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martes, 12 de agosto de 2014

ELBA SERAFINI [10.895]


Elba Serafini 

Escobar, Buenos Aires, Argentina.
Vive en Buenos Aires, es Psicoanalista y profesora universitaria.  Publicó “Dinamarca” 2007, edit. Sigamos enamoradas,  antología “Hotel Quequén-Submarino” 2011, edit. Sigamos enamoradas; sus poemas fueron traducidos al portugués,  inglés e italiano y publicados en blogs de poesía  de Brasil y Portugal entre otros. Realiza reseñas de libros de poesía argentina para el Periódico de Poesía de la UNAM, México, desde 2011. Colabora en revistas de actualidad de argentina, asesorando en temas de psicología como VIVA y Ohlalá,  ha incursionado además en la pintura y el teatro.



En la noche los hombres cantan

y el humo espeso rodea a los presentes.
Cautivado alguien tropieza conmigo
y al disculparse 
intento convencerlo 
de que no estoy.

Perseguida por la idea 
de no habitar un cuerpo,
busco la manera de respirar
sin ser vista.

2005







Los gansos negros que habitaron 
el Paseo central da Alameda
se fueron un día, sorpresivamente.

No es la ausencia
lo que lastima,
es haber estado allí
y no haberlos visto.







Mataderos

Corren los perros detrás de sus presas
más atrás sus cachorros,
aprendices de asesinos - dice ella -
Los ve pasar a diario: jadeantes 
sus ojos oscuros acechan a esos otros, 
vidriosos 
mientras los colmillos sacuden 
al animal que ya no se defiende.

Ella simula pegar etiquetas
en un papel amarillento,
mira por la ventana
y en secreto fantasea con salir, 
arrojarse sobre su marido,
morder, como los perros
una tarde de junio.







LOS DÍAS APARENTES


                                                                         Ruido del mar, qué golpe derramado
                                                                        qué entreverada voz y qué sonido
                                                                        tan confuso y oscuro
                                                                        cuando todo en derredor está tan claro.
                                                                           
                                                                               Circe Maia                                                      


I

En algunas playas de la Riviera
unos pájaros negros como cuervos
caminan la arena fría,
lanzan gritos afilados,
se aferran a los parasoles y planean
atacar a los turistas.

Una fotógrafa avezada se acerca sigilosa,
les da de comer pequeñas migas
que antes moldea con sus dedos,
ellos se aquietan
y caminamos con tranquilidad
hacia la envoltura turquesa
del océano.


II

Los que viven en la playa dicen
que está haciendo demasiado calor
en este otoño.
El huracán dejó secuelas
y hoy el cielo amaneció tan colmado de nubes
que la humedad me vence
bajo la sombra  de una palapa.

Tres mariachis cantan una y otra vez
“…y  llorar y llorar…”
acompañados por parrandeados hombres
con guardaespaldas y mujeres
divertidas  entre sí.
                        
Súbitamente  los meseros nos invitan
a entrar al comedor.

Parece que la lluvia va a arreciar
en este día de muertos.


III

Lejos de la tristeza del mundo
y cerca de la blanca arena
la vida semeja un paréntesis
hecho de  papel de diario.

Escribo sobre él, bastardeo,
no recuerdo las tardes penitentes.

Algunos mares cristalinos emergieron
para ser disciplinados por muelles
que se pudren mansamente
ante la indiferencia de varias generaciones.

La condena es tener que salir de la perfección
para volver a casa.







Aquel verano, amigos y hermanos
fuimos a pasar un día en la Isla.
Luego de las bromas
y de tirarnos al río vestidos
nos animamos a remar.

En el bote precario de madera
nos turnábamos de a pares.
El agua oscura la vegetación compacta,
el silencio agrietado por nuestros chillidos.
El sol calentaba las bebidas,
el fiambre para los sándwiches
engrasaba el papel gris del envoltorio.

Por la tarde, comenzaron a notarse
las marcas coloradas en el cuerpo
y el dolor en los brazos.
En la radio portátil sonaban
las canciones de moda.

El regreso fue por el camino
que, visto desde las barrancas, rodeaba el lago
que luego seria el náutico.
Riendo, siempre cantando, estábamos.

Después me contaron que en ese lugar,
amontonados bajo los sauces,
había un sinfín de cadáveres.

Decía el tano que se escondía para verlo
porque al rato no estaban más, tan fugaces
como los nombres en las paredes
que después vería
desde la ventanilla del colectivo, al alba.






Cuando era chica pensaba que los platos voladores existían,
no sólo que existían sino que cambiaban
de tamaño y de forma en cualquier tiempo y lugar.
En aquel entonces, en mi cuarto,
había una ventana de tres hojas
en una de ellas, una rendija, una abertura muy pequeña.
Como en una especie de paranoia temprana,
a la noche me acostaba mirándola
y esperando que por esa ranura entrara la nave
(de proporciones mínimas, claro).
Esa nave que desafiando todas las barreras
de las fuerzas magnéticas
vendrían dirigida velozmente hacia mí
y me raptaría.
No era una espera agradable, era una espera temerosa,
me provocaba cierta exaltación,
con los ojos bien abiertos
me entregaba a lo ineludible.

Nunca sucedió. Sin embargo, a veces
todavía puedo recordarme imaginando
una pequeña luz que se transforma
y transforma otras realidades.

Din, dina, Dinamarca, dinámica, dinamita, dínamo.
Fuerzas combinadas, cambio,
movimientos que producen fenómenos.
Explosión de infinitas posibilidades.
Hace tiempo que vivo en Dinamarca,
no me había dado cuenta (siempre esperando irme).
Aquí la luz es distinta a la de mi infancia
la energía se ha transformado
en un inextinguible paisaje de bienvenida.







Oruga o mariposa
te quedás adentro o afuera.

Afuera está el mal, me advirtieron
pero no les hice caso
y desplegué las alas más buscadas
por los coleccionistas.







La primera vez que crucé al Río de la Plata
la embarcación
con asientos de madera
hacia su último viaje.
El sol blanqueaba el agua
al nivel de las ventanas
y una muchacha negra
me hablaba, entre pasajeros
con grandes bolsos.
El viaje transcurrió
asombrosamente plácido.
En el puerto transbordamos a un micro
y la geografía fue
una ruta eterna.
¿cómo saber cuándo se llega
a un lugar desconocido?
El hotel recién pintado
con balcones celestes
como mi vestido
de los veinte años.

(Era diciembre y era el viento).

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