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sábado, 28 de agosto de 2010

964.- SIRKKA TURKKA


SIRKKA TURKKA
(1939) Nació en Helsinski. Licenciada en Humanidades, trabajó como agricultora y bibliotecaria. Debutó en 1973. Una de las poetas más destacadas de su generación. En 1987 recibió el Premio Finlandia.



Las estrellas...

Las estrellas vuelven a ser
como una quejumbrosa balada y por las tardes
los perros afinan sus agrietados violines.
Yo no dejo que se me acerque la pena,
no la dejo acercarse a mí.
Mil metros de nieve encima del corazón.
Murmuro mucho para mis adentros, por la calle
canto en voz alta.
A veces me veo pasar, con sombrero
en la cabeza,
por el viento, y con alguna idea torcida.
Hablo de muerte cuando quiero decir vida.
Ando con los papeles desordenados, no tengo
ni una sola teoría, sólo un perro que blasfema.
Cuando pido aguardiente, me sirven helado,
a pesar de todo claro que soy español,
con el nacimiento del pelo bajo de esta manera,
de verdad:
no parezco ser de aquí.
Sudo y trato de hablar, entretanto
tiemblo.
Casi más que la muerte lamento mi nacimiento.
Y todo lo que pido
son mil metros de nieve encima de mi corazón.






He adelgazado...

He adelgazado, por lo que veo. Pero cómo.
Llevo en el pulgar adecuado
los signos del perro y del caballo.
Uno hecho con un cuchillo de herrar, el otro,
con un colmillo.
De las cicatrices nace la vida
y el corazón es una fosa común todavía abierta
llena de la tela gris del llanto,
ruido metálico de medallas de identidad al viento.
Siempre en otoño, tiempo de matanza
de los pavos,
ando en un trineo con cuatro perros, el quinto
salta al lado atado como caballo de reserva
cuando un viento frío envuelve los bosques
y en los campos arden hogueras bien vigiladas.
Así de fogosos son los caballos de batalla
de la muerte
pequeños e iracundos, y el viento del otoño
rojo como la sangre, como los árboles.







El otoño...

El otoño, un viejo cochero, meando
contra el viento
y algunos pocos afortunados
a los que alcanzaron las salpicaduras
jadeantes con los brazos abiertos.
El otoño, su expresión, cuando el órgano
del cielo desciende
y las aguas se pliegan para convertirse
en hielo.
Querría estar muerta, hundirme
a través de mis espaldas
hasta mis propios bolsillos.
El otoño, su expresión:
y que también las piedras puedan desencadenar
tormentas así,
las aguas hundirse hasta la ribera de los brazos.







Tú eres mi razón de vida.
Pero no me quieres,
quieres a tu nuevo abrigo verde,
duermes encima de él.
El gallo duerme en el ropero de la entrada.
Te veo partir, se va alejando tu espalda
hasta que el abrigo y tú os desvanecéis
del todo:
tantas veces te he visto de espaldas.
Este arte lo conozco, este tipo de talento
que no se puede aprender, no abre
sus puertas a nadie, y quien está dentro
ya no puede escapar.
Pero tú siempre regresas.
Yo te miro y vuelvo
un arenque crudo por la cola,
como un martillo lo disparo a su órbita
y con precisión aterriza junto al gato blanco
el que anda con la cabeza torcida,
con los ojos angustiados, siempre aparte.
El que tiene una lesión en su alma,
acaso un mal para toda la vida.






Selma, pequeño perro, oye
aún las florecitas se doblan cuando
andamos,
las grullas, los cisnes con sus niños grises,
eramos un poco zorros.

El peregil silvestre en fila, así que primero
estaba la mamá, después la mamá, después
el papá airado.

El otoño llegó Selma, llegó la nieve
alta hasta las orejas y la cabeza, llegaron
capas que esconden, engañadores de alces.

Andas conmigo todavía a lo largo
del invierno helado,
anda tu sonrisa graciosa, tu tumba.

A lo largo de ríos congelados sólo nosotros
los graciosos hacia la iglesia de los perros,
ángeles del zorro.

Traducción: Aida Precilla y Jukka Koskelainen







Cuando los pensamientos son lencería.
Cuando los pensamientos son lencería,
apilados en los estantes, ordenados, alineados
como las copas de champán y ponche,
la grabada plata deslustrada y el viejo oro liso.
Y llega el invierno, comandante en jefe
Ulysses Simpson Grant,
el rey Lear, su barba blanca.
El lago se vislumbra entre los árboles, en el lago
una perca rayada, tigre ártico.
Entre el bosque se vislumbra la tierra, cuya cuna
es de alto pino tambaleante.
Del cual no podemos soltar los ojos,
del cual nos levantamos,
al cual nos abismamos, cuando los pensamientos
están apilados, ordenados,
apinados, cuando son de puro
pino, de su raíz.
Cuando duerme el pez.
Entra en otro mundo y cierra los ojos.
Aquí no florece el liquen,
así es su color de advertencia.
Y cuando matan a la hembra de un tiro,
quedan las crías.
Aquí la sangre está parada, encantada,
con un truco de magia meten el corazón
bajo la piedra y lo sacan.
Aquí empujan el corazón hasta al pecho
de la perca.
Oh qué alegría, cuando a la pena
sigue la pena.
Cuando el invierno siempre está llegando
y yendo como la marcha de Rákóczy,
como el Lear, su barba blanca,
una tragedia verdadera, el otoño
es su materia.
Uno lo sabe con los ojos cerrados:
el invierno llega tras el invierno,
como la pena llega tras la pena,
el verano allí en el medio
como un tumor maligno, que rompe la arquitectura
del bosque:
tantas hojas y no se ven los árboles.
Y no llega el verano, la enfermedad,
sin el invierno, el rey agujereado,
el comandante en jefe de la aurora boreal,
no sin la barba congelada.
Donde nosotros, la tribu de gallinetas de agua,
estamos condenados a vagar,
donde nosotros, las estrellas,
estamos condenadas a centellear.
Donde la perca se hunde hasta el fondo,
cierra los ojos y se queda mirando

Traducción: Aida Presilla Straus



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