Charlotte Mew
Charlotte Mary Mew (Bloomsbury, 15 de noviembre de 1869 – 24 de marzo de 1928) fue una poetisa y cuentista inglesa, cuya obra se encuentra a caballo entre la poesía victoriana y el Modernismo.
Charlotte Mary Mew era hija del arquitecto Frederick Mew, que diseñó el ayuntamiento de Hampstead. Su padre murió en 1898 sin haber hecho previsiones adecuadas para su familia; dos de sus hermanos padecieron enfermedad mental y fueron recluidos en instituciones y otros tres murieron en su primera infancia, con lo que quedaron Charlotte, su madre y su hermana Anne. Charlotte y Anne hicieron el pacto de no casarse, por miedo a transmitir la locura a sus hijos. Un autor considera a Charlotte «castamente lesbiana».
En 1894, Mew logró que le publicaran un cuento en The Yellow Book, pero escribió muy poca poesía por entonces. Su primera colección de poesía, La novia del granjero (The Farmer's Bride), se publicó en 1916, en formato chapbook, por la Poetry Bookshop; en los Estados Unidos fue titulada Saturday Market y publicada en 1921. Consiguió con ella la admiración de Sydney Cockerell.
Sus poemas son variados. Algunos, como «Madeleine in Church», son apasionados debates sobre la fe y la posibilidad de creer en Dios; otros son protomodernistas en la forma y atmósfera («In Nunhead Cemetery»). Mew obtuvo el mecenazgo de varias figuras literarias, destacadamente Thomas Hardy, quien la llamó la mejor poetisa de su época; Virginia Woolf, quien dijo que era «muy buena y diferente del resto» y Siegfried Sassoon. Obtuvo una pequeña pensión a cargo de la Civil List con la ayuda de Cockerell, Hardy, John Masefield y Walter de la Mare. Esto le ayudó en sus dificultades financieras.
Tras la muerte de su hermana, cayó en una honda depresión y la admitieron en una residencia donde acabó suicidándose3 bebiendo desinfectante «Lysol».
Mew está enterrada en la parte septentrional del cementerio de Hampstead, Londres NW6.
El cenotafio
Esos campos inconmensurables no serán verdes otra vez
Cuando sólo ayer la sangre de la juventud salvaje y dulce fue derramada;
Hay una tumba cuya tierra debe sostener demasiado tiempo, demasiado profundo una mancha,
Aunque para siempre sobre ella podemos hablar con orgullo al pasar.
Pero aquí, donde los vigilantes de corazones solitarios que tienen la certeza
de una espada interior han sangrado lentamente,
Vamos a construir el Cenotafio: Victoria, alada, Paz, con alas también, a la cabeza de la columna.
Y a lo largo de la escalera, al pie ¡Oh! aquí, deja las manos desoladas, apasionadas por difundir
Violetas, Rosas y Laurel, con las pequeñas, dulces y tintineantes cosas del campo
Al hablar así con nostalgia de otros manantiales,
Desde los pequeños jardines de lugares aún más pequeños donde nació el hijo o el amor.
En espléndido sueño, con mil hermanos
Para los amantes, las madres,
Aquí también yace él: bajo el morado, el verde, el rojo,
Es todo juventud: romper los corazones de algunas mujeres para ver
Un reposo tan valiente, tan alegre, convertido en lecho.
Sólo que, cuando todo esté dicho y hecho,
Dios no podrá ser burlado y tampoco los muertos,
Para evitarlo se interpondrá nuestro mercado,
¿Quién va a vender, quien va a comprar?
(¿Seré yo o será usted quién se acueste con la mejor gracia?)
Mientras observa a todas las putas y vendedores ambulantes
Al conducir sus negocios, es el Rostro
De Dios, y el de algunos jóvenes asesinados.
En el camino del manicomio
Suya es la casa cuyas ventanas -cada cristal-
Están hechas de un misterioso y nublado material:
A veces se los ve caminar por casualidad en la vereda,
La muchedumbre más triste que hayas visto pasar.
Ante a las miradas severas de la procesión alegre
Les devolvemos una sonrisa amable,
Sin sentir vergüenza al detenernos y bromear
Sobre la condena pecaminosa de algunos hombres.
Nadie sino nosotros nos encontramos en las galerías,
Como la gallina del páramo que anda entre las cañas con pies finos,
La campánula que se dobla sobre su tallo,
Ninguno de ellos bailará jamás con nosotros;
Sus pulsos golpean una música más débil
Sin que ello les haga la vida más dulce.
La muchedumbre más alegre que hayas visto pasar
Se hace con nuestros hermanos en la sombra de la vereda:
Nuestras ventanas también son para ellos de nublado cristal.
En el cementerio de Nunhead
Es la arcilla la que une la tierra a su azada;
Llenando fosas año tras año:
Los otros se han ido; agotados,
Pero yo deseo permanecer aquí;
No hay otro lugar para mí.
He visto este sitio desde las ventanas del tren,
Cortado contra el cielo,
Lloviendo contra mi rostro.
Hay algo horrible en todas las flores;
En ésta en particular, deshecha en mi mano,
Es una de las tantas que te han honrado;
Y no vivirá otra hora pues hay cientos como ella;
Nadie extraña a una rosa muerta.
Yo permaneceré aquí;
Donde el cielo aún puede verse;
Donde las casas se pierden en caminos altos;
Donde no hay nadie con quien hablar
A pesar de que todos aquí pronto estarán;
Justo encima de los campos donde las rosas crecen.
Fin de Fête
Sweetheart, for such a day
One mustn’t grudge the score;
Here, then, it’s all to pay,
It’s Good-night at the door.
Good-night and good dreams to you,—
Do you remember the picture-book thieves
Who left two children sleeping in a wood the long night through,
And how the birds came down and covered them with leaves?
So you and I should have slept,—But now,
Oh, what a lonely head!
With just the shadow of a waving bough
In the moonlight over your bed.
From a Window
Up here, with June, the sycamore throws
Across the window a whispering screen;
I shall miss the sycamore more, I suppose,
Than anything else on this earth that is out in green.
But I mean to go through the door without fear,
Not caring much what happens here
When I’m away:—
How green the screen is across the panes
Or who goes laughing along the lanes
With my old lover all summer day.
Ken
The town is old and very steep
A place of bells and cloisters and grey towers,
And black-clad people walking in their sleep—
A nun, a priest, a woman taking flowers
To her new grave; and watched from end to end
By the great Church above, through the still hours:
But in the morning and the early dark
The children wake to dart from doors and call
Down the wide, crooked street, where, at the bend,
Before it climbs up to the park,
Ken’s is in the gabled house facing the Castle wall.
When first I came upon him there
Suddenly, on the half-lit stair,
I think I hardly found a trace
Of likeness to a human face
In his. And I said then
If in His image God made men,
Some other must have made poor Ken—
But for his eyes which looked at you
As two red, wounded stars might do.
He scarcely spoke, you scarcely heard,
His voice broke off in little jars
To tears sometimes. An uncouth bird
He seemed as he ploughed up the street,
Groping, with knarred, high-lifted feet
And arms thrust out as if to beat
Always against a threat of bars.
And oftener than not there’d be
A child just higher than his knee
Trotting beside him. Through his dim
Long twilight this, at least, shone clear,
That all the children and the deer,
Whom every day he went to see
Out in the park, belonged to him.
“God help the folk that next him sits
He fidgets so, with his poor wits,”
The neighbours said on Sunday nights
When he would go to Church to “see the lights!”
Although for these he used to fix
His eyes upon a crucifix
In a dark corner, staring on
Till everybody else had gone.
And sometimes, in his evil fits,
You could not move him from his chair—
You did not look at him as he sat there,
Biting his rosary to bits.
While pointing to the Christ he tried to say,
“Take it away”.
Nothing was dead:
He said “a bird” if he picked up a broken wing,
A perished leaf or any such thing
Was just “a rose”; and once when I had said
He must not stand and knock there any more,
He left a twig on the mat outside my door.
Not long ago
The last thrush stiffened in the snow,
While black against a sullen sky
The sighing pines stood by.
But now the wind has left our rattled pane
To flutter the hedge-sparrow’s wing,
The birches in the wood are red again
And only yesterday
The larks went up a little way to sing
What lovers say
Who loiter in the lanes to-day;
The buds begin to talk of May
With learned rooks on city trees,
And if God please
With all of these
We, too, shall see another Spring.
But in that red brick barn upon the hill
I wonder—can one own the deer,
And does one walk with children still
As one did here?
Do roses grow
Beneath those twenty windows in a row—
And if some night
When you have not seen any light
They cannot move you from your chair
What happens there?
I do not know.
So, when they took
Ken to that place, I did not look
After he called and turned on me
His eyes. These I shall see—
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