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martes, 7 de julio de 2009

165.- ROSA LENTINI


ROSA LENTINI (Barcelona, 1957). Poeta, traductora, crítica y co-editora de Ediciones Igitur. Miembro fundador de las revistas Asimetría (1986-88) y Hora de Poesía (1979-95), de la que fue su directora. Poemarios: La noche es una voz soñada (1994), Cuaderno de Egipto (2000), El sur hacia mí (2001), Las cuatro rosas (2002), El veneno y la piedra (2005) y Transparencias (2006). Parte de sus poemas han sido traducidos al inglés, italiano, francés y portugués.Ha traducido a Pierre Reverdy, los poetas catalanes Joan Perucho y Rosa Leveroni, a May Swenson, Denise Levertov, Maxine Kumin, Adrienne Rich, Linda Pastan, Lucille Clifton, Carolyn Forché, Sharon Olds, y la poesía reunida de Djuna Barnes, algunos de ellos en colaboración. Como seleccionadora es responsable de antologías de Carlos Edmundo de Ory y de Javier Lentini. Y junto a Concha García, del número monográfico de la revista Ficciones: Barcelona: 25 años de poesía en lengua española.Concibió y coordinó el ciclo de poesía “Martes poéticos” en la Casa del Libro de Barcelona en el periodo 2000-2005.




A modo de poética


EN EL DESIERTO DEL HOGGAR

En el desierto del Hoggar, en Argelia, durmiendo en la falda de una duna despierto con un sobresalto. Los cuerpos del resto del grupo no se mueven, y no es posible que algún animal –bien alguna rata del desierto que sólo se aventuraría de noche o algún pájaro de escasa presencia tardía e inimaginable en el calor del alba-, me haya despertado con su vuelo. Escucho con atención: ni un sonido. Y de repente se desgrana una certeza, una posible comunión con este lugar de la tierra, mis manos se hunden en la arena, atenta a este silencio desvelado, a esta alianza; gozo de ello sentada, casi sin aliento, acaso no suceda de nuevo, pero intentaré describir este soplo de silencio con palabras el resto de mi vida, este espacio vulnerable y amenazado por el que tomo partido por primera vez.
Me quedo y escucho.





Poemas


LEYENDO A ALEJANDRA PIZARNIK

I
Sólo un nombre se murmuraba Alejandra a sí misma
en 1956, el año en que yo fui concebida. Cuarenta
años más tarde leo el nombre en minúscula "alejandra",
en boca de quien poseyó la muerte como la niña que
en vientos grises espera la otra orilla, y escribe:

"debajo estoy yo
alejandra"

A su lado otra, enamorada de la niebla, dice no creer
en el cuerpo que nunca existió.
Pienso ahora en la eternidad que sus palabras, en
ese estar por debajo, despliegan en mi lectura.

II
Antigua sombra en el centro,
donde en la oscuridad
el doble es el contrario,
ambos, desgarraduras en la música
de la última sobreviviente,
juego cercando la avenida,
deshojada, de una poeta
que asienta su niebla;
más tarde el lugar se precipita,
tras escribir mucho
las fragmentaciones
suceden a los silencios,
irse sin quedarse
o hablar por los desmemoriados,
el hueco o el exceso,
el poema imponderable, alguna vez
en equilibrio cósmico
o con más flores,
el cuaderno escolar en el agua,
donde una bandada de pájaros
con antifaz golpea el aire.

“Y yo soy el temblor de todo lo azul,
la caída”, decía.

III
"Caer hasta tocar el fondo desolado".
Del otro lado el lazo mortal
sin para qué ni para quién.
Hay que escribir en la promesa,
cavando en la sombra, luz adentro.
Y dice: "el invierno sube por mí",
y es más en el interior consigo.
El silencio poseyó tu puerta,
zanja y hueco. Pasa alguien
como lobo gris en la noche
con su camada desollada,
mientras la muerte talla sus huesos
como esculturas, como flautas.
El silencio es de plata, la música
de diamante y la muerte no es
un puñal de oro.

IV
De cara al cielo
se clausura
al terminar, al recomenzar,
lo que no es otro
ni es nada;
buscar fue un vértigo,
ángel petrificado
o desposesión de lluvia,
palabras adolescentes que,
maleza entre escombros,
no quieren volverse;
girar la ausencia
en los colores del bosque
ni voz lejanísima
ni cruzar sin alas.

“Hablo del lugar en el que se forman
los cuerpos poéticos” dijo.

V
La vida no desplegó su término
en una sola mañana, alguna vez
el centro del mundo tampoco es
su resignación, lugar de metamorfosis
en contra, saliva de los árboles.
Una cosa es ella misma si
no sabemos ocultarla. Restos,
como el duelo, muriendo de orfandad.
Ojos, muriendo de espejos.
La viajera visitando la mirada.

VI
La forma de alejarse de la rada
cuando empezaba a aprender
en la luz mortecina de su rostro
y a escuchar como si pudiera oírse
bajo el agua; criatura del fondo.

Una voz
y otra voz detrás,
los lentos pliegues de la doble memoria.

Con dormidas cortezas de árbol sobre el pecho
ahora es fácil saberla abrazada a la tierra,
mirar el jardín por donde decía no venir,
sus palabras de cueva de espaldas a las nubes.

Verla transformarse en Virgen de las Rocas.

(De Leyendo a Alejandra Pizarnik, Igitur, 1999)






TSUNAMI

I
Espera, espacio al que nacemos,
codicia de las aguas que al prevenirnos
nos obliga a imitar las ciudades
que erigen muros de contención
y puentes cruzando esos muros
aún después de largos años de calma.

El cálido sur hacia mí
impone esa barrera
y el sur-a-mi o la devastación
que arrastra la quietud.

Diez metros de piedras levantadas
no nos protegerán.

En fila india para morir.

II
El tsunami acerca peces a la tristeza
y fija tres palabras: el mar mortal.
Casas, personas, animales y aceras
son vacío.
Se deja de sostener una mano
y los sueños que aún la significan
desean aclimatarla a la temperatura de la vena.
Tsunami, suspiro del agua,
de urgencia y desolación
el primer sueño antes del desorden,
viaje alterado.

Más tarde en callejones y pasajes,
en casas derruidas, bajo las piedras
y las lenguas se impulsa un lento viaje:
la fusión íntima con la noche, un descanso.
Despobladas lágrimas donde los peces son más fríos
y el pesar anima el cerco,
como un hueco deja intacta la transparencia
de la mano que no conseguimos despedir.

(De El sur hacia mí, Igitur, 2001)






SIMBIOSIS

1
En tu oscuro rostro
muerte y hambre
se entretejen, madre,
pero basta un golpe
de tu mano hincada
para levantarnos de la fosa.

2
Nos roba quien nos mide,
nos vuelve el rumor
del poema que fuimos,
te detienes,
y al borde de la ciénaga
eternamente indefensa resbalas,
infinitamente engalanada,
desciendes como en un arpegio
que se adentra,
círculos que se disuelven,
y sin estatura
yo hacia ti a punto de morir,
solo una piel abajo,
escapando por poco de la infancia,
librando casi la acometida
donde otros se despeñan.

3
Y para no abandonar del todo
el peligro corro a tu lado,
mientras te deslizas
desde hace siglos
como quien retira la mesa,
una alargada figura
melancólica
rueda
en la arena.

4
Las cintas y la carne
más y más pesadas
-los extremos deshilachados-,
velos que beben en tus ojos;
ahora dibujo en oro
como grandes monedas
tus párpados,
quiero pintar el paraíso:
arco-iris, arco-iris,
y hacer de tu cintura
un camuflaje
con la espuma
de las conchas.

5
Achicaré el agua
para darte de beber
el sol de las arenas,
las retorcidas raíces
de los manglares
un fondo ornamental
que se te parece
y el peso de la noche
demasiado real,
incluso las llaves
en tu interior están echadas;
sube pequeña sombra,
mi muerta preferida,
una voz con una cuerda
hacia el polvo,
vuela, desaparece
donde nadie más
pueda herirla.


(De El veneno y la piedra, Icaria, 2005)

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