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martes, 12 de octubre de 2010

1689.- PURA LÓPEZ COLOMÉ



Pura López-Colomé (Ciudad de México, 1952), es poeta, ensayista y traductora. Es autora de Un Cristal en Otro y Aurora. Su libro Intemporie. No Shelter: The Selected Poems of Pura López-Colomé, fue traducido al inglés por Forrest Gander y publicado por Graywolf Press. En 1992 le otorgaron el Premio a la Traducción por su labor en torno a la obra de Seamus Heaney. También ha traducido al español algunas obras de Samuel Beckett, H.D., William Gass, Philip Larkin, Edwin Muir, Frank O’Hara y William Carlos Williams. Es autora de los libros de poesía El sueño del cazador (Cuarto menguante, 1985), Un cristal en otro (Ediciones Toledo, 1990), y Aurora (Ediciones del Equilibrista, 1995).



La tercera es la vencida

Soy la tercera
al centro
de tus prismáticos
y a ciegas.

Tres cadáveres
de animal
se han cruzado
en mi camino:
tlacuache, tejón, mapache;
ardilla, alacrán, armadillo:
conejo, culebra, comadreja;
inenterrables,
entrañables.

Vencida,
harta y plena
de aquello que carcome,
hago mucho más de lo que espero.

El bien
mirando a quién,

quien no existe.

Reliquia, Ediciones sin Nombre y Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes, San Pedro de los Pinos, 2008







Un volcán en erupción
de rododendros,
justo a la mitad
del huerto sepulcral.
Dueña absoluta de los poderes de la infancia, había desaparaecido una
criatura, rumbo al placer y al dolor de esa única estación, mezcla de rocío,
verdor intenso, hojas rojas, amarillas, y nieve más blanca que el alma.
La caja de Pandora se abrió de pronto a la luz de los enigmas: su brillo
no tardó en reflejarse en los ojos de quienes sí sabían que ahí dentro no
había un muñeco, ni bromas de ninguna clase. Una onda de calor sublime.
La flama en las pupilas cauterizó la herida de inmediato, la del mundo,
y secó su mar de lágrimas interno. Después de las guirnaldas que en
cuestión de horas se marchitarían junto con el cuerpo, quedó esa paz
sobre la tierra que sólo puede traer el don de lenguas.

Olas de pétalos del color de nuestra carne,
cálidos como el hogar, como la lava,
avivan el mármol y el secreto
entre las criptas.
De noche, cintilante,
de día, oculto.



***




1
Qué intimidad rezuma
entre aves y aire.
Se congregan sobre el agua,
apenas en la superficie:
se arrebatan el pan,
se hacen daño o miran fijamente
al habitante de otros reinos.

2

Desde el muelle,
punto medio,
vi nacer el rayo, abrirse en triángulo
y cerrarse,
con brillos cada vez mayores,
como una estrella sobre fondo luminoso.
Un pato atravesó esa línea
sin que hubiera el menor cambio.

3

No es mi ojo
el que abre y cierra
este escenario.

4

De regreso de la costa,
el canto del gallo
me recorre.

Aquel día, al despertar, sentí la muerte cerca: una sirena muda, sin boca,
a principios de la juventud, de la primavera, de la femenina flor. Al sentirse
tocados, los pétalos se cerraron de inmediato con el estruendo de un
portón de hierro. Alguien me susurró al oído: “Ofrécele tu pena a Dios”.
Era una voz que hablaba por la piel. Le hice caso de manera maquinal,
pensando en el camino de santidad de quien lo ignora todo. Con los ojos
cerrados, miraba mi alma, sus máculas pequeñas, crueldades para con el
amor. Cuando el portón terminó de sellarme los oídos, ya había olvidado
aquella ofrenda. Mi perdón de entonces duró lo que una frase, y lentamente
cayó al pozo. Hoy, ante un triángulo de luz sobre las aguas, me supe dentro
de la cifra, parte de una huella entre las olas.

Un canto del gallo,
duelo distante.




***


***



Ciertos lugares, ciertas personas, cierta música,
granos que engendraron aquella planta maravillosa,
infantil, interior, sublime, viajan conmigo
como la luna de inolvidables travesías,
casi fluviales, que iban dejando atrás
sauces, montes, vacas pastando, estrellas,
todo lo que un vuelo de la falda montañosa
podría reducir a polvo.
La madre de mi madre abandonada,
caída en mi descuido,
en aquel rincón de la sala de una casa toda mía.
Sentada en un sillón sin forma, un sofá,
se iba desparramando con el cigarro siempre
entre el dedo gordo, deforme de nacimiento,
y el índice, deforme por la artritis.

Sus ojos monstrosos desde los míos,
su tristeza agigantada por los lentes
cuyo inmenso fondo era el fondo de una vida
huérfana, ciega para la belleza y la bondad,
la visión del mundo pleno en calidad de brizna.
Su cansancio, su dolor, cual vivo y burbujeante
recordatorio del fracaso, la frustración,
la mujer extinta pero ahí.
Rezando o en silencio. Rezando más.
A veces incandescía la fama
allá en el fondo de aquel extraño corazón.
Cantaba entonces: Voz de la guitarra mía,
al despertar la mañana, trenzando hábilmente
los hilos del destino en un nudo en mi garganta
que no lograba desatar después con su inútil
Duermen en mi jardín
los nardos y las azucenas...

Victoria, como la reina, ¡cantaste victoria!
Que hizo a tus ojos ya incoloros
soltar las amarras de tales cataratas
en chorros espesos, como saliva o secreción de bestia
que no vale la pena, que no llega a cristalizar.
¡Cómo te habré ofendido, qué espejo de la miseria
habré puesto frente a ti! Todo, seguramente,
con la inocencia en ristre.
Por qué lloras, viejita, por qué.
Tócame el alma. Cántala.
No quiero que sepan mi pena,
porque si me ven llorando, morirán.

Anter mí, el lazo roto del amor amargo,
corazones tan distantes,
horas muertas que ni la tormenta propia,
que se cree angélica,
puede borrar.
Cadáveres insepultos, polvo,
sobre el peso vivo,
misterioso,
de las palabras.

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