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jueves, 6 de marzo de 2014

ISABEL CADENAS CAÑÓN [10.647]


Isabel Cadenas Cañón

(Basauri, España, 1982)

Es autora del poemario Irse (Vitruvio, 2010) y antóloga, junto a Javier Molea, de El tejedor: nueva poesía iberoamericana en Nueva York (LUPI, 2011). Su poesía traducida al inglés ha sido publicada en Brooklyn Rail y en la antología Palabras errantes. Ha traducido a Circe Maia al francés (con Étienne Dobenesque) a C. D. Wright al castellano (con Valerie Mejer) y a Raúl Zurita al euskera. Su obra fotográfica se ha expuesto en galerías de España y Estados Unidos y forma parte de varios proyectos editoriales en Nueva York. Es licenciada en Filología Hispánica, cursó un máster en Estudios Teatrales en la Universidad París 3 Sorbonne Nouvelle y un Master of Fine Arts en Creación Literaria en la New York University, donde en la actualidad realiza su doctorado. Es Insigne Vaivodesa del Longevo Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires (LIAEPBA). Vive en Brooklyn, Nueva York.





Bere hutsunerantz doan 
goilararen moduan
desiratzen dut


Deseo cual cuchara
cayendo hacia su hueco

[inédito]





 s/t

en el octavo piso de la biblioteca
a mi lado
un hombre 
llora

en otro lugar mío
me giraría apenas
lo suficiente para susurrar
¿estás bien?

bajo este techo extraño
temo ser indiscreta
mirar de más
saltarme reglas

el hombre 
Llora

yo
lo escucho

si esto no es el desarraigo
entonces qué.

Nueva York, 14 de septiembre de 2009 

[De Irse, Madrid, Vitruvio, 2010]







LOCUS AMOENUS

La naranja completa
Los siempres
Los nombres de los futuros hijos
La exclusividad de los afectos
Las excusas, los losientos, las cuentas
Las cuentas bancarias
El nunca antes
La casa
La casa en el campo
La casa en el campo y el perro y todas sus variantes.

Yo creo que el amor existe.
Pero no donde lo buscamos.

[De Irse, Madrid, Vitruvio, 2010]









AF 5962

I
en 15 horas he dejado mi vida
en 2 aviones
1 coche
algunas cajas

no tengo llaves

II
me rodean en este París-Bilbao
miradas extraviadas 
en el estertor de unos auriculares
préstamos a plazo fijo
ancianos prematuros
seguridad gregaria seguridad

nada
Nunca
me parece tan gris
como esto que a lo que fielmente
pertenezco

III
estoy aterrizando

a esta hora la plaza Serrano
está llena de europeos que se quieren australes
como yo
San Telmo espera al domingo
los teatros empiezan a abrirse
alguien ceba un mate en una vida recién estrenada en Caballito
ahí abajo está el Cantábrico que explica tantas cosas 
que sin embargo ahora carecen de importancia

estoy volviendo a casa

mi hermana y mi padre
me hacen gestos de bienvenida
detrás del cartel de llegadas

ellos probablemente no entiendan que ésta no es mi casa
que estoy caminando por Rivadavia y es invierno y está anocheciendo
y la luz naranja baña los edificios altos.

[De Irse, Madrid, Vitruvio, 2010]





8.

Es como si la memoria ya sólo dependiera de nosotras.
Ya no acumulo entradas de cine, ni de teatro, ni billetes de avión, ni monedas de países a los que no voy a volver; tampoco monedas de países a los que voy a volver. Un día dejé de guardar papelitos que alguna vez significaron algo, notas que me pasaba con mis compañeros de clase, tarjetas de visita en las que él había dibujado una sonrisa o, sí, un corazón. Dejé de almacenar cosas, pesaban demasiado. Y aun así nunca consigo situarme en ese lugar quebradizo en que por todas partes me sopla el viento. Sólo a medias domino el arte de perder. Y justo es la mitad que no importa.

[De Ochitos, texto para la exposición Reino pelícano,
de la artista Verónica Gómez, Galería Foster Catena, Buenos Aires, Julio 2012]





OCIO (IV)

Primero está la oscuridad breve, el espacio contenido en las ventanas cerradas.
El ruido del frigorífico que se apaga y da paso al los árboles y columpios de tarde de domingo.

La luz entra de a poco, espesa.
Es luz como acolchada que desborda las celosías y lo baña todo pero leve;
no luz cosida que se va a posar sobre los muebles tomando su geografía exacta.
Es luz de final de verano, que calienta ya lejana.

He visto esas hebras de puntos invadir horas idénticas.
Las tardes de siesta obligada de mi padre, mientras sus amigos conquistaban el frontón.
Su espera de la quietud completa, de la señal muda para huir.
Sé que jugaba entonces a abrir y cerrar las manos, a encarcelar las líneas claras que se colaban por rendijas que nunca vi y que recuerdo nítidamente.

Lo sé porque también ahora la luz es la sola presencia móvil de este cuarto, cuando la casa entera duerme y sin embargo afuera
y tú ignoras que el recuerdo prestado me impide cerrar los ojos.
Lo sé porque la luz marca este privilegio de estar despierta mientras tu brazo me cubre sin peso y sé que tengo que liberarme para escribir esta calma
y no.

[De Ocio, poemario inédito]






Ribera, c. 1987

Es verano. Estamos tumbadas en la hamaca del corral.


La  hamaca  era  la  señal de  que empezaba  el 
calor   y  de   que  nosotros  mismos   habíamos 
llegado  a  Ribera.  La  atábamos a dos árboles 
separados exactamente para que entrase allí, 
bajo  la  sombra de la higuera. Escribo sombra 
de la  higuera  y pienso entonces que al menos 
uno  de  los  árboles   tiene   que   ser  eso,   una 
higuera,  pero  no  alcanzo a  ver las hojas. Por 
el tronco  no  sé. También estaba la sombra de 
la     parra,   pero   creo   que   eso   fue  después.


Detrás de nosotras hay sol. Los gallineros viejos, que ya no están, y matas de plantas malas, altísimas, ahí, como anunciando esa desaparición. Dividiendo el sol y la sombra, la mesa de madera, celeste, larga, con bancos incorporados.



Se llenaba de humo. A la izquierda había —¿hay?
— una parrilla excavada en la pared de adobe y 
piedras. Los asados los hacían los hombres, 
vestidos con buzos mahón y gorras, de 
publicidad de Ferralla o de Goodyear. Las 
mujeres llevaban batas y zapatillas negras, de 
abuela, o delantales con flores y trapos en la 
cabeza. No cabíamos en la mesa, había que 
apretarse contra un cuerpo familiar, intentar 
emerger entre el griterío, pelearse por una 
costilla de cordero y ganar siempre por ser la 
pequeña. También eso era el verano.


Sobre la mesa celeste hay un cenicero.



Ella ya no fumaba cuando yo nací. Él dejó de 
fumar después.


En el suelo están sus alpargatas,



ella siempre llevaba alpargatas de esparto en 
vacaciones, me sé de memoria sus tobillos,


y montones blancos, como pelusas de oveja recién esquilada.

Nunca hubo ovejas en el corral. Sólo a veces
traían un corderito y lo dejaban allí un día, dos,
hasta que. Para entonces yo ya había dormido
abrazada a él, había intentado imitar los
movimientos torpes de sus patas dobladas
hacia dentro.


Hay dos envoltorios de caramelos, rojos.


Estoy en su regazo. Quepo entera.


Su mano me acaricia levemente la pierna, contrastan nuestros colores de piel, yo blanquísima y ella siempre morena; lleva una alianza.


La recordaba mirando a la  cámara y yo con 
la boca abierta, en señal de juego, la cabeza 
girada hacia arriba, mirándola a ella;


pero en realidad no llego a ver si tiene los ojos abiertos o cerrados y la única que mira claramente a la cámara soy yo. La boca está abierta, sí, y también mi brazo derecho está donde lo recordaba: completamente estirado hacia ella, como el de un muñeco rígido, sin articulaciones.



Me descubro, ahora, tocándome los dedos,
como para asegurarme de que era la mano
derecha. Ha sido un movimiento inconsciente.
Estos dedos de ahora son los que agarran la
barbilla de ama. Tienen el rastro táctil de ella,
no están mediados por ningún pensamiento y
por eso la cercanía parece más entera. Y más
real, por no esperada


No la agarro, la barbilla. Tengo la mano en el aire, tal vez la rozo apenas. Ella también tiene la boca abierta, también sonríe. 
Tiene los pies pequeños, los dedos son bolitas alineadas que forman la mitad de una parábola. Tiene las piernas cruzadas y estampadas con retazos de luz.


En la esquina superior derecha está la sombra de un dedo.



                                                                                          Hoy ya no hay sombras en las fotos.


Es mi padre.


No  hay  ningún  dato  objetivo  que   pruebe  que 
es   mi   padre,  pero  decido  que  lo  es,  que  nos 
sorprende  en  la  hamaca,  después de la siesta, 
y   sólo   con   la   posición   torpe  de  su  dedo  la 
imagen  queda encerrada en nuestra intimidad, 
        es  casa.                                                                                   


[Este poema pertenece al libro aún inédito También eso era el verano, ganador del XII Certamen Internacional de Poesía Joven Martín García Ramos 2013, que será publicado por la editorial Difácil en abril de 2014.]

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