Joaquín Badajoz
(Pinar del Río, CUBA 1972)
Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la American Comparative Literature Association (ACLA) y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese (AATSP). Miembro de los consejos editoriales de Glosas (ANLE), RANLE (Revista de la ANLE) y OtroLunes (Madrid/Berlín). Ha publicado ensayos, reseñas, crítica de arte, poesía y narrativa en revistas y antologías de EE.UU., España, Francia, México, Panamá, Polonia y Cuba. Coautor de Enciclopedia del Español en Estados Unidos (2008), Hablando bien se entiende la gente (2010) y Diccionario de Americanismos (2010). Es columnista de El Nuevo Herald (EE.UU.), editor de portada y noticias de Yahoo y director editorial de Editorial Hypermedia (Madrid).
Octavio Paz es convidado a cenar
en los altos de la calle Almirante
Ah, que me quede a tu manera pides;
la nieve en el ala sempiterna,
sobre la novia o sobre mí o sobre nada.
El aguamiel ordeñado a los magueyes,
en disparos fugaces, en vitolas,
el humo es el ave que pernocta
por sobre las pupilas y los cielos.
Un hombre, el otro, o lo que queda,
se precipita al centro de su sombra;
descubre los mundos paseantes
donde los vientos estacionan sus moliendas.
Y repasa en la memoria las caídas y el tiempo
que falta, para que el tiempo y su caída no agoten.
Ah, esto, lo que quedó del viaje al que llamamos vida.
Lo tocado, lo bautizado, cuando el lenguaje
y la gracia una mezcla deslumbrante eran.
Lo que nombraron otros y la voz
va dejando sembrado o lo subvierte.
Así ha sido asomarse a la vida por el ojo
del primer hombre.
Y que me quede pides.
A mí que al habitar las ciudades tardo
y al fundar siempre temo que el acto me consuma,
que la mano me diga sólo piedra.
Mi verso es una pose,
porque no he sido ungido
ni ustedes tampoco.
Así que a bajar las ínfulas
y a transitar humildes los mundos sutiles,
donde la mano grave pronuncie ese gesto
al tocar con cuidado.
Que la pupila beba y que deje.
La curiosidad
Para un poeta la curiosidad ha sido el comienzo de todo.
Es invierno, pero acá el verano es casi una condición humana.
Has conocido a una mujer solitaria
vistiendo una sombra de lágrimas
una claridad de nácar y peces
como un moribundo girasol.
Sientes su respiración húmeda,
que no alivia ninguna palabra.
Se acerca tímida, de una manera sospechosa,
que aprendes a amar demasiado.
La soledad siempre es patética.
Pero ella reduce tu desarraigado y vegetativo ser de contemplaciones
hasta que quepas en una pupila
o en el piercing que lleva bajo el labio.
No puedo amarla, me conformo con su pálida ausencia,
una libélula flotando sobre una cárcel de agua.
Ella repite: nunca.
Como si una palabra bastara
para que desaparecieras.
Viene escoltada por pájaros negros
que recuerdan que se acerca la noche.
No tiene nombre esta mujer ni rostro,
es solo piedra golpeando la tormenta.
Sumando ausencia a tu plan de mañana
para que la vida continúe su poderosa caída.
Podemos dejarnos ir y ser libres
pero no de la memoria.
Olvidar es perder dos veces.
Vendrá puntual, vendrá
como una mariposa de fuego
que crece hasta cegarte.
Euritmia
Fray su nombre lo he olvidado variaba los acordes
de antiguas concupiscencias con su órgano potente
componiendo registros que embalsaman y hieren
silbados al vaciar las espadas en los moldes.
Empeñado como está en la casadera sobrina en enaguas
atizar el infiernillo de las fraguas lo sofoca
y resiste posesiones de ángeles tentados en las sienes
que alocados palmotean tamborines y panderos.
Estas dobles visiones del confesionario el martillo
en el yunque las aldeanas de generosos senos
sudando los entrepechos explotan los corpiños.
Hades y limbos y cielos desciende en sus ascensos
que de herrero y corifeo le tiemblan las carnes
tan cerca del infierno como está cuando se salva.
Anusim: La herida (I)
Una huella por donde quiera, un hilo de agua, el rastro.
Donde digo cierro los ojos, voy ligero,
escribo alguien suspira, entra al mundo tristísimo,
lo azotan, le deshollinan los pulmones.
Hombre sin ombligo, hilando la madeja solar sobre la hierba,
tienes una herida abierta, te escapas en vendaval por el costado.
El hueco donde la duela se convirtió en vihuela,
y fabricaste de tus entrañas una mujer amada.
¿A dónde fue a parar la carne, la arcilla adónde
en su vuelo de albatros enterró su pico,
dejándote más desolado que un cadáver?
Hemos cambiado de nombre, de religión, de idioma.
Pero esa hebra tenue que ensarta los siglos,
la gota de resina que fulminó a la abeja en pleno vuelo,
la sangre que se oxidó sobre la piedra,
el cáliz que recogió el semen vital y fecundó su vientre,
han dejado su rastro ¿o no?
En la ciudad de los brazos abiertos, la aldea que nadie recuerda,
entre tambores y panderetas, bailan las jóvenes descalzas.
Una nube se levanta del suelo, la mano gira, los otoños pasan.
Tras ese remolino se ven zarpar barcas en la noche.
Casi nadie sobrevivió al doloroso parto de las naciones.
Fueron cayendo como guillotinas las fronteras,
un ras de mar, un diluvio de ejércitos barrió con todo.
No sé cuando comenzamos este viaje que no termina,
que no conduce a ningún sitio. Partimos de una aldea
que no era mejor que esta aldea nuestra del exilio.
Entonces, como ahora, nos despertábamos
sudando frío a medianoche, con la boca reseca.
Fue entonces que comenzó este juego de confundirnos.
Ponernos una máscara, cambiar de nombre,
volvernos agujas… este juego de aprender a olvidar.
Sangre de Benjamín. Llanto de Jeremías. Grito de Aarón.
Nos volvimos la hoguera en el vientre del pez.
Ahora caminamos entre rostros petrificados,
seres que la nostalgia y el rencor hizo mirar atrás.
En el próximo crepúsculo, bajo el mismo sol que alguna vez
alumbró la ciudad sepultada por tormentas de arena,
escucho el restallar de las lenguas órficas,
la lumbre de la casa
donde comenzó el ritual de la fecundidad eterna.
No sé cómo he llegado a este lado del mar.
Mientras sueño con una tierra de la que nunca he partido.
Romperé el ánfora de los siete sellos.
Viviré una maldición que es sólo mía.
Mientras lo miran absortos los fijos, los errantes y los mixtos,
repitiendo un ritual de hace 14 siglos, un hombre reparte en Zephath
trozos de pan del árbol de la vida.
Judah Loew defiende la judería de Josefov
Un hombre acorralado, armado solo de palabras,
puede engendrar un monstruo más grande que su miedo,
hilvanar los cuerpos de los que lo rodean,
atraer como un imán humano energías desconocidas
hasta tejer una masa compacta
inexpugnable como un muro de piedra.
Un hombre a punto de perderlo todo
suele recibir estas revelaciones.
Por ejemplo, que una clavija indómita toma forma en tu mano
cuando has llegado al hueso de la palabra.
Detrás se esconde un mundo de energías caóticas
a punto de estallar.
Un mundo que se abre,
una llave que te dieron desde la infancia
para que la pulieras hasta entrar en la cerradura.
La palabra hecha carne
tiene una fuerza que a todos nos aterra.
Apuntes sobre unos versos de Joaquín Badajoz
Por Yoandy Cabrera
La poesía de Joaquín Badajoz forma parte del conjunto mistérico que rodea a este ser humano, es prolongación de sí y, al mismo tiempo, como él mismo escribe, es “horizonte más allá de mis manos”. Los ademanes, la mirada, las palabras, el verso, los silencios, el paso firme y al mismo tiempo onírico, el buen trato conforman en él una atmósfera enigmática, que nos insta a buscar en la palabra escrita, en lo que ha publicado aquello que se esconde y persiste, como un don arcano y sombrío, en el fondo de sus ojos. El misterio es, sin dudas, el combustible de la literatura. En Badajoz es también el punto inicial de interés para acercarnos a su poesía.
Pero el verso en nuestro dandi es también oculto, esquivo, pues la mayor parte de su lírica permanece inédita. Podemos conocerla aún por espejo, oscuramente, de modo fragmentario, esperamos algún día mirarnos en el sistema poético que se intuye a partir de los poemas que ha dado a conocer, como si viésemos, de una vez, cara a cara.
Lo que más llama mi atención en la poesía de Badajoz es que posee un dionisismo contenido, una expansión báquica, descomunal, whitmaniana llevada a unos moldes que encierran esa titanía verbal; la línea textual es mare magnum que choca con los muros estróficos, Prometeo encadenado, pero vivo y rebelde, Evohé cantado por Apolo.
Hay cavilación y mucha labor limae en sus textos, el primer verso que hoy propongo, por ejemplo, es una condensación del caos, el Apocalipsis casi esculpido en ocho palabras: “Bajo el acero plomizo que sorprendió las llamas”.
El misterio que su persona despierta no se descubre ni se desvela al leer su poesía, al contrario, toma otros cuerpos, seguimos viendo oscuramente, avanzando en y hacia el enigma. El ente Badajoz alcanza en la palabra otras dimensiones, otras cimas de lo secreto, encamina hacia otras búsquedas que lo multiplican y lo ocultan, que lo definen y a la vez lo protegen. La poesía debe ser también ocultamiento y ello nos remite a esa verdad acuñada por García-Marruz: “solo procura/ que tu máscara sea verdadera.”
Ya dentro del verso, continúa el carácter críptico, la primera estrofa de “A la sombra de unos versos de Rimbaud” es gongorina, hiperbática y al mismo tiempo parnasiana, caótica desde el orden que la nombra. Las metáforas paradójicas (“hoguera de vidrio”, “dardos de agua”) son otros modos de oponer y conjugar lo apolíneo y lo dionisíaco, las dos fuerzas que mueven todo el texto, a mi modo de ver.
Hay belleza en medio del fuego, de la sequía; sobre el primer incendio los jóvenes incendian el cielo, el verso es el camino hacia otra siembra, otra sirga (no ya la del inicio) que supera los propósitos de los poetas mismos, “ebrios buscadores de alguna alquimia nueva” que “alzan la vista al cielo y se los traga el mar”:
A LA SOMBRA DE UNOS VERSOS DE RIMBAUD
A l’aurore, armés d’une ardente patience,
nous entrerons aux splendides Villes.
Arthur Rimbaud (Une Saison en Enfer)
Bajo el acero plomizo que sorprendió las llamas,
danzantes y escurridizas sobre los cuerpos bellos,
dorados almendros muertos de las brujas de Salem,
muchachos tristes siembran espigas de invierno.
Campos donde pastarán mañana los soldados
mientras hilvanan riendas que nunca han de usar,
aleteantes caballos del letargo marino,
fuego de la escayola en una hoguera de vidrio.
Volátil como el fecundo pájaro de los augurios,
ángel de la marisma, zurcidor de herejías,
esclavos somos de un verso infértil, una rima,
que se seca y curte con el sol y el salitre.
Verso de mis ojos, horizonte más allá de mis manos,
siempre lejos cuando arde la llama en el testero
—libre humeante pletórico de brumas violáceas—
agua que me seca, sobrio navegante,
unos muchachos locos han incendiado el cielo.
A la sombra de un verso, un fresco manantial
que anida en su cauce la fronda sublime,
una corteza ajada por dardos de agua,
pájaro frágil que canta y llora al no ser.
Amanece en la estación de los poetas vivos,
tierra baldía, tierra hacia donde has de remar,
sobre la arena inermes los nuevos sirgadores
han tomado de navío una isla a la deriva.
Hay poemas sobre los que una cruz alarma a los tiranos
y una infusión desciende al interior de la mañana,
región donde se embridan ciclones y angustias,
donde ebrios buscadores de alguna alquimia nueva
alzan la vista al cielo y se los traga el mar.
En ese horizonte que parte de su verso, que no puede retener ni capitanear, en el mar que es al mismo tiempo salvación y fatum parece estar la confirmación de ese ritual báquico, apocalíptico que se impone desde la primera frase.
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En “La cuerda rebelde que aguijonea la muesca” tenemos una versión de opuestos también, los “pájaros heridos” descansan “con angustia” y al mismo tiempo “despreocupadamente”. Pero lo más interesante no es la fusión del dolor y el reposo, sino la composición anular del poema: comienza hablando de los pájaros heridos y en el cierre el propio sujeto lírico pretende descender como un pájaro, cernirse, de modo que padezca en él la culpa del cazador y el aguijón de la presa, la rara y compleja bienaventuranza del dardo lanzado y/o recibido:
LA CUERDA REBELDE QUE AGUIJONEA LA MUESCA
En la temporada que anuncia la veda,
descansan con angustia los pájaros heridos
despreocupadamente sobre el abrevadero,
se apacienta el temor, su lluvia de alfileres
sobre la nuca desnuda.
Flota el quinto mandamiento,
como una nata pulcra en el filo del sable
deshilacha el invierno con sus manos de ángel.
Son tantas incontinencias que provocan el gesto.
La saeta es la mano que se ovilla
en torno a un corazón que quiebra;
arpegio que procede del silencio en la cuerda,
el segundo en que se tensa y vibra,
el respiro contenido,
el ojo,
la pupila,
el rostro y sus protuberancias de marfil.
Como si alguien echara su suerte o su pequeña aldea,
un hueso maldito por sobre el hombro,
acecha la bestia y tiene un cuerpo bello
abierto a la temporada de las aves que emigran.
Ha quedado el polvo como una manta que perdona
/o que esconde,
capa traslúcida que se avejenta,
surca la piel de los pómulos y abomba los párpados
mientras ensucia el agua cristalina y los metales.
En la pureza hubo tiempos
en que depositó su almíbar el fuego en la ceniza,
hoguera donde deshumedece sus pies el caminante.
Mas el ánfora maldita ya no está,
se derramó el elíxir,
se levantó la veda.
Hay minúsculos vientos que aciclonan el pecho,
que dilatan la fiebre de los huecos del rostro.
Hay muertes pequeñas que no valen la pena
y dejan la resaca de la angustia
que nos envuelve en vidrios la espalda
y nos aturde.
Basta que me cierna como un pájaro y descienda,
bienaventurado sobre la escarcha que abriga al abedul;
dichoso de haber sido
el cazador,
la presa,
el silencio en que se encorva la madera
y la cuerda rebelde aguijonea la muesca,
y el ojo,
la saeta,
el corazón,
el ojo.
En este poema, la yuxtaposición da velocidad al texto, encarna el descenso, el saetazo, el golpe. Persiste la tensa búsqueda de un sentido común entre el padecimiento y la dicha, entre el orden y el dolor, para alcanzar la sintaxis exacta y contenida de la desesperación.
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La primera persona que cierra “La cuerda…” se impone desde el primer verso en “La despensa”, poema que aúna dos pares opuestos: juventud vs. vejez y amor vs. guerra, dos de las líneas temáticas más universales dentro de la lírica de todos los tiempos, desde Arquíloco, Anacreonte y Horacio hasta Manuel de Zequeira y Jesús J. Barquet. Temas también quijotescos, que siguen trenzando y tensando en antítesis las inquietudes de Badajoz:
EN LA DESPENSA
Ya pasó la juventud y fui enrolado en el ejército;
pero no pasó el tiempo de la angustia
ni la vigilia
ni el anatema como un golpe de culata en los riñones.
Era débil entonces para echar la piedra cuesta arriba
desgarrando la carne y abriendo los caminos.
Tomé mi puñado de ceniza,
la que habría de untarme sobre las lágrimas
y las pestañas, sobre el pelo rucio,
sobre las ropas rasgadas para pedir clemencia
y sufrí por primera vez el desengaño.
No pude hacer el amor aquella tarde.
La carne que persigue el soldado con la avidez de un preso,
tenía un sabor ácido y el olor de la piltrafa hervida
que devoraban los perros cada madrugada.
Estaba ebrio, el fuego del alcohol de los cañones,
me quemaba las vísceras.
Era el sexo de un payaso grotesco cabalgando una búfala.
Su carmín, su aliento extraño de una noche,
se mezclaban con el sudor de mis axilas.
Me sentí ya un hombre, calmando las heridas del amor
con la lujuria.
Al cerrar los ojos vino a mí todo el azoro,
la muerte del niño que escribe poemas en el aire.
En qué animal extraño la vejez me ha convertido.
En la foto desdibujada me veo joven fumando un cigarrillo,
el kepis ladeado, el sambrán al cuello.
Ese cinturón de hebilla militar que alguna vez estalló
sobre la espalda de un soldado.
En esta despensa, con meticulosidad de almacenero,
escondo las fotos del pasado,
las historias que prefiero olvidar,
y la memoria,
sobre todo la memoria de un tiempo
que nunca fue mejor.
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En “La inmensa brevedad del ser”, desde la pareja de sustantivo y adjetivo en el propio título se alude a la oposición, a la conjunción paradójica. El poeta se pregunta dónde está la trascendencia, cuáles son los problemas principales que han de ocupar a un nuevo héroe. Las oposiciones están entre el presente y el futuro, entre lo que es y lo que (no) será, entre “la calma y la tormenta/ que enhebran los días de esta ciudad desamparada”, entre la eternidad y un día. La insularidad o la relación con el mar, que ya se hacía notar en “A la sombra…”, aquí se robustece, así como las inquietudes en el decir y su inevitabilidad que son otro eje temático frecuente, “la palabra retorcida,/ el verbo que te vence”:
LA INMENSA BREVEDAD DEL SER
Alguien debe preocuparse de la calma y la tormenta
que enhebran los días de esta ciudad desamparada.
Un archipiélago es más que un puñado de piedras
/lanzadas sobre el mar,
trasciende,
sin nada de los supuestos sueños que sacuden
a los habitantes de una tierra a la deriva,
los que saben que a lo sumo en un siglo
las serpientes polares se tragarán los puertos,
el muelle donde besaste a tus hijas,
la casa que fue volviéndose un rincón imprescindible,
alrededor de la mesa de cedro, sobre la verja,
bajo el árbol deshecho en hongos
que de certeza no aguantó las lloviznas más crueles;
pero un archipiélago no es una inmensa pradera,
no puede sumergirse dócilmente
al peso de una mano que se esconde.
Alguien debe ocuparse de la capa de ozono,
de la polución, del cáncer, de los hijos de Dawn.
Alguien debe picarse las venas
y escribir en la puerta de espinas
otra fórmula para volverse mártir.
Quién puede maldecir, lanzar un trozo de muerte
/a la escudilla,
vestir de hombre su cuerpo inmaculado,
ser del no ser, el bosque, una escalera.
Dónde la gloria tempestuosa de una herida
reparó en el prosopon, la máscara dramática
minutos antes de que el bosque de helechos
germinase de las paredes rotas.
Este invierno la lluvia es pertinaz,
los hombres se cuelgan su precio y sus virtudes,
mientras los peces beben con insobornable
tranquilidad de los manteles,
almidonados, estrictamente blancos,
donde no quedan restos de abundancia.
Para el hombre que vive, gasta y muere
nada valdrá una cruz astillada,
la otra mitad de una adolescente temblando de deseo,
la palabra retorcida,
el verbo que te vence;
para el hombre que aparte de morir un poco,
/cada noche,
no ha puesto el día anterior su piedra para la eternidad
sobre el relámpago,
sobre la adoración del fuego,
sobre el acto de parirse y evitar la mueca,
nada puede significar
esta ciudad pequeña con todos sus excesos y sus gritos,
o el hecho de vivir al filo de su sombra
sobre un puñado de peces que reposan.
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En el texto de cierre, tenemos un homenaje a Lezama Lima, titulado “Último descenso místico de San José Lezama”. El poema me recuerda la tesis que defendió Norge Espinosa sobre Orígenes como caos y no como telos: “patrón de la censura y los escándalos”, “haber sembrado una tormenta”. Badajoz, en medio de un homenaje personal, intenta mostrar la complejidad de semejante figura canonizada ya, si no por la iglesia, sí por sus fieles y devotos lectores. Erótica y misticismo, abismo y salvación, duda y fe, vida y muerte se complementan en estos versos que proponen otro culto, otra revelación, un nuevo ángel que viene a anunciar y a ordenar, pero que es más bien arcángel de escándalos y tormentas, lo cual, en definitiva, lo hace más trascendente y perdurable, hasta hoy, en el panorama literario cubano:
ÚLTIMO DESCENSO MÍSTICO DE SAN JOSÉ LEZAMA
Como órgano, como respiración espesa,
en el sueño del ave transitoria
ponemos la fe de alguna herida,
se agita la hebra de agua en el ovillo
mientras un hombre contempla su retrato.
Sucesos de la resurrección del polen en la mandrágora
embridados sobre una cruz de carne.
Id y construid una iglesia católica
que el que esperó en las tardes el aroma
/del trigo maduro
tiene una bofetada de paciencia en la mejilla.
Homosexual han dicho
/sin ver el rastro de invierno que se escapa
reposando en el oro purpurino de los bosques,
sin ver que hay fragmentos de otras temporadas,
trozos de ciudad, tormentas,
angustias de una casa que nunca dio su rostro,
tumefactas las piernas
y adoloridas del peso de un corazón
abierto a gritos por la noche.
Quién sabe si eran alas de libélula
o el manto de una virgen,
denso pendular acompasado y rítmico
que denota la angustia en quien se esconde.
De qué manera colocar el óbolo
/para atravesar los laberintos,
si las balaustradas recuerdan
/los brazos en tercio del amante.
Dónde encerrar la bestia asustadiza,
apartarla del temor de las mareas,
para que te perdonen haber sembrado una tormenta.
San José Lezama, patrón de la censura y los escándalos.
En qué preconcebido rito brotará una espina,
mediodía en que se multiplicó una piedra
y se hizo fuerte el amor y se hizo fuerte,
petrificado en las vetustas catedrales
/el fruto de la vid,
la herida coagulada en el acto de la duda.
Sangre de la nueva alianza, derramada
en el octágono crepuscular de los altares,
chorreante sobre los capiteles
en los santos.
Mientras se transfigura el hambre,
mientras el cuerpo espera
una puesta de sol en el gatillo que ajusta las arterias abiertas
/de un suicida.
Ya el tiempo de morir es cotidiano.
La ceremonia de reposar los brazos sobre el sexo
cubriendo el cuerpo de nostalgia.
Si el tren de mi amor se aleja lentamente,
bucólico divertimento que detuvo
como un disco afectado
/el momento del adiós.
Id y fundad una generación de pueblos,
el peregrino tiritar del fuego chamuscado,
la esperma que acrisola y abriga la asamblea,
casa donde aquilate el verbo una aureola finísima,
lacerante pico desgarbado
/de un ave que retorna.
Id y celebrad la despedida.
La última cena, la de hace veinte siglos;
sobre la piedra en que tiraba la red el pescador
una joven entona un canto bizantino
ceremonia de espera por un hombre que vuelve
donde todos los martirios son tonadas sordas
que van dejando un humo estacionario en la pupila
pócima volátil para los tiempos muertos.
lezama
Conocemos de la obra de Badajoz lo que nos ha dejado (entre)ver. Parecemos niños asomados al borde del telón de un gran teatro, del gran teatro del mundo. Punta de un iceberg. Apenas la primera revelación de un corpus orgánico que construye, como Heráclito, a partir de las oposiciones y las tensiones, el orden del mundo, la armonía universal: un pájaro que desciende, como Lezama mismo, asumiendo su herida y su aguijón; la epifanía de un poeta que viene a dejarnos el caos como recompensa, engendro, salvación, como nudo de nuevos e infinitos nacimientos; un soldado que no se reconoce al envejecer o que no logra hacer el amor después de hacer la guerra; unos muchachos que llevan el fuego hasta la estación celeste; un sujeto lírico que pretende hacer del verso una estación medible, perdurable y que al final se pierde en la inmensidad del mar y el horizonte.
Cada vez que Badajoz enuncia, se nos revela, crea sendas inesperadas en el aire, en el fuego, en la tierra, en la mar; toda definición suya es otro camino hacia el misterio. Cada palabra que ofrece nos acerca y nos aleja más de él, de su verdad. Cosas de los oráculos y la poesía.
http://nombrarcosas.wordpress.com/2013/09/08/apuntes-sobre-unos-versos-de-joaquin-badajoz/
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