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domingo, 11 de abril de 2010

409.- RENATO LEDUC



Poeta, escritor y periodista mexicano nacido en Tlalpan en 1895.
Estudió Jurisprudencia en la Universidad Nacional de México.
Colaboro en periódicos y revistas culturales escribiendo poesía, cuentos y crónicas. En 1935, apoyado por la Secretaría de Hacienda, viajó a París donde se dedicó a perfeccionar su estilo literario entablando amistad con varios escritores surrealistas.
Entre sus principales obras poéticas se encuentran «El aula» en 1929, «Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario» en 1933, «Breve glosa al Libro de Buen Amor» en 1939, «Desde París» en 1942, «XV fabulillas de animales, niños y espantos» en 1957 y «Catorce poemas burocráticos
y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles» en 1963.
Murió en Ciudad de México en 1986




Alusión a los cabellos castaños

Así como fui yo, así como eras tú,
en la penumbra inocua de nuestra juventud
así quisiera ser,
mas ya no puede ser.

Como ya no seremos como fuimos entonces,
cuando límpida el alma trasmutaba en pecado
al más leve placer,
Cuando el mundo y tú eran sonrosaba sorpresa.
Cuando hablaba yo solo dialogando contigo,
es decir, con tu sombra,
por las calles desiertas,
y la luna bermeja era dulce incentivo
para idilios de gatos, fechorías de ladrones
y soñar de poetas.

Cuando el orbe rodaba sin que yo lo sintiera,
cuando yo te adoraba sin que tú lo supieras
-aunque siempre lo sabes, aunque siempre lo sepas-
y el invierno era un tropo y eras tú primavera
y el romántico otoño corretear de hojas secas.

Tú que nunca cuidaste del rigor de los años
ni supiste el castigo de un marchito ropaje;
tú que siempre tuviste los cabellos castaños
y la tersa epidermis, satinado follaje.

Tus cabellos castaños, tus castaños cabellos
por volver a besarlos con el viejo fervor,
vendría yo la ciencia que compré con dolor
y la tela de araña que tejí en sueños.
Así como fui yo, así como eras tú,
en la inconciencia tórrida de nuestra juventud,
así quisiera ser,
mas ya no puede ser...

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







Aquí se habla del tiempo perdido que como dice el dicho, los santos lloran

Sabia virtud de conocer el tiempo;
a tiempo amar y desatarse a tiempo;
como dice el refrán: dar tiempo al tiempo...
que de amor y dolor alivia el tiempo.

Aquel amor a quien amé a destiempo
martirizóme tanto y tanto tiempo
que no sentí jamás correr el tiempo,
tan acremente como en ese tiempo.

Amar queriendo como en otro tiempo
-ignoraba yo aún que el tiempo es oro-
cuánto tiempo perdí -ay- cuánto tiempo.

Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,
amor de aquellos tiempos, cómo añoro
la dicha inicua de perder el tiempo...

De "Breve glosa al Libro de buen amor" 1939







Aquí se transcribe la copla que mis oídos oyeron

Acre sabor de las tardes
en que fuimos
bizarramente cobardes.
Primer amor... ¿la quisimos?...
Tiempo de ensueños opimos
y de alardes.

Tiempo de aplicar el llanto
como lubricante, así
como el aceite del ajonjolí
a las muchachas pálidas de espanto,
al patriotismo, al arte, al desencanto
exacerbados hasta el frenesí.

Cansancio de haber nacido
cuando ya todo está hecho,
dicho, mirado y oído;
la semilla en el barbecho
y el sentimiento raído
que lleva el hombre en el pecho.

Cansancio de todas esas
cosas:
de las lunas, los azules y las rosas
y de las blondas cabezas.
Hondo anhelo de asperezas
ominosas.

Cansancio de haber nacido
en este
gran siglo empequeñecido,
sin pasión torva o celeste.
Cueste, oh Dios, lo que cueste
mártir mejor, o bandido.

Vivir con la vista fija
en algo
que fijeza rauda exija:
la locura de un hidalgo,
la reputación de una hija
o la carrera de un galgo.

Vivir consagrado a una
gran pasión;
no caer en tentación,
pintar de verde la luna,
desbancar a la fortuna
o querer sin corazón.

Quisiera yo que siquiera
al final
el arduo camino fuera
para bien o para mal,
árbol no de ciencia artera,
sí, pecado original.

De "Breve glosa al Libro de buen amor" 1939







Dedicatoria

Cada día más, del mundo exorbitado,
en solitario claustro pulo el verso
que he de ofrecerte.
Eludo la estridente paradoja
y la luz inhumana de los cohetes
-digo- tropos que pueden ofenderte.

Que tus tersas pestañas no se abajen
a luz ninguna;
que si lágrimas viertes, las recoja .
pañuelo gris, el paño de la bruma.

Cada día más, del mundo exorbitado,
te doy mi vida en cada verso mío.
Al verte dije: Paréceme ya tiempo
de ser romántico...
Y a la sazón callaron las alondras
del huerto consabido,
y en el sucio corral de mi convento
un gallo ilustre profirió su grito.

Calzo la espuela y me armo caballero
deliberadamente;
porque pie a tierra he pretendido en vano
usufructuar el predio
que va desde tus pies hasta tu frente.

Naciste en la planicie donde una
nube plateada te sirvió de cuna,
¿qué tienes tú que ver con pedrerías
y figuras retóricas?

Beata virtud: permíteme que aluda
al nácar de tu carne.
¿Qué tienes tú que ver con pedrerías?
Beata virtud,
mejor vestida cuanto más desnuda...

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







Égloga IV

Muchacha: Ya sonó el despertador.
Parece
que amanece.
Tu marido no tardará en llegar
y si me encuentra...

Ya -terrones de azúcar- las estrellas
disuélvense en la leche matinal;
ya renace la vida pueblerina;
ya los gallos comienzan a cantar...

Oigo mugir un buey en la barranca.

Muchacha, tu marido
no tardará en llegar...

De "El aula" 1929







Estrofas en torno de un amor menguante

Luna impoluta que miré de niño
rodar entre el verdor de la arboleda;
verso primero escrito sin aliño
amor primero del que nada queda.

Sueños de gloria y esperanza incierta,
viajes absurdos de la fantasía
y penetrar al cielo por la puerta
estrecha del dolor, sin alegría.

Confín violáceo del venusto monte,
fogata temblorosa que agoniza,
neblina que confiere al horizonte,
grises de perla o grises de ceniza.

Turbia serenidad que otrora tuve,
perdida ya para fortuna mía.
Desgarradora condición de nube
ardida al rojo blanco, pero fría.

Marino afán de corregir el rumbo
que Dios imprime a la perdida barca,
y quedar a merced de viento y tumbo
sobre la inmensa superficie zarca.

Cándida confesión que no hice nunca,
amor buscado y nunca conseguido,
poema nunca escrito, vida trunca,
vuelo en el acto de arrancar, fallido.

Discreta como usted, como usted blonda,
la media luz de los atardeceres.
Menguante amor prendido de la honda
noche con diamantinos almeres.

Todo el candor que nos quitó la vida,
toda la fuerza que nos dio el dolor,
todo es ahora luz desvanecida,
tibieza, soledad, último amor...

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







Ineludible poema del adiós

Sólo un occiduo sol que disemina
en tintas jaldes la silueta tuya,
extraviada en los riesgos de una esquina,
sin quien a mi fervor la restituya.

Blanco pañuelo
que tremolaste con enhiesto brazo,
signo será de adiós y desconsuelo
cuando se vuelva a presentar el caso.

Rueda la noche y en la noche el tren,
el uno y la otra por distinta vía;
alguien habrá que en el desierto andén
consigne fardos de melancolía.

Diáfano cielo
con un errante corazón de plata;
cuántas muchachas llorarán en celo.
Oh, gemebundo amor de gato y gata.

El agrio viento que en Paris y en otros
turbios países torna la veleta,
por falta de veleta entre nosotros
a transportar suspiros se concreta.

Luces, fugaces luces
de una casa perdida en la llanura;
cuántas doncellas beberán de bruces
sueños, que el sol amargo desfigura.

Viento del mar que con hinchado aliento
al viento avienta iridiscente espuma;
al cruzar tu recuerdo amarillento,
olor de viaje y de marisco exhuma.

Estos gajos lunáticos de luna
saben a menta;
cuántas muchachas llorarán a una
dicha, perdida por error de imprenta.

Brumoso viento que nos cuenta el cuento
del viejo Valdemar
y sus hijas, que en modo truculento
sucumbieron, cansadas de esperar.

A viajero veloz, senda florida.
Oh, muchachas de amable contextura,
hay que decir adiós porque la vida
es menos dura cuanto menos dura.

Estrella, estrella
que contemplas cien mundos a la vez,
¿dónde está, di, la postrimer doncella?
dónde está, pues...

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







Inútil divagación sobre el retorno

Más adoradas cuanto más nos hieren
van rodando las horas,
van rodando las horas porque quieren.

Yo vivo de lo poco que aún me queda de usted,
su perfume, su acento,
una lágrima suya que mitigó mi sed.

El oro del presente cambié por el de ayer,
la espuma... el humo... el viento...
Angustia de las cosas que son para no ser.

Vivo de una sonrisa que usted no supo cuándo
me donó. Vivo de su presencia
que ya se va borrando.

Ahora tiendo los brazos al invisible azar;
ahora buscan mis ojos con áspera vehemencia
un prófugo contorno que nunca he de alcanzar.

Su perfume, su acento,
una lágrima suya que mitigó mi sed.
¡Oh, si el humo fincara, si retornara el viento,
si usted, una vez más, volviera a ser usted!

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







La conversión

Prólogo

Pensamos que ya era tiempo de ser románticos,
y entonces
confeccionamos un paisaje ad-hoc,
saturado del más puro idealismo,
y barnizamos la luna
de melancólico color.

Adquirimos también
una patria y un dios
para los usos puramente externos
del culto y del honor.

(Vertimos por la patria
medio litro de sangre;
comulgamos con ruedas de molino
por el amor de Dios.)

¡Ah!... y teníamos una dama
propia para el corazón.
Usaba las manos blancas,
un albo cuello de cisne
y los ojos insolubles
a la temperatura del alcohol.
Era una dama Capuleta,
hábil para charlar en el balcón.

Naturalmente, Chopin
y algunas otras cosas similares,
nos hicieron llorar más de una vez,
pero justificamos nuestro llanto
con el capcioso: ¿Quién que es, no es?

Y otras veces
llorábamos también por la exquisita
banalidad de nuestra vida
ida.
Cuando
vicios, virtudes y personas notables
bailoteaban
sobre la cuerda de nuestra ironía,
como muchachos locos, en la escuela,
o como tiples en la pasarela.

Y al fin fuimos cristianos
por esnobismo.
Necesitábamos precisamente
algún egregio sembrador de dudas
y en un baile de máscaras
la rubia Magdalena nos presentó a Jesús.

Y sucedió, porque al atardecer
las pasiones jocundas acallaron
su estentóreo fulgor de dinamita.
Éramos mansos de corazón
y la carne del Cosmos era de una
estupenda belleza hermanfrodita.

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







La esquina

Cuánto tiempo esperé contra la esquina
de mi perplejidad un grande amor;
cuánto tiempo esperé y cuando llegó
apenas pude caminar tras él.

La pantalla platónica -la esquina-
nos arroja la sombra torturada
de las cosas
que la razón glacial estratifica.

El silbato de tránsito es un geiser
glutinoso.
El amor se bifurca en esperanzas
que alambique cerúleo cristaliza,
y esa mujer que va pasando deja
glaucas estalactitas de sonrisa.

Dramática figura del que espera
un aleatorio amor en cada esquina.
Blanco de las potencias enemigas;
de los perros que orinan,
de los dioses acuáticos
y del camión fecundo en tropelías.
Triste figura mía
que abjuraste de todo movimiento
esperando en la esquina
cosas como el amor, tardas, ambiguas.

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933








Moraleja de todo esto o séase la manera como, a juicio del autor,
ha de estarse el hombre de buen vivir y savoir faire...

Como el señor,
como el señor del Buen Despacho que era
un amigable y buen componedor
en los tumultos de la primavera.

Como el cine que afoca
a los novios penumbra placentera
mientras chicle permutan boca a boca
y les tiemblan las piernas, en tijera.

Como la dulce, la plateada luna
que perdió sus virtudes de planeta
una por una
en abyectos oficios de alcahueta.

Como la madre de la bailarina
que da a prócer rufián pública y quieta
posesión; y da la esquina
al insolvente amor de hija coqueta.

Como aquellos que salga lo que salga
quieren a todas luces explicar
la condición sedeña de una nalga,
de Dios la esencia y el color del mar...

Vender la vida en más de lo que valga
¿polvo de oro...? ¿colmillos de elefantes...?
y la raída indumentaria hidalga
vender cuanto antes...

Como el señor honrado, aunque cabrón
que por haber merced o cualquier cosa,
dona al patrón
el usufructo de la casta esposa.

Como el señor de convicciones que
al triunfador en ortodoxo posa,
y va -olvidadizo de lo que antes fue-
de flor en flor, como la mariposa.

Como el joven altivo pero bajo
cuya bifronte idiosincrasia estriba
en darle por detrás a los de abajo
y ofrecer el trasero a los de arriba.

O como el jubiloso campanero
que con igual fervor mueve el badajo
en la boda, el bautizo y el postrero
instante en que nos vamos al carajo.

Un ojo al gato y otro al garabato
armado el brinco y las pisadas lentas
cuando nos llegue el doloroso rato
de hacer las cuentas...

Pues el que canta sin firmar contrato
ay de él...
y, ay del que tiene que vender barato
la tibia leche y la dorada miel...

De "Breve glosa al Libro de buen amor" 1939






Otra canción de otoño

Todos cantan a tiempo su canto postrimero.
Con la barba en la mano o de otro modo,
al llegar el invierno,
todos modulan su canción de otoño.

Cuando llora la carne,
cuando el aire es tan puro que nos ahoga,
y es tan lúcido el cielo que nos deslumbra,
descendemos cantando de las montañas
a beber agua turbia de la laguna.

Cuando llora la carne:
eres aquella misma que contemplamos
desnuda bajo el triunfo de un día de sol.
Eres aquella misma, con la cabeza
cenicienta y vejada por el dolor.

Con la barba en la mano o de otro modo,
todos modulan su canción de otoño.
Dispendiosa elegancia de los crepúsculos.
Dispendiosa elegancia de las mañanas,
muy de mañana.

Ya nos pesa en el alma la formidable
castidad -roca y nieve- de la montaña,
y aceptamos tan sólo la luz de Vésper
porque tiembla y cintila como una lágrima.

Todos cantan a tiempo su canto postrimero,
muy pocos en verano, muy muchos en invierno.

La severa prestancia de los cipreses,
coloridos de sepia crepuscular,
edifica el cansancio de nuestra casa
y exornamos de rojo nuestra tristeza,
y seguimos cantando, que todo pasa.

Y en la margen fangosa de la laguna
húndese sollozando la carne infausta,
trunca y convaleciente como la luna.

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







Romance del emigrante

Nublado sol de estas horas
en que no te puedo ver.
Sol azul como tus ojos,
el de ayer.

Postes... alambres... alambres
hasta el infinito y más.
Postes, alambres y pájaros
fatigados de volar.

Luz amarilla del sol,
sesgando sobre un trigal
-tu cabello y las ventanas
abiertas de par en par-

Postes... alambres... amor
vislumbrado al transitar:

furia de macho cabrío,
candidez de recental
y un pobre muchacho absorto
ante el milagro carnal.

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933







Temas

Preámbulo inevitable a
"Algunos poemas deliberadamente románticos"

Para Mario Mariscal

No haremos obra perdurable. No
tenemos de la mosca la voluntad tenaz.

Mientras haya vigor
pasaremos revista
a cuanta niña vista
y calce regular...

Como Nerón, emperador
y mártir de moralistas cursis,
coronados de rosas
o cualquier otra flor de la estación,
miraremos las cosas
detrás de una esmeralda de ilusión...

Va pasando de moda meditar.
Oh, sabios, aprended un oficio.
Los temas trascendentes han quedado,
como Dios, retirados de servicio.
La ciencia... los salarios...
el arte... la mujer...
Problemas didascálicos, se tratan
cuando más, a la hora del cocktail.

¿Y el dolor?, ¿y la muerte ineluctable?...
Asuntos de farmacia y notaría.
Una noche -la noche es más propicia-
vendrán con aspavientos de pariente,
pero ya nuestra trémula vejez
encongeráse de hombros, y si acaso,
murmurará cristianamente...

Pues...

De "Algunos poemas deliberadamente románticos
y un prólogo en cierto modo innecesario" 1933




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Vicente Quirarte

Renato Leduc en su leyenda

El céntrico Bar Mancera, “tan pudoroso en sus virtudes públicas que no precisa de anuncio para que la calle se haga cómplice de las prácticas privadas que tienen lugar en su interior”, fue el lugar donde los bienquerientes de Renato Leduc se reunieron para homenajear –recordándolo, releyéndolo– al periodista, poeta, narrador y tantas otras cosas, de quien se acaba de publicar su Obra literaria. El bar, insigne en buena medida gracias a la asiduidad del bohemio Renato, se llenó por completo y ahí Vicente Quirarte leyó estas líneas cargadas de afecto y reconocimiento.

Para evocar a Renato Leduc, para marcar con piedra blanca su entrada en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, nos damos cita en un espacio que él supo consagrar en la práctica de su vida y en la de su escritura: la cantina como oasis, sendero para iluminados y perdidos. El significante se llama Bar Mancera, lugar para iniciados, tan pudoroso en sus virtudes públicas que no precisa de anuncio para que la calle se haga cómplice de las prácticas privadas que tienen lugar en su interior. Fondo es forma, y congregarnos en este espacio tradicional de la Ciudad de México, conservador y por lo mismo vanguardista, obliga a pensar en Leduc como el poeta que se empeñó en ser y como el poeta que ha llegado hasta nosotros. Lo más difícil para entrar en la escritura de un autor con leyenda es la armadura que el prestigio de los hechos coloca sobre la carne del texto. Lo más estimulante resulta examinar esa armadura y lo que está debajo de fulgores y blindajes.

Renato Leduc logró en vida lo que no consuman muchos de quienes hacen de la escritura combustible de su existencia diaria. Es un poeta que puede ser incluido igualmente en el Manual del declamador sin maestro y en una antología que dé testimonio de los cambios de temperatura de nuestra lírica. Uno de sus poemas que exigieron mayor virtuosismo formal, y cuyo tema es nada más y nada menos que el tiempo, se convirtió –a pesar suyo– en una canción que forma parte del patrimonio sentimental de México. La casa tlalpeña, o el espacio donde la leyenda dice que se levantó su casa natal, es actualmente ocupado por la cantina La Jalisciense, cuyas paredes resguardan fotografías y poemas de Leduc, así como de su amigo Armando Jiménez, ese gran estudioso del idioma y las entrañas urbanas que vive de su leyenda y de sus lectores. Paradójicamente, la indiscutible fama pública de Leduc, así como la imposibilidad de conseguir sus obras sueltas, había impedido una lectura integral de sus obsesiones. Ahora se subsana la carencia, con la publicación de un volumen profesionalmente editado y anotado por Edith Negrín y prologado por Carlos Monsiváis, nuestro cronista mayor. De tal modo Leduc se incorpora a la memoria histórica con los auspicios de la academia y con la conversación que con él establece la cultura popular o, para utilizar una expresión suya, la historia de lo inmediato.

Hablar del lugar que Renato Leduc ocupa en el espacio obliga a pensar en su sitio en el tiempo, su coordenada en la literatura mexicana, y la forma en que las 743 páginas de su Obra literaria se integran a la historia de la literatura, pero más ampliamente, más influyentemente, en la historia de las mentalidades. Leduc el memorioso, Leduc el circunstancial, es un testigo agudo de su tiempo, un azote constante contra el llamado buen gusto. Acierta Francisco Liguori cuando apunta que Leduc llega al mundo en 1897, año de la muerte de Guillermo Prieto. Como el romancero nacional, Leduc pone su pluma para registrar el instante que pasa, para hacer la antropología del café, la paráfrasis –irreverente y jocosa– de los clásicos o la historia de la Revolución Mexicana a través de un joven telegrafista. Cuando éramos menos es un libro hermano de Un niño de la Revolución Mexicana de Andrés Iduarte, en la medida en que Leduc revive con realismo y sentido del humor el estallido del movimiento y la modificación que trae en los hábitos y la educación sentimental de su adolescencia. Oscar Wilde decía que los poetas menores eran más interesantes que los mayores, porque los primeros dedican su energía a labrar su vida, aunque semejante hazaña vaya en detrimento de la obra. Ignoro si Leduc era consciente de esa fama.

De los poemas de El aula, libro aparecido en 1929, a la Euclidiana de 1968, Leduc se afanó en ser el poeta que introducía continuamente la nota disonante, la palabrota precisa, el giro sorpresivo tras la inicial elevación lírica. Poesía conversacional es el término que más cómodamente podemos aplicarle. Pero en Leduc el carácter –por supuesto buscado– de lenguaje hablado que hay en su poesía trasciende la moda del momento. La revista Contemporáneos publicó poemas de Carl Sandburg, el poeta de Chicago y la ciudad industrial, y la poesía de Salvador Novo sería otra cosa de no haber sido por su contacto con una poesía que en Walt Whitman tiene su poderosa raíz. Los veinte son los años de triunfo de la aventura y el humor, de la velocidad y de la juventud. Dos Charles –Chaplin y Lindberg– son el prototipo del nuevo héroe. En la era de los experimentos vanguardistas, hay una asombrosa semejanza de tono entre los poemas de Leduc en El aula, los textos estridentistas y las audacias de Pellicer, Villaurrutia, Owen y el citado Novo. Lo mismo puede decirse de algunas páginas de las cuasi novelas Los banquetes y El corsario beige en relación con los experimentos narrativos de Arqueles Vela y los Contemporáneos, donde los personajes son de humo y sólo tienen ojos y memoria.

Antes señalé que éste en el cual nos hallamos es el lugar de Renato Leduc. No porque su escritura sea de cantina, sino porque la cantina es el espacio para el arte mayor que Renato Leduc supo cultivar: el de la conversación. Cuando llegó al año ochenta de su edad, grabó un disco con poemas suyos en la serie Voz Viva de la Universidad Nacional Autónoma de México. Escuchar la manera en que Leduc lee sus poemas confirma el carácter eminentemente conversacional de su escritura, visible lo mismo en sus poemas que en sus artículos intercalados con memorias personales. Por esa agudeza que tuvo en vida y se trasluce en sus páginas, podemos revivir el ruido del café bullicioso, escuchar la música de Agustín Lara o sentir el zumbido de las balas en el tren militar.

Hijo de Alberto Leduc, uno de los mosqueteros de Revista Moderna, autor de “Fragatita”, uno de los cuentos antecesores del cuerpo femenino, Renato tiene una actitud ambivalente con su padre, que ilustra al mismo tiempo su postura estética. Si bien manifiesta en alguna parte que le causa un dolor enorme, en sus memorias critica constantemente el afrancesamiento que llega incluso a las costumbres domésticas. Nieto de un Leduc que vino con la Intervención francesa, la escritura de Renato Leduc brota, ríspida y bronca, musical y exigente, como la Revolución que lo vio niño, adolescente y hombre joven.

El lugar de Leduc es este Bar Mancera no porque su escritura sea un elogio báquico incesante, ni porque haya hecho de la bohemia el arte mayor de su biografía. Por el contrario: amante de los placeres de la mesa, despreciaba la bohemia de tiempo completo porque era enemiga del trabajo y Leduc, como muchos otros poetas, acudió al Sancho del periodismo para defender su Quijote. Francisco Liguori –cuya escritura y actitud ante la vida tienen más de un paralelo con Leduc– lo compara con François Villon, el primero de los malditos, el que andaba con lobos para enseñarlos a aullar, el condenado a la horca que introdujo la escatología en sus versos pero que también escribió uno de los testamentos más intensos de la Edad Media. Sin embargo, es el propio Leduc quien se encarga de revelar su linaje sentimental, cuando en 1939 publica su Breve glosa a El libro de buen amor. Como el Arcipreste de Hita, Leduc hace de la primera persona el elemento nuclear de sus poemas: el gozo ante la vida expresado en sus altísimas bajezas, en sus apetitos inmediatos, en la búsqueda de la belleza ante la fealdad interminable del mundo. En tres versos monorrimados, Leduc hace un resumen de su poética:


Habrá sujeto y verbo, descripción y argumento;
templará el prosaísmo todo lírico aliento,
y de poesía pura habrá un cinco por ciento.

Pocos poetas como Renato Leduc consumaron tan completamente semejante intención. Efectivamente, apostó por el prosaísmo y el tono conversacional, que entre sus primeros contemporáneos fue una etapa de su formación y en Leduc se convirtió en la cruzada que había que defender. Por eso su “Ensiemplo donde demuestra que no solamente de mujeres pueden los hombres hablar”, se lanza en contra del poema más conocido de Juan Ramón Jiménez:


Entonces llegó ella, exactamente ella
luciendo un estruendoso vestido carmesí.
Lujo asiático –dije– pero está usted muy bella...
y ella, naturalmente, me contestó que sí.
Si usted me permitiera, yo le daría mi nombre;
soy un hombre de pluma y me llamo Renato,
lo de la pluma es subsidiaria en el hombre
mas tengo un porvenir color permanganato.

En la despiadada autocrítica de Leduc, hombres y dioses están expuestos a las enfermedades inherentes a sus pasiones, y si no tuvo respeto por el heroico Prometeo, tampoco lo podía sentir por las víctimas de sus Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario..., hermanos, en más de un sentido, de los poemas prohibidos y de amor de Efraín Huerta.

Alain Borer, el mejor detective del género literario llamado Arthur Rimbaud, acuñó el término Obra-Vida para estudiar el fenómeno de la criatura que combina de manera peculiar la práctica que en la mayor parte de los escritores supone una amalgama, una fusión, un equilibrio. Renato Leduc fue de semejante estirpe. Cultivó con alegría y entrega el genio de su vida y lo trasladó a sus letras, con las impurezas y los riesgos que semejante aceptación significaba. Arturo Trejo Villafuerte, poeta y periodista que debería estar de este lado de la mesa porque tuvo el privilegio de compartir la sabiduría epigramática de Renato Leduc, cuenta que el maestro pedía invariablemente dos cervezas Bohemia, una al tiempo y otra helada. La primera, afirmaba, sabía a orines de burro, y la segunda le hacía daño a la garganta. De tal manera, alternaba una y otra para templar la cerveza y hacerla parte de su organismo. En el fondo, el ritual es un manifiesto poético que subraya la lealtad a los principios que Leduc defendió durante su larga vida: templar la palabra entre la bajeza y la dignidad, entre el reclamo social y el cinco por ciento de pureza lírica. Por eso hoy levantamos nuestra Bohemia –de nombre reiterativo– y le damos a Renato Leduc gracias por el tiempo.


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