa,
como un anuncio de otro mundo,
en otro idioma.
Sobre la corrupción
Puede ser que
haya en cada forma un gesto, una cifra,
y que de las piedras se infiera
perdurabilidad, fugacidad de los insectos
y la rosa. Que perfumes,
sonidos, colores se correspondan,
o que arrojados contra los pinos
el viento nos haga una advertencia.
Incluso que cualquiera de nosotros
se crea sacerdote de estos y otros símbolos,
cualquiera capaz de convertir
lo concreto en abstracción, lo invisible
en cosa visible, lo familiar, lo inerte,
lo alejado en sus contrarios.
Sea o no esto así, de algo estoy seguro:
no me conviene interpretar mensajes en nada,
menos aun, en este momento,
descifrar lo que las rachas del aire
traen para acá –zumbido de moscas verdes,
hedor de pescados exangües
pudriéndose al sol sobre los mostradores
de venta, en la costa.
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