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sábado, 27 de noviembre de 2010

2348.- SERGIO ESTEBAN VÉLEZ


SERGIO ESTEBAN VÉLEZ
Nació en Medellín, Colombia en 1983. Comunicador de la Universidad de Antioquia, especializado en Lenguas Modernas en la Universidad de Sherbrooke, donde se graduó con “Mención de Excelencia”. Actualmente, se especializa en Ciencias Humanas, en dos universidades del Canadá.
Columnista del periódico El Mundo, de Medellín, y comentarista cultural del suplemento Palabra y Obra, del mismo diario. Colaborador eventual de otras publicaciones.
Es el columnista semanal más joven de Colombia y ha sido considerado por la crítica nacional e internacional como una de las voces más prometedoras de la nueva poesía colombiana.
Durante su infancia, fue conocido en Medellín como “el Niño Poeta”, gracias a los libros que comenzó a publicar cuando tenía doce años de edad.
Ha publicado cuatro libros de poemas y uno de entrevistas a los principales artistas colombianos, “El color en el arte moderno colombiano” (2007), prologado por el ex presidente Belisario Betancur. Sus poemas se han publicado en revistas y antologías de Colombia, España, Estados Unidos, México, Perú, El Salvador, Suecia y China.
Con el ex ministro Octavio Arizmendi Posada, fue fundador y director de la Academia Antioqueña de Letras, que reunió durante un lustro a muchos de los principales humanistas y escritores de Antioquia. Fue también director de Cultura del Colegio Altos Estudios de Quirama.
Es miembro de más de una docena de academias, asociaciones e instituciones culturales nacionales e internacionales.
Como poeta, ha ofrecido recitales y presentaciones en importantes auditorios de Colombia, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Canadá.
En este 2010, el Instituto Nacional de Periodismo Latinoamericano, con sede en Los Ángeles, lo honró con el Premio “José María Heredia”, máximo galardón que otorga esa entidad. Ese mismo año, recibió el Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar”, la distinción más alta a la que puede aspirar un periodista en Colombia.
Ha sido, además, finalista en tres premios nacionales de poesía.
Un panorama general de su vida y de su trabajo periodístico y literario puede encontrarse en el sitio web www.sergioestebanvelez.com




LOS POEMAS HAN SIDO SELECCIONADOS PARA ESTA ANTOLOGÍA
POR SERGIO ESTEBAN VÉLEZ






SELECCIÓN DE POEMAS


EL ALMA PESA VEINTIÚN GRAMOS

El alma pesa veintiún gramos,
afirman los filósofos
esotéricos.
La energía suprema
encadenada a un cuerpo
y sólo dos postigos
trémulos
le muestran un rincón
desierto
del universo.

La pseudovida
sometida al tiempo;
los sueños,
a unos huesos,
y el amor,
a unos átomos de humo.

Todo en un cenicero.

Son sólo veintiún gramos
eternos.







EL SUICIDIO DE TCHAIKOVSKI

Corriendo
por las escalinatas
de tu pensamiento,
veo
juegos de fuego
ominosos
creciendo
hasta el Big Bang
lumínico y patético.

Tchaikovski,
piedra,
Pedro,
no puedo,
no puedo consolar
el llanto de tus vientos:
salmo de saetas,
puñales negros,
sables cosacos
gimiendo.

Esta es la sinfonía del destino
que mendiga un abrazo sempiterno,
pero que,
más allá del falso ensueño,
rosado,
arrullo del pasado,
se encuentra con el frío del Infierno
que quema
como un beso.

Lontano
solo el hielo,
tu saudade circunda
un chelo esquizofrénico,
y lloras en el suelo,
vibrando,
trémulo,
mientras tus labios congelados
recitan los compases
del primer movimiento
de tu melancolía enajenante
que no tendrá remedio.

Sólo el vuelo,
solamente una fuga hacia el Nirvana,
asido de la mano
del cisne negro,
amainará el desasosiego
ciego:
esa incomodidad
por ser el mundo tan pequeño
para albergar tu genio.







EN EL INFIERNO

Estas almas
que están tan convencidas
de que van tan bien...
no saben
que están en el Infierno.

Parecen sonámbulos,
tienen la conciencia
completamente dormida,
ambulan por todas partes
y creen firmemente que están vivos.
Ignoran su muerte.

No está de más decir
que sienten
el huracanado
viento de Mercurio,
y blasfeman incesantemente
en la zona subterránea
del cerebelo.






LORCA

“Que no quiero verla”.
Que no quiero ver tu sangre
filtrándose entre la tierra
ni el rictus de agonía entre tus labios,
como un San Sebastián.

Lorca,
¿Cómo habrán sido las estrofas
que te dictaba el numen,
mientras las balas asesinas,
te arrebataban del parnaso?

¿Habrán pasado por tu mente
aquellos resplandores
taurinos
de tu tierra,
la fuerza refrescante
del Hudson
en América,
y habrás vuelto a sentir
en tus membranas
los cambiantes sabores
de esos amores
marineros
que las furiosas hordas medievales
actuales
no pueden comprender?

Seguramente por tus ojos,
que se mojaban de nostalgia,
pasaban velozmente
aquellos baños en el río
con Dalí, húmedo y altivo;
el azúcar de Cuba,
y el salobre sabor a celuloide
de Buñuel y sus noches.

Tanto invocaste el drama
y llamaste a los dioses con tu piano,
y quisiste bruñir gitanamente
los mejores romances andaluces,
poeta en Nueva York,
que ahora se fundían
tus alvéolos,
para escribir los versos
que harán
que entre tus brazos moros
se venza anonadado
Ganímedes,
el olvidado efebo
de un poderoso dios.







MADAME BUTTERFLY

(A Yukio Mishima)


Las simas
submarinas
de los ojos azules
de Pinkerton
eran tus únicos confines,
en ellas
naufragaba tu espíritu,
y en cada noche negra,
cuando te acariciaban
los vientos oceánicos,
te quedabas dormida
recordando esa única
fruición de pensamientos
en que entregaste el nimbo de tu pecho
a aquel capitán gélido.

Y soñabas la hora
sublime
en que el furtivo amado
subiría corriendo
por la colina verde,
llamándote agitado,
implorando tu abrazo
indisoluble.

Ya lo veías.
Ya podías sentir
su beso entre tus labios
y el gozo de tu sueño
sobre su torso tibio.

Preparabas la casa
que albergaría
su delicia
por novecientos noventa y nueve años,
olvidabas la gloria
de tus ancestros,
y renunciabas a tu propia esencia,
ante la dicha eterna
de aquel
anatema.

Y llegó el día:
en el paisaje gris
se percibía
la silueta de un par de enamorados
que ascendían veleidosos
hacia su nuevo hogar,
y cuando estaban próximos
a tu morada
pudiste ver
la intemperancia
del que tanto esperabas,
posesionarse de tu estancia
con su “auténtica esposa americana”,
y te ignoraba frío,
como un desconocido.

¡Ah! Butterfly,
tu corazón ingenuo
ya no podrá latir jamás;
ningún elíxir milenario,
ninguna planta extraña
del Japón
alcanzará la estación
de florescencia,
para cicatrizar
el loto de tu entraña desgarrada.

Con una banda blanca
le cubriste los ojos
al hijo que lloraba,
invocaste tus genes
en samuráis guerreros,
y con la misma fuerza
de su grito
empuñaste el puñal contra tu vientre,
cumpliste el hara-kiri
y descendiste al suelo
para siempre.







LA COPA ESCANCIADA

San Agustín,
el obispo de Hipona,
el padre de la Iglesia,
el incansable buscador
de la esquiva verdad
inaprensible,
también gustó el amor
en sus papilas
y se hundió inconsolable
cuando sus ojos húmedos
lo vieron escaparse
definitivamente.

La juventud ardía,
y aquel mancebo vehemente
lograba que él se alzara en frenesí
y que ascendiera al cosmos
pagano
del éxtasis.

Agustín estudiaba,
leía y naufragaba
en mil incertidumbres,
misterios, jeroglíficos,
teoremas cabalísticos
y enigmas maniqueos...
mas toda su sapiencia no podía
detener su conciencia,
que loca se fugaba
a la silueta necia
del terrenal amado.

Llegó la muerte,
y fulminante su descarga
se lanzó impertinente
sobre el objeto
de su elación
y salpicó de hieles
las vértebras de su alma.

Y su curioso espíritu,
que antes había morado
en los dos cuerpos,
se vio vacío,
vago y torturado.
Sus ojos lo veían
en todas partes,
y cuando incontenible
se abalanzaba
para abrazarlo
sus manos huérfanas
solo palpaban la locura ciega.

Y esperaba el regreso,
“ya vendrá”, se decía,
y sólo el aire amargo
lo tocaba, glacial,
mientras las lágrimas rodaban
hacia el desierto
y los suspiros infinitos,
el llanto,
los gemidos,
los gritos de la ausencia
absorbían su ímpetu.

Anhelaba el sepulcro,
la vida no era viable
a medias,
el pánico insondable le impedía dormir
y todos los lugares conocidos
le taladraban la memoria.

Ni el juego,
ni la música,
ni las fiestas,
ni el gozo de otros lechos
pudieron alejarlo
de aquel recuerdo.
Y escapó de su patria,
y de la omnipresencia de su duelo,
creyendo que en Cartago
confortaría su demencia
pero su esencia estaba dividida
y ya nada podría restaurarla;
entonces se adentró en los planos místicos
con toda la potencia
de su desazón,
a transformar al hombre
en el reo de Dios
y en pecado al amor.
Y, en arrepentimiento
de su propia pasión,
castigó al mundo
y lo sumió en la Edad de las Tinieblas.



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