Norberto Silvetti Paz nació en Tucumán, ARGENTINA el 6 de junio de 1921. Pasó su infancia en La Plata y luego de contraer matrimonio se radicó en City Bell. También vivió alternativamente en Buenos Aires. Fue poeta, escritor y traductor de griego y alemán. Publicó los siguientes libros de poesía: El mundo extraño (1956), Las noches y la pena (1957), La tribulación y el reino (1960), Ensayos elegíacos (1968), Cifras, signos, estaciones (1976) y La noche de Odiseo (1994). En 1986 dio a conocer su única novela: Los escorpiones. Tradujo a autores alemanes como Goethe, Brecht, Hesse, Adorno, Jaspers y Heidegger, por lo que obtuvo en 1964 la beca Humboldt, otorgada por la Universidad de Bonn. Recibió, entre otras distinciones, el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (1968), La Medalla Goethe de la República Federal Alemana (1982) y el Premio Konex (1984). Murió en La Plata el 3 de febrero de 2005.
Dijo Alberto Girri: (…) Añadiría, con arreglo a tal actitud, que vistos desde el ángulo de ensayos los poemas de Silvetti Paz están más cerca de las meditaciones de Marco Aurelio que del “Essay of Man” de Pope, pongamos por caso, y que como ‘elegías’ son más afines a la pasión y dolor reflexivos de textos del tipo de “In Memory of W. B. Yeats”, de Auden, que al “Adonais”, de Shelley, por ejemplo. Estas consideraciones, que acaso suenen caprichosas, me hicieron percibir lo que estimo el mérito central de “Ensayos Elegíacos”: su seguridad esencial, de tono extrañamente clásico, en el tratamiento y materia de los poemas, articulándose y fusionándose con una notable destreza imaginativa. (…)
Dijo Horacio Ponce de León: (…) Aunque advierto al lector que nuestro poeta es sobrio en el beber, mesurado en el yantar como en sus otras necesidades, que su bolsa no suele estar tan llena de dineros cuanto de imágenes su alma. Mas no quiero abundar en detalles; baste con decir, como corona de esta semblanza, que si el lector abre este libro no lo cerrará de enseguida, sino que antes abrevará de él todo lo que en sueños, lágrimas y suspiros atesora. (…)
PARA UNA NUEVA VIDA
PARA una nueva vida,
de flor en flor recogeré las verdes
claridades, la miel, las tempestades
ciegas de la vigilia, el lodo
oscuro del dolor de tanta noche
largamente perdida
en vano.
Alzaré los países de la infancia
donde corriendo voy –yo, el quimérico
juguete de las horas, el cautivo
de la edad, arrojado
de piedra en piedra a la ribera inhóspita,
ciegamente, hacia abajo,
sobre el párpado húmedo de la tierra
donde los frutos se deshacen
contra el viento enemigo que persiste
de todos los rincones.
¿Qué será de estas lúcidas formas,
de tanta flor de espuma marchitada
sobre el labio inocente del atardecer,
del que mis ojos sorben
la dicha elemental que nutre al pájaro?
Allí, desde el regazo
de la planicie hacia las cosas miro,
hacia el río infatigable
-pródiga luz por dentro-
donde quisiera detener este paso
mortal, mientras palomas impasibles
traen la dicha última a mi frente.
De EL EXTRAÑO MUNDO (1956. La Plata: Ediciones del Ministerio de Educación)
LLANTO POR LA MUERTE DE UNA ESTRELLA DE MAR
Ans Haff nun fliegt die Möwe,
Und Dämmerung bricht herein.
STORM.
Cae la noche sobre la oscura playa
donde tú duermes, abandonada por el mar,
golpeada, sola, bajo enormes estrellas;
sin ángel, ante el viento que reúne la espuma,
más allá de la cuál sólo el olvido
preserva antiguas cosas:
un barco, los adioses, una fotografía,
un olvidado ramo de violetas.
Sobre tu diminuta, estéril muerte
termina el día su acostumbrado giro,
mientras la oscura eternidad
nos deja a ti y a mí sólo las sombras
y el desconsuelo sobre el mundo.
En este ocaso, pobremente hundida
debajo de la arena,
sobre tu pecho juntaré tus manos,
para que el arco de la luna
arroje sobre ti su memorable orgullo,
y ya el Angel te encuentre
en el lejano atardecer del término,
segura ante el Señor de la profundidad,
a cuyos pies dejo en tu nombre
la sal, la pena inútil de mis lágrimas.
De Las Noches y La Pena (1957. Buenos Aires: Editorial Albatros)
Destilaciones
A veces, cuando el atardecer,
por entre ráfagas de sombra,
nos permite insertarnos
en la dirección de la noche,
yo pienso en ti, imagen
abandonada en la penumbra
que entre viejos muebles avanzas
como desvencijado tren.
Hacia el fondo del resplandor
de tu inútil memoria
quisiera descender, entonces,
por el liviano aire interior
a la fundación de mi vida,
ya que de antiguo sé
que el perro devorador
que desde adentro nos vigila
será tal vez lo único
que piadoso lamerá nuestro nombre.
El odioso ligamen
con lo frágil nos ata
a la disconforme confesión
de que no somos dioses,
ni nuestra sangre el perfumado
licor de la divina arteria.
¿Qué dioses lloran? En silencio
penetra el vino en mí: su oficio
es hacer transparente
los muros y del sueño
puente hacia los abismos.
La cola de la música golpea,
nos hiere, cae el sexo
deshecho y lo moral
huye de nuestros huesos.
¿Qué música podrá por fin domarnos,
abrir puertas, las únicas
que de nosotros saben
la nocturna miseria?
Música que al infierno destrona,
asexuada legislación
de la quimera y de la muerte.
Sobre la cabeza del hombre
allí dormido trenza
el amor su cadena, lanza
su realidad la alondra.
Lo que es del aire vuelve al aire,
lo que fuera del corazón
al viento.
De Ensayos Elegíacos (1968. Buenos Aires: Editorial Sudamericana)
Elegía I
En la penumbra de mi corazón
sólo tu nombre vela.
Abro las puertas, miro
el paisaje y el muro lejanísimo
que te separa de nosotros; tú,
que sin saberlo sustentabas
nuestro sentido, cruzas
la vaciedad del viento, la llanura
por la que rueda mi memoria.
Resquebrajada estatua soy.
En mitad de un sendero
circular va mi paso
ocupando su propia huella,
del ayer infinito
al futuro infinito,
comprobando
tu breve ausencia de la tierra,
del aire y de la historia
que en vano escribirán mañana
manos anónimas, el tiempo.
Desde mi corazón miro hacia fuera
el compacto paisaje
de tu pasado –¡el mío!–:
cae en círculos
el polvo de los días,
y al fin me veo
en la remota tarde, caminando
hacia aquí, mi presente,
donde mi corazón
anticipadamente triste
y solitario
de ti, ya me esperaba.
Elegía IV
En el hueco de la memoria duerme
impaciente el recuerdo.
Todavía hablan tus ojos
su insomne idioma. Yo,
en medio del ayer y el mañana,
más solitario acaso
que nunca ahora evoco
el fresco sol, la calle,
el viejo tren donde mi ojo
atónito vio la muerte.
De ti heredé miradas
indecisas en el futuro,
y mucha sombra, muchas
sombras: en mí te llevo
como una herida que no cierra: a veces
sobre mi boca rueda
una gota de sangre: es eso
tal vez tu presencia.
De mi cuarto entonces quisiera
descender a la juventud
del corazón: allí
–tú sabes– está todo
lo que uno es; quisiera retroceder y ser
retrospectivamente tú: recuerdo
que tu infancia no era
precisamente tu alegría. (Ahora
a mi puerta está el perro, duerme
y a veces gime, acaso
sea su propia ausencia,
porque todos estamos
secretamente ausentes.) Los álamos
se inclinan al viento.
Por la ventana miro
los paisajes de la memoria,
y en lo alto tu humilde sombra.
(A mi madre)
Álamos
Beber un vino solitario,
a las seis, cuando el cielo
cristalino de octubre cae
lento y el día es
anónima medida, cifra
que cada cual recoge y dobla
como antigua carta de amor,
estéril, en la memoria;
beber sin nadie el vino,
beberlo como un símbolo
de amistad con lo otro
que comienza en el límite
de nuestra piel: es lo que llaman
algunos, estar solo,
otros, los que no saben
la destructiva labor del alma,
estar en armonía, acuerdo
consigo, satisfecho, incólume
como el canto de la cigarra.
Sombra, extravío o fronteriza
claridad descienden
sobre el que bebe, a cierta hora,
bajo el atardecer, su sangre,
profanando el secreto
o la esencia del límite
que instituyen la sangre y el vino
como un oscuro simulacro.
Luce en vano el externo sol, en vano
estremece hojas el viento,
tiembla el álamo y la retórica
paloma insinúa su alianza
del yo y el tiempo; en vano
desandaremos los caminos,
pediremos a la memoria
un perfume
o el resplandor de algunos ojos
amados y remotos;
las ramas de los sauces tocan
la sobriedad del agua: un día
nos iremos en vano.
Fuente: Ensayos elegíacos, Norberto Silvetti Paz,
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1968.
Lectura de la mano
A tus ojos no faltará la angustia
ni a tu corazón el derrumbe;
sobre tu cabeza penderá en las tinieblas
el aciago, inestable vuelo del picaflor,
pero no el canto de las cigarras.
Las no encontradas tumbas del desierto
retienen todavía tu rostro,
mano no habrá que excave
de allí tu cabeza, tu cintura, tu pelo.
Seguirá el tiempo destruyendo
nuestra causa común y tu risa,
y nubes de escribanos consignarán tus nombres
sobre los bronces del olvido;
asegurada hasta en la muerte
escucharás –distraída
de tanto cielo interior– el ritmo
desigual del pájaro viajero
que partió hacia términos prohibidos, sagrados,
para volver con la noticia
de que allí tú no existes.
Fuente: Cifras, signos, estaciones, Norberto Silvetti Paz,
Editorial Cuarto Poder, Buenos Aires, 1976.
Gilgamesch
Roto por dentro, las raíces
del corazón expuestas al viento
de la memoria, parte
en la noche a buscar la hierba
de la inmortalidad en el reino
de su muerte, profético,
tal vez soñando. Muere
tres veces y tres veces renace en la dulce
mano largamente esperada,
y largamente rueda
de ternura en ternura al cielo
destruido de su carne.
Tal vez escuchó entonces llantos de pájaros,
o en míseras ciudades
quemado vio su cuerpo, su sombra,
blasfemado su nombre,
quebradas sus rodillas. Tal vez su boca
puso sobre mujeres bajo pórticos
donde una avara divinidad
vigila las tinajas
que los males y los bienes preservan.
En su jardín descansa ahora
bajo lacios robles que miran
y hacia el agua proyectan mundos.
Pronuncia nombres, ven sus ojos
desvelados correr la noche
por el desierto, tras el perro
de sus días, y los penachos de la muerte
trémulos coronar las alturas.
Así en la larga pausa de las palabras,
sentado a la mesa del sueño,
este guerrero, señor del tiempo,
bebe el vino del tiempo.
Ya llegará después el relámpago
a deshacerlo para siempre.
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