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sábado, 17 de julio de 2010
618.- ESTHER RAMÓN
Esther Ramón (Madrid, 1970)
Poeta, profesora de escritura creativa y crítica literaria, Esther Ramón ha escrito artículos para diversas publicaciones como Revista de Libros, Archipiélago o El Crítico. Colaboradora habitual de Cuadernos Hispanoamericanos, ha dirigido un taller de escritura poética de diseño propio, "Puertos del barco ebrio", e impartido clases en diferentes centros de Estados. Actualmente codirige el programa de poesía en Radio Círculo Definición de savia. Su primer libro es Tundra (Igitur, 2002) y varios de sus poemas han sido publicados en diferentes revistas y suplementos culturales como ABC Cultural, La alegría de los naufragios, Poeta de Cabra, Poesía por ejemplo, Fósforo, Salamandra o Anémona. Su obra ha quedado recogida también en antologías como Poetas en blanco y negro (Abada, 2006) o Poesía para nadie (Ediciones La Tapadera, 2005) y, en 2008, su poemario Reses (Trea) se alzó ex aequo con el premio Ojo crítico de poesía convocado por el programa homónimo de RNE. Su último libro es grisú (Trea, 2009).
POEMAS DE GRISÚ.
subterra
el humo de
las chimeneas
dibuja un óvalo
sobre la roca
el pico los pájaros
en celdas el miedo
al gas dinamitamos
precarias galerías
nos abrimos paso
al ritmo de la
polea el ascensor
de los que descienden
maneja la precisión de
las herramientas
un obstáculo
tangentes
ahora
la sirena
piedras preciosas
manos de la
extracción sobre
la mesa envueltos
en trapos ordenados
por formas por
tamaños en el suelo
breves pedazos
desechados
rodeamos
los volquetes
apagando
las
linternas
y en silencio buscamos
sus aristas rozándonos
los dedos cerrando
al salir la puerta
con infinito
cuidado
descorche
al pasar por
ciertos túneles
bufidos el vapor
de los ciervos
que buscan
las fuentes
que nos huelen
tablones clavos
abandono
de vetas
silabeantes
al roce de su
enramado
fetidez que se anticipa
al miedo la combustión
el aire que prende fuera
del alcance
de su aliento
ensayo
sigilo junto al
horno estéril
todos duermen
la trampilla
cubierta de tierra
y una escalera
oblicua abajo
estatuas nuevas
la sed de la linterna
dibuja elipses
en los sacos vacíos
un rastro de trigo
bajo la herrumbre
de las herramientas
una espantada
de ratas
que argumenta
palabras
detrás de los
árboles niñas
que pintan
sus brazos y
duermen sobre
hojas friccionan
las patas son
grillos liberados
el sol
les arruga
las manos
se remangan
para lavarles
la ropa y sus
pinturas relucen
como gemas venenosas
como luces de nitrato
pigmentos
con limas furtivas
rebajamos unos
gramos su peso
sobre el plástico
cubierto nievan
copos de índigo
de terracota
en la superficie
espesaremos
sus tonos
con la saliva
de los caballos
de carga
con las lluvias
brotarán grullas
luminosas en
danza sobre
las paredes
edad del hierro
y con la piedra
a veces pollos
atronados
trilobites
de geometría
intacta
helechos rígidos
dientes
ligeros huesos
pleistocenos
tablillas de cera
y arenisca estacas
raros insectos
suspendidos
en ámbar
conchas astas
talladas raíces
raspadores collares
de sílex plumas
puntas de lanza
caja de resonancia
son nuestros
golpes en el
almacén
de sonidos
los hombres
del sol
se detienen
y acarician
el hierro
de sus arados
y calman
a las reses
que hallaron
clavos entre
el pienso
son nuestros
golpes y no
el silencio
cuerda de equilibrios
trabajamos
la amalgama
del granito
con el frío
del cuarzo
detenido
tierra que incuba
huevos devueltos
y manchados
adoquines duros
para el suelo
del ahorcado
cincelar la cabeza
con el golpe
preciso
la piedra puede
abrirse
en el ultimo
trazo
POEMAS
Soy adentro
y como,
en el extremo
derramado
de los tilos,
una papilla
dulce y espesa,
de madera,
y es interno
en el calor,
como huevos,
el lugar donde crecen
los árboles,
no cantaban los mirlos
en aquellos sillones,
eran grandes para ellos
y por eso no cantaban,
pero todos recordamos
con un picor en la garganta
que es allí por donde
crecen las ramas,
por las tuberías,
por el tiro ciego,
sí, como,
sigo comiendo,
todavía adentro
se alza el mástil,
un pequeño vigía
de largas piernas
que desde arriba
se columpia,
muebles y alimentos
viajan de uno a otro lado,
y esto no es un barco,
tampoco es un bosque
pero susurran y se agitan
los troncos, tan delgados,
las criaturas,
eran las manos enlazadas
de un mismo individuo
que se concentra,
sabía que eran manos
pero vi una paloma
que temblaba un poco
y sin abrir del todo
el pico,
vomitaba.
***
En la cáscara
quebrada del cordel
está el peso del paquete
embalado en la mudanza,
un leve movimiento
de tijera
abre el mundo.
Aterrizo en la arena,
los nuevos pies
me construyen
se cuecen ladrillos,
se cortan en tamaños
regulares,
una fila de botas
que se ensamblan
una línea continua,
sin extremos
liba el sendero
o bloque de la espera
y sus piedras pulidas,
rezumantes.
Nunca antes habíamos
escuchado,
a veces, mascamos cristales,
en los sueños
de pronto hablan
los altavoces,
hablan por defecto,
sin pausas
entre los nombres
que recogemos
y metemos en agua,
como pálidas flores
germinadas
en las manos que secan
los ahogados.
Cruzar la calle
sin calle,
sin señales de paso,
saltar de una
botella a otra
sin derramarnos.
***
Lo que respira atado
a la silla de dirección
única,
las carreras que transitan
por dentro,
con un cambio de luces,
los planos, las indicaciones
aproximadas:
segmentos en las puertas
de doble hoja,
y una cruz espesa
que señala, tal vez,
la situación
de otra ventana.
Para dormir había
que encaminarse
hacia una de las estancias,
pared con pared,
el peso
del lado derecho
de la silla,
había que concentrarse
en el dolor
todavía verde
de estas almendras,
masticarlas muy
despacio, atentos
a sus muy pequeños
gritos
y hablar con palabras
amargas, con una voz
racionada y aguda
ahora que aprietan
las correas
para que acudan lebreles
adiestrados con silbatos
y con presas vivas.
Es improbable.
Es adivinar uno
de sus nombres
de perro.
Es pronunciarlo
con la entonación
exacta.
Es un arco tensado
que apunta
al nido, que dispara
al ojo oculto del mirlo.
Es que acierte el mordisco
que libera.
*****
En el vertedero de caballos todo está listo para
la representación.
Encendieron las luces de emergencia y nadie sabía
si los que corrían querían salir o venían llegando.
(En realidad estaban detenidos).
Ignoraban el humo, pero su estilizado rostro azul
sonreía a los presentes.
Se habían reunido allí para estudiar los cuerpos.
Un carpintero había fabricado siete grandes camillas
de madera. Iban a cubrirse con enormes sábanas.
Esto es obra de un demente. Alguien le hizo callar.
Los de las batas blancas se adelantaron.
Heridas de cortes desiguales. Los ayudantes anotaban
cada detalle y los más virtuosos insertaban dibujos
entre las letras.
Los dos primeros animales lucían exactas mutilaciones.
El demente había concebido gemelos. Luego individuos
únicos.
Todos los caballos eran tordos menos uno blanco
que parecía intacto. Pero siguieron la costura.
Los órganos estaban descolocados. Era un orden
incomprensible en que el corazón y los riñones
se apretaban en la garganta.
La luna adelgazaba aquella noche en que algunos hombres
se reunieron en un hangar, mientras los demás dormían.
Después de taparlos decidieron iniciar las diligencias.
El sospechoso podía ser un joven pálido, empleado
en un matadero. O un maquinista. O el conductor de un
circo itinerante.
Para velarlos dispusieron sillas polvorientas. Apagaron
las luces y los cristales del techo se abrieron como
ojos en blanco.
Sus pensamientos tomaron senderos diferentes pero
todos cabalgaban en el mismo bosque, saltaban
obstáculos inverosímiles, inventaban nombres
para calmar a sus monturas.
*****
En fila sobre la playa mojada. Al primero lo
llevan de los cuernos.
Husmean el suelo sin pararse, sus hocicos rozando
caracolas y piedras veteadas. Avanzan lentamente,
cada yunta en su carro.
Las pezuñas restan en la arena como helechos fósiles.
Después pasan ruedas que las borran.
El sol todavía no calienta, los gritos de las
gaviotas se ordenan en las pisadas regulares
del cortejo. La madera de los carros retiene
el tintineo de espadas y escudos, que viajan
de un lado a otro sin descanso.
El primero es un buey blanco. Sólo él marcha sin peso.
Un hombre camina por delante, guiándolo con suavidad
a lo largo de la línea desleída.
Viento (olas que encharcan surcos).
La caravana se detiene. Un nido de algas entre las
ruedas. Los animales esperan pacientes a que los hombres
terminen su trabajo.
En el descanso se afina el sonido del mar. La playa
muestra sus heridas.
(Una medusa transparente se seca al sol. En el agua,
peces rojos devorando.)
Alcanzan el pie de una colina. El guía da el alto.
El enemigo está al otro lado.
Preparan el altar y la lanceta pasa desde los últimos
carros hasta el primero. El animal inmóvil, atento
al hombre que divide su cuello.
Olor a pintura, barnices para sanar. La bestia se
desploma hacia un lado y muge sin color. Su mirada
se adentra despacio en el mar, nada un poco,
se sumerge. El sacerdote que la guiaba recoge
sangre en pequeños cuencos.
Al pasar todos miran el hermoso cuerpo blanco
del sacrificio. Se está nublando y el agua congela
los tobillos. Para calentarse tensan el hilo que
enlaza las manos.
*****
Son excrementos secos. O son piedras.
Si son excrementos:
Las mujeres los recolectan en cestos. Para avivar
los huertos, los jardines. Para que algo crezca.
Si son piedras:
Las plantarán como semillas y engordará lo muerto,
se extenderá en grandes planicies grises.
Se arropan con mantas rojas y los rastrean por toda
la playa. Quizá el paso de una caravana de bueyes.
Y los surcos sean ruedas. Van a salvarles del hambre.
on excrementos.
Cuentan resignadas las vetas. Hace tiempo que se
agotaron los peces. Sopa de algas, carne de gaviota,
briznas débiles. Piedras azules para el repecho
de las ventanas. Las marrones en la chimenea,
rugosas como nueces. En la boca las blancas.
Mientras los suben inventan instrucciones.
Suavizarlos con agua. Hervirlos. Un emplasto
para las tierras. De pronto una grita con voz de
pájaro y tira su cesto. Las otras la toman de
los hombros, le devuelven el peso lentamente.
Cada mano es el platillo de una balanza. También
hay rocas ligeras. A veces el pasto prensado pesa
como las piedras.
El olor se esconde. Siempre se esconde. El sabor
se condimenta.
Pero son de una rara belleza. La coleccionista
las mira largamente, las acaricia en secreto,
las calienta. Se queda con algunas. Como esta
que se acerca a la cara, ovalada como un rostro,
en el centro la cuenca vacía de un ojo, una boca,
un laborioso agujero. Y por color el viento.
Y por fruto.
Si hubiera que tumbarse boca arriba a esperar
el beso del ángel. O su espada de plata.
O una lluvia de piedras.
Para subir se concentra en la simetría de sus
pasos y en las sombras de las otras mujeres.
En sus sombras diezmadas.
Después del largo viaje, los carros en la inmensa
planicie. Sus bueyes depositan huevos minuciosos.
Los pisan. Prosigue el camino.
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